El Estado frente al crimen organizado: el dilema de la próxima presidenta

Las dos principales aspirantes a la presidencia han presentado ya sus planes de seguridad. Por desgracia, algunas de sus ideas han probado ser insuficientes para contener la violencia. ¿Qué hacer? ¿Por dónde empezar? Acaso lo más urgente, sostiene este ensayo, es evitar el colapso del Estado, que hoy se encuentra más debilitado que nunca.
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“Estados Unidos indagó acusaciones de vínculos del narco con aliados del presidente de México”. Así tituló el New York Times una nota que levantó las cejas en México en febrero de 2024. Mientras Fuente Ovejuna se llenaba del grito o el hashtag “narcopresidente”, los analistas mexicanos se pusieron sorprendentemente serios y llamaron a la mesura. Hasta el más crítico antilopezobradorista del periódico más opositor al régimen pidió cordura. La mayoría coincidió en que la estrategia del presidente contra el crimen organizado es claramente fallida, que sus frases y sus visitas son imprudentes, pero que 1) narco no es y 2) las publicaciones en medios estadounidenses que hablan de indagaciones entre sus cercanos en ningún momento aseguran que lo sea.

Yo coincido con quienes vierten mesura en el debate público, aunque llegue con gotero al océano de gritos. Sin embargo, me pregunto cómo sería tener un presidente narco. Es decir, ¿qué significa bien a bien eso de que en Palacio Nacional estuviera viviendo un traficante, un criminal? ¿Convertiría eso a México en un narco-Estado? ¿Estaríamos hablando del gobierno de los criminales? ¿O hablaríamos, en su lugar, de un presidente corrupto que podría ser sustituido por otro, no narco, a través de la renovación sexenal?

En el periodismo somos lingüísticamente disolutos (soy benévola) y los términos pegajosos se cuelan en artículos, notas, reportajes y entrevistas sin que haya definiciones claras o estirando demasiado la liga. Hablamos de indicios cuando hay indagatorias, de investigaciones cuando hay elementos desestimados, de gobierno norteamericano cuando hay fiscales locales, de la dea cuando algo asoma sobre el narcotráfico, de narco-ponga-aquí-un-sustantivo cuando huele a quemado.

El concepto de narco-lo-que-sea (manta, bloqueo, presidente, política) es particularmente manoseado y conduce a temer la narcoestatización, término horrible que encuentro en un libro célebre sobre el tema (Drug politics. Dirty money and democracies, de David C. Jordan) y que se define como la alteración de los mecanismos de fiscalización y control legal de una democracia liberal para permitir que quien verdaderamente ejerce el poder (los criminales) pueda seguir ejerciéndolo.

Un interesante artículo de Pierre-Arnaud Chouvy (“The myth of the narco-state”), publicado en Space and Polity, critica ferozmente esa y otras definiciones que hablan de infiltración, de presencia criminal en el Estado y de institucionalización del narco, con una buena pregunta: ¿cuánto de eso se necesita para dejar de hablar de un Estado corrupto, o débil, y acusar a Marruecos, Nueva Guinea, Corea del Norte o, en su caso, México, de narco-Estados?

¿Cuánta penetración? ¿Cuánto dinero? ¿Cuántos funcionarios? Si el presidente fuera narco y los jueces no, ¿hay narco-Estado? ¿Cuál es la diferencia entre que los funcionarios sean controlados por el crimen y que los funcionarios controlen –legal o ilegalmente– el mercado de drogas? ¿Es Uruguay un narco-Estado porque el gobierno es vendedor de mariguana legal? ¿O lo es porque hay vínculos probados entre el mercado negro actual de la droga y altos funcionarios? ¿O no lo es porque es precisamente la fiscalía de Uruguay la que persigue a esos políticos?

Hay que ver, primero, si hay Estado. Si hay autoridad capaz de poner reglas para todos y hacerlas cumplir; si esta autoridad tiene legitimidad interna y externa y si, además, puede obtener y usar las herramientas humanas y materiales para proveer de seguridad y algunos servicios.

