El secesionismo y el colapso de las federaciones comunistas

El excelente libro 'Colapso', de Vladislav M. Zubok, sobre el fin del URSS, demuestra una vez más que en Europa del Este se produjeron a principios de los años noventa revoluciones nacionalistas, no democráticas.
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El espléndido Colapso de Vladislav M. Zubok es una crónica de la desintegración de la Unión Soviética. Comienza con el nombramiento de Yuri Andropov en 1985 y termina en la Navidad de 1991 con el fin de la Unión Soviética y la dimisión de Mijaíl Gorbachov. Por la calidad de la escritura me recordó a La revolución rusa de Richard Pipes. En ambos libros, el lector, por supuesto, conoce el resultado final, pero están escritos con tanta habilidad que en muchos momentos clave uno casi se queda preguntándose por el camino que tomará la historia. El autor presenta al lector los conocimientos que tenían ante sí los actores en ese momento, no un conocimiento 20/20 de los acontecimientos posteriores. Así ayuda al lector a ver los acontecimientos tal y como se desarrollaron, y a apreciar mucho mejor las decisiones tomadas por los principales actores.

Si hubiera que hacer un reproche, es que Zubok rara vez emite juicios sobre los actores. Pero por los pocos casos en que lo hace, manejando a la perfección la ironía y los comentarios mordaces, sabemos que podría hacerlo, y seguramente bien, más a menudo. Quizá Zubok decidió contenerse para subrayar que el libro es un repaso cronológico imparcial de los acontecimientos. Pero, por citar otro precedente histórico, Tácito, en una cronología similar de la historia dramática, no se priva de juzgar a los actores con la severidad que merecen.

Aunque Zubok no lo dice explícitamente, el libro nos permite ver con claridad cómo cada una de las repúblicas soviéticas siguió un planteamiento idéntico de tres pasos para la secesión. Debo decir que leerlo no fue una novedad para mí porque conozco bastante bien el caso soviético, ya que lo he seguido de cerca y he leído bastante sobre el colapso, y también porque he viajado a la Unión Soviética y luego a Rusia. Y además porque el planteamiento en tres pasos es exactamente el mismo que siguieron las repúblicas yugoslavas en su (como entonces se llamaba eufemísticamente) “desvinculación” entre ellas.

El primer paso es la creación de un clima intelectual de agravios nacionales, ya tengan que ver con los derechos lingüísticos, el servicio en el ejército federal, la destrucción del medio ambiente o -el enfoque preferido- la explotación económica por parte de otras repúblicas. Ese primer paso llevó años, si no décadas. Fue realizado casi exclusivamente por disidentes nacionalistas blandos o duros. Los disidentes blandos eran Valentin Rasputin en Rusia, Dobrica Ćosić en Serbia y Dimitrij Rupel en Eslovenia. Eran “blandos” porque sus obras se publicaban, gozaban del estatus de celebridad (a menudo ganando mucho dinero en el proceso) y tenían un fuerte, aunque no declarado abiertamente, seguimiento entre las estructuras del partido comunista de su república. Los disidentes “duros” eran aquellos que, como Solzhenitsyn, fueron encarcelados o exiliados y cuyas obras no se publicaban.

El segundo paso se produce cuando estas opiniones procedentes del margen político pasan a ser aceptadas por las direcciones de los partidos comunistas de las repúblicas. Eso no es posible sin el debilitamiento simultáneo del centro. En Yugoslavia, la desaparición del centro, la llamada “deconstrucción” [demontaža en serbio] de la federación” comenzó con la Constitución de 1974. En la Unión Soviética, comenzó con las contraproducentes y mal pensadas reformas de Gorbachov.

Los líderes de los partidos de las repúblicas, a menudo inteligentes “animales políticos”, percibían que el poder del centro se erosionaba. En un sistema de partido único en el que nunca se han presentado a las elecciones, necesitaban una alternativa para reclamar legitimidad. Este es el punto en el que las ideologías del resentimiento y la queja se vuelven útiles. Si la gente está descontenta con la situación actual -les dicen los líderes nacionalistas de nuevo cuño- es porque la república ha sido explotada sin piedad durante años. La narrativa era exactamente la misma en todas las repúblicas soviéticas. Los países bálticos eran explotados por Rusia; Rusia era explotada por todos los demás porque proporcionaba gas y petróleo baratos; Ucrania era explotada porque sus alimentos se vendían casi a precio de saldo; Kazajstán nunca fue suficientemente apreciado por su producción de algodón; Eslovenia pagaba demasiados impuestos; los alimentos y la electricidad de Serbia estaban infravalorados; los ingresos turísticos de Croacia se resentían por la sobrevaloración de la moneda nacional.  En un entorno sin mercado, todo el mundo puede suponer que lo que produce debe venderse a los precios del “mercado mundial”, pero todo lo que compra debe seguir subvencionado por derecho.

