En Madrid se habían concentrado a lo largo del fin de semana una media docena de ferias de arte contemporáneo. Parecen demasiadas, pero ni una sola daría tiempo a verla entera. Eso parece devolvernos a un punto de partida, como si la humanidad hubiese dado una vuelta completa a algo. Fui a ARCO y me paseé entre las galerías, erré por los pabellones fijándome en algunas cosas sí y en otras no. Las ferias y los festivales suelen funcionar como una cala en el estado del mundo, así que confío en que la acumulación caprichosa deje un sedimento elocuente.
Por ejemplo, en la galería Leme, de São Paulo, se exponían unas telas listadas, colgadas como si fuesen banderas, que formaban una serie llamada Purificador y que estaban hechas con gasa, tul, ayahuasca, cuarzo y sangre de dragón. La ayahuasca y la sangre de dragón son sustancias derivadas de plantas que se utilizan en rituales visionarios, y aquí se sugería un uso curativo de las telas. Intenté reconocer un patrón en la distribución de los colores. Las hizo el peruano José Carlos Martinat.
En La Caja Negra vi un par de acrílicos en papel de Nico Munuera, de un metro por metro y medio. Eran paisajes, marinas realmente, compuestos por unos pocos brochazos resueltos. ¿Por qué los asocié luego con un par de pinturas de David Claerbout? ¿Porque eran también apaisadas y también acrílicos? Los de Munuera sencillos mares, casi japoneses; los de Claerbout alambicadas vistas frontales de un palacete en cuyo jardín acababa de explotar algo. Pero quizá era el aire un poco informal, inacabado, que compartían, sugerido en los márgenes de los papeles, por las pruebas de color o las barbas sin igualar al cortar el papel.
Otros paisajes al óleo me llamaron la atención por su alegre disposición sobre la pared y su estilo naif. Los firmaba Jaime Vallaure, a quien normalmente he visto en teatros, con La Comunidad Sanguínea. La comunidad la componen Elisa Lozano y Jaime, Jorge y Juan Vallaure y lo que hacen es pintura al aire libre. El tema es el entorno en el que viven, una costa mediterránea, que a veces llegaba a parecer un Brasil de la mente.
Desde el Instituto de Visión, galería radicada en Bogotá, llamaba la atención un gran plano a carboncillo de dos metros por tres. Unos personajes avanzaban por la selva, casi acogotados por los árboles inmensos. Cruzaban el río llevando consigo unas pocas pertenencias, los bebés a cuestas. Solo las personas tenían algo de color, y de cerca se distinguía que estaban bordadas. La artista era Nohemí Pérez.
La galería mexicana Arróniz formaba parte del programa de la feria la orilla, la marea, la corriente. un Caribe oceánico. Allí se exponía una escultura de Perla Krauze, de varios materiales: madera, tela, aluminio fundido, piedra volcánica y obsidiana. En aquel armazón de un biombo de tres hojas, lo cálido y también lo móvil era el soporte, la madera, del que colgaban o en el que se apoyaban las piezas pequeñas, las piedras irregulares o pulidas, las ramas de plantas que eran de aluminio, plateadas o grises como las telas impresas con motivos vegetales. Se presentaba como gabinete en movimiento, y también como botánica mineral, y como era las dos cosas me trajo a la mente la inesperada noción de arqueología movediza.
De una pared de la galería francesa Jocelyn Wolff colgaban cosas pequeñas, como unas piedras que podrían esconderse en la mano y en las que se reconocían rasgos humanos, o de máscara primitiva, porque la pareja de artistas Prinz Gholam les había pegado piedras más pequeñitas a modo de ojos, narices o boca. También era pequeño una especie de tuffatore, detenido en la caída, de Santiago de Paoli. Quizá no estaba cayendo, pero como estaba bocabajo y era de chapa pintada, la sensación que daba era de gran fragilidad.
Galería Isla Flotante, de Buenos Aires: Rosario Zorraquín tenía unos cuadros grandes que de lejos parecían aguadas y en los que, al acercarse, se podían distinguir graciosas figurillas dibujadas o rascadas, algunas embarazadas, enzarzadas en caídas espirales como visiones de Gustave Moreau o de Joann Sfar.
Algo religioso, como de cámara ceremonial, transmitían las tablas de madera pintadas de la artista cubana Laura Carralero, en la galería hamburguesa Vera Munro. En medio de los colores oscuros unos detalles en oro refulgían como si quisiesen decir algo. También había tablas pintadas, esta vez dípticos unidos por bisagras, pero también con témpera y pan de oro, y quizá por eso también con aire religioso, en la galería ateniense Kalfayan, obra de Adrian Paci. La misma galería exponía una colección de pequeños cuadritos, acrílicos en papel, de Farida El Gazzar. Tenían un aire de postal reencuadrada, eran detalles esquinados como terrazas de edificios o árboles movidos por el viento o inmóviles en el crepúsculo, y de títulos más abstractos como I belong here o I’m lost in your translation. No había figuras.
Nos despiden la lechuza en pleno vuelo, sobre un fondo de estrellas paulkleeanas, de Kiki Smith en su cuadro Evening Star, en la galería Lelong & Co, y la colección de cuatrocientas diapositivas retroiluminadas de Ignasi Aballí en Vera Cortés, con el color un poco perdido, virado a rosa como las fotos antiguas, entre las que se distinguían desde la Venus de Willendorf al miliciano de Capa, encargadas de sintetizar el arte y el inconsciente.
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).