Luego debemos tomar en cuenta algo relevantísimo: ¿hay planificación estatal sobre ese mercado de sustancias? ¿Presupuesto, infraestructura, agentes responsables, distribución del territorio? ¿Hay renta estatal, así como la puede haber del petróleo, por ejemplo? ¿Hay monopolio del Estado o agencias estatales preponderantes para darle prioridad a esa lucrativa actividad?

En México, a pesar de los muertos, a pesar de las estridentes aseveraciones académicas de quienes, desde 2003, veían en México un narco-Estado, no hay ni planificación estatal sobre el mercado ni venta por parte del Estado. Por ahora eso no existe, pero sí hay Estado. La autoridad es reconocida y no ha perdido la capacidad de disponer de herramientas humanas y materiales para hacerse cargo de la seguridad. Sucede, eso sí, que realiza extraordinariamente mal esta labor y eso provoca que haya serias dudas sobre su viabilidad futura.

La pregunta entonces no es si vivimos en un narco-Estado sino si el Estado mexicano está caminando hacia el colapso. Es decir, ¿las condiciones en las que opera hoy el crimen organizado en amplias zonas del país y no pocas esferas gubernamentales son una amenaza para la supervivencia del Estado mexicano? ¿Las decisiones gubernamentales agravan la situación institucional de la autoridad frente a la fuerza criminal? La pesadilla es que llegue un día en el que el erosionado Estado de derecho esté ausente, que el control territorial –ya perdido en cientos de municipios– se pierda en todo el país, que la policía no lleve a nadie ante los jueces, que el gobierno no pueda contar con una bolsa de recursos para mantenerse y dar servicios mínimos, y que no se sepa a quién acudir para pedir justicia o protección porque las autoridades fácticas (criminales o no) son inestables. Esa es la pesadilla. De hecho, esa es ya la descripción de muchos municipios del país, pero todavía existen autoridades legítimas y capaces… sin voluntad.

En 2008, un informe de la Secretaría de la Defensa Nacional titulado La Sedena en el combate al narcotráfico ponía el dedo sobre el renglón al advertir que la viabilidad del Estado mexicano estaba en riesgo. El informe lo hacía a partir de una numeralia y un mapeo de crímenes y criminales con fuerza de armas, más que con un diagnóstico institucional, y llegaba a sus conclusiones a partir de la dimensión y la tendencia de crecimiento que estaba adquiriendo el escenario criminal. Ese informe no es público, pero un resumen se puede encontrar en las páginas de Milenio de noviembre de ese año, en donde el periodista Ignacio Alzaga escribió lo siguiente: “La Sedena señala que el narcotráfico ‘pone en riesgo la viabilidad del país’ pues se trata de ‘una amenaza interna, actual y violenta que afecta los campos político, económico, social y militar’.”1 Los militares advertían de simbiosis con grupos armados desafectos al gobierno, incremento sustancial de niveles de violencia, aumento de presiones externas, nuevos frentes de combate y transformación de civiles y autoridades específicas en blancos de la delincuencia organizada.

El presidente Felipe Calderón enfrentó durante su sexenio (2006-2012) ese panorama no solo sin éxito sino con agravantes, pues con la forma en la que envió al Ejército a una guerra interna el mercado no disminuyó, los cárteles no fueron vencidos y la violencia aumentó. El presidente Enrique Peña Nieto (2012-2018) no cambió esencialmente la estrategia, aunque le pulió algunas aristas: legalizó la fuerza militar en la calle y dividió el país en cinco regiones para el combate. También fracasó. El actual presidente Andrés Manuel López Obrador puso el énfasis en la prisión preventiva, multiplicó los efectivos militares en la calle y priorizó el patrullaje sobre la investigación, detención o enfrentamientos. Los tres mandatarios inyectaron recursos millonarios a programas sociales, pero el monstruo no cedió.