Los dirigentes, hasta ayer todos comunistas ejemplares, se convierten ahora en heraldos nacionalistas. Boris Yeltsin pasa con facilidad de secretario del partido en Sverdlovsk y Moscú a campeón de la libre empresa; Leonid Kravchuk, de hábil manipulador soviético a defensor de la lengua ucraniana (que nunca habló antes); Heydar Aliev, de alto funcionario del KGB que detenía a disidentes a creyente en la democracia; Slobodan Milošević, de banquero del partido comunista a paladín de los derechos de los serbios; Milan Kučan, de apparatchik del partido comunista a lector sensible de la literatura disidente. El camino es casi perfecto: todos siguen el mismo manual.

El tercer paso es una ruptura definitiva. El partido comunista republicano que controla, a veces en su totalidad, el parlamento republicano decide que la república dejará de seguir las leyes federales cuando las considere perjudiciales para los intereses republicanos. Se apodera de todos los bienes federales en su territorio y deja de pagar impuestos federales o decide arbitrariamente lo que pagará. (Yeltsin negocia con Gorbachov como en un bazar otomano: “Te pagaré el 10%, vale, me pides el 15%, te daré el 12,5%, pero ni un céntimo más”).

La enormidad de tal movimiento es impresionante. La gente de las antiguas federaciones comunistas se había acostumbrado a ello en los años 80 y tales pronunciamientos se veían casi como algo normal. Para entender lo que significan, tomemos el caso actual de Cataluña o Escocia. Significaría que el parlamento catalán/escocés decidiría unilateralmente qué legislaciones emanadas de Madrid o Londres aceptará y cuáles no. Tomaría el control de las unidades del ejército estacionadas en Cataluña/Escocia. Todas las fuerzas policiales federales en su territorio seguirían en adelante únicamente las órdenes de Barcelona o Edimburgo. Los oficiales de policía y del ejército serían nombrados de nuevo si fueran leales al gobierno provincial, o despedidos en caso contrario. El parlamento provincial también tomaría el control de “bienes públicos” como la generación y redes eléctricas, el sistema ferroviario, las infraestructuras viarias, etc. Reduciría los impuestos que paga a Madrid o Londres a lo que considerase justo, o a cero. Y si fuera necesario, impondría, como las repúblicas bálticas y Serbia en 1989, aranceles o embargos a las mercancías procedentes del resto del país.

La deconstrucción de la federación parece hasta ahora muy ordenada, salvo por una cosa: las disputas territoriales. Yeltsin, que siempre fue partidario del secesionismo báltico y, en 90 de cada 100 ocasiones, de la independencia ucraniana, emitió sin embargo, dos días después del fallido golpe de agosto de 1991 y de su asunción de facto de plenos poderes, una declaración en la que afirmaba que Rusia no aceptaría fronteras arbitrarias trazadas por Lenin con Ucrania, diciendo que la nueva frontera debía seguir la línea exacta definida por Putin en su discurso de guerra de febrero de 2022 y a lo largo de la cual se ha librado la guerra durante los dos últimos años. Conflictos idénticos aparecieron en Azerbaiyán/Armenia, Moldavia, Georgia, Croacia, Bosnia y Serbia. Desde 1989 ha habido doce guerras en los territorios de la antigua Unión Soviética y Yugoslavia. Todas menos una fueron guerras por las fronteras.

El libro de Zubok termina en diciembre de 1991 y solo cubre algunas de estas guerras. Pero el mensaje escrito en la pared era muy claro, el descenso a la guerra inevitable.

Y uno puede preguntarse entonces: ¿dónde está la democracia en todo esto? La democracia es puramente ornamental. Se ve a la luz nacionalista, como en un movimiento por la autodeterminación y el fin de la explotación por parte de otros. La comunidad nacional es única y unánime. Si no se está de acuerdo con la unanimidad, entonces una persona no puede pertenecer verdaderamente a la comunidad nacional. Se trataba, como he argumentado antes en el contexto de Europa del Este en general (y no solo en el contexto de las federaciones comunistas de base étnica), de revoluciones de liberación nacional -fuera esa liberación verdadera o no-, no de revoluciones democráticas, como a muchos observadores les gustaba verlas en aquel momento. Esta lección es, en mi opinión, cada vez más evidente hoy en día: las guerras y las autocracias lo habían dejado claro.


Publicado originalmente en el Substack del autor.

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Branko Milanovic es economista. Su libro más reciente en español es "Miradas sobre la desigualdad. De la Revolución francesa al final de la guerra fría" (Taurus, 2024).


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