He presentado un esfuerzo de síntesis sexenal que caricaturiza las estrategias, pero admito que hubo más elementos: hubo creación de fondos, cambio de fondos, descentralización, centralización, apoyo a policías locales, discusión sobre mando único, enormes debates acerca de derechos humanos, pasos en la legalización de sustancias y otros. Pero la estrategia del uso de la fuerza se llevó y se sigue llevando la atención primaria.

El gobierno de Estados Unidos también ha jugado un papel en esto, y la cooperación entre los dos gobiernos es relativamente reciente. La desconfianza nacional hacia la actitud injerencista del socio norteamericano había sido la regla. En 2008, con Felipe Calderón en la presidencia, el gobierno de nuestro país construyó con Estados Unidos un marco de colaboración llamado Iniciativa Mérida. ¡Quién no recuerda los agrios debates! No fue un trago fácil de pasar, pero se impuso y de 2008 a 2010 se recibieron 420.7 millones de dólares para soporte militar. Quiero decir, para equipo. Desde balas hasta helicópteros, pero no solo se trataba de eso. La idea era fortalecer el Estado de derecho y disminuir el tráfico de drogas. México se comprometía a combatir la corrupción interna y Estados Unidos a inhibir la demanda de droga y el flujo de armas.

Claramente, no funcionó. En 2011, los gobiernos pulieron el acuerdo y establecieron cuatro objetivos binacionales: combatir los cárteles transfronterizos, fortalecer las instituciones de justicia, crear una frontera del siglo 21 (sí, así dice) e impulsar sociedades sanas. Durante los siguientes años México transitó al sistema penal acusatorio, cosa que se hizo con dolor pero relativo éxito, mientras se atendían –muy débilmente, dicen los expertos– las capacidades de investigación del cuerpo de élite promesa: la Policía Federal. En 2019 ese cuerpo, en el que tanto se había invertido desde 2008, fue desmantelado e incorporado a un nuevo esquema militarizado: la Guardia Nacional. El Congreso norteamericano no lo vio con buenos ojos: ahí había millones de pesos gringos (y no pocos contactos bien aceitados).

En 2020, por órdenes de la DEA y acusado de narcotráfico, fue detenido en Estados Unidos el general Salvador Cienfuegos, secretario de la Defensa Nacional de 2012 a 2018. Sobra decir que Troya-Tenochtitlan ardió. El gobierno mexicano enfureció, las relaciones se tensaron, el general fue devuelto, absuelto y condecorado, y la cooperación bilateral cayó como nunca. Incluso se endurecieron leyes mexicanas para dificultar (supervisar mejor, decían) la labor de inteligencia estadounidense en México.

En 2021, Joe Biden intentó reparar lo roto y Andrés Manuel López Obrador fue el anfitrión del Diálogo de Alto Nivel sobre Seguridad México-Estados Unidos, del que nació un nuevo acuerdo: el Bicentenario. Los objetivos fueron tres: prevenir el crimen internacional, perseguir redes criminales y proteger a la gente. ¿Cómo? Bloqueando el flujo de armas, las cadenas de suministro, el tráfico humano y el dinero ilegal. Fortaleciendo agentes de justicia, facilitando extradiciones y promoviendo la salud de la población. Por supuesto, disminuyendo los homicidios. En 2023 entró la fase dos del acuerdo con énfasis en el combate al fentanilo, las armas ilegales y los cárteles transnacionales. Se pidieron 127 millones de dólares en 2022, 141.6 millones para 2023 y 111.4 millones para 2024. Las extradiciones importantes crecieron y en 2022 se duplicaron las de 2021.

Lo que quiero dar a entender con este recorrido es que los esfuerzos no han sido pocos y el tema no ha dejado de ser prioritario en la agenda gubernamental, pero los resultados no solo han sido insatisfactorios sino que el fenómeno se ha agravado y es posible que en el camino, con las decisiones tomadas, se haya debilitado al Estado mexicano.

Si el mismo grupo que hizo la prospectiva de la Sedena tuviera que sacar conclusiones hoy, lo tendría que hacer en un escenario que, desde la perspectiva oficial, solo detuvo la tendencia al alza. Desde afuera de palacio se ve mucho peor: los homicidios pasaron de 14 mil en 2008 a 30 mil 523 en 2023, mientras que las estimaciones del negocio de drogas en México pasaron de 10 mil millones de dólares a 121 mil millones en el mismo periodo,2 lo que significa que la violencia creció y los criminales hoy ganan más.

Para aumentar la leña de este fuego, es preciso admitir que ni la militarización ni el punitivismo ni los programas sociales han impedido que en vastas zonas de México no se cobre predial pero sí derecho de piso. Que no haya policías pero sí autodefensas. Que no se presenten candidatos a las elecciones locales o que estos sean asesinados o secuestrados. Que el crimen organizado detenga a otros criminales o pacte treguas arbitradas por la Iglesia católica. Todos esos son indicadores de la ausencia de autoridad legítima y capaz, pero no es que sean necesarias más pruebas: los gobernadores, los alcaldes y los policías dicen con todas sus letras que están rebasados. Mientras escribo esto, cuatrocientos trabajadores de la fiscalía del estado de Guerrero no acuden a trabajar por la inseguridad generada por un grupo inconforme. ¡En la fiscalía!

El siguiente sexenio será el de la señora presidenta. Ingeniera o doctora, la titular del ejecutivo debe cambiar la perspectiva hacia el crimen organizado y entenderlo como un dilema de Estado. Ante la urgencia en Guerrero, por ejemplo, el gobierno federal debe hacer fuertes a las autoridades, no suplantarlas con peores resultados. El coordinador de la Guardia Nacional anterior duró tres meses. El más reciente secretario de Seguridad, dos. Y la gobernadora no tiene herramientas propias (dinero, capacitación y respaldo de fuerza) ni para generar gobernabilidad con los normalistas que protestan con violencia ni para detener los homicidios ni para reconstruir el polo turístico que es Acapulco. No pretendo sugerir que se dé un cheque en blanco a los políticos locales; lo que busco decir es que se respalde y fortalezca al Estado mexicano en sus brazos locales, es decir, en las autoridades de los estados y municipios. Recuperar la legitimidad, la capacidad de acción y la facultad de proveer de seguridad.

Ambas candidatas a la presidencia han presentado ya su plan de seguridad. Ambas son partidarias del uso de soldados, aunque Gálvez pone el énfasis en el cambio de funciones (solo seguridad) y Sheinbaum en la coordinación con instancias estatales. Las dos tienen además un enfoque punitivista. Gálvez prioriza el combate a la extorsión (ahí caben desde el derecho de piso hasta las llamadas fraudulentas) mientras que Sheinbaum considera que debe endurecerse la pena. Xóchitl Gálvez busca una redistribución de recursos hacia fondos para policías, desaparecidos y víctimas; Claudia Sheinbaum hacia programas de jóvenes.

Todo esto ya se hizo, con resultados desiguales. El uso de soldados, con todo y su baño de sangre, tuvo un éxito efímero en Veracruz durante el gobierno de Calderón. Por un tiempo, la dignificación de la policía tuvo impacto positivo en Tijuana. En Ciudad Juárez los programas bajaron el número de feminicidios. Lamentablemente nada de esto ha durado, claramente no ha afectado el negocio y, sobre todo, no ha fortalecido a las autoridades en el largo plazo. Ni siquiera al Ejército.

Hablamos de muertos y de dolor, pero si lo traducimos a responsabilidad política, el verdadero dilema de los próximos gobiernos es revertir la debilidad institucional del Estado mexicano e impedir que colapse. ~


  1. Milenio, 28 de noviembre de 2008. Recientemente, lo trajo a la discusión pública el periodista Carlos Marín en su columna del 5 de marzo en el mismo diario. ↩︎
  2. Los homicidios son datos del Inegi, las estimaciones del negocio de 2008 y 2023 son de la Secretaría de Seguridad Pública y de Global Financial Integrity, respectivamente. ↩︎
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es politóloga y analista.


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