Dada la proliferación de textos de Pascal Quignard podríamos pensar que adolece de una suerte de compulsión polígrafa: hasta la fecha y desde 1969, entre ensayos y narrativa, ha publicado cincuenta obras. Si repasamos los últimos tres años la cifra asombra: en el 2005 aparecieron cuatro libros suyos (Les paradisiaques, Sordidissimes, Ecrits de l’ephémère, Pour trouver les Enfers). En el siguiente año, rescribió –añadiendo textos inéditos– cinco obras editadas por Galilée (L´enfant au visage couleur de la mort, Triomphe du temps, Ethelrude et Wolframm, Le petit Cupidon y Requiem) y la novela Villa Amalia (publicada en Francia por Gallimard y en España por Espasa). Durante el 2007, no sabemos si por contención o por agotamiento, Quignard sólo publicó, el pasado octubre, La nuit sexuelle (Flammarion), considerada como la segunda parte de su célebre ensayo El sexo y el espanto (Gallimard, 1994, Minúscula, 2005).
No cuestiono el interés y la calidad de los textos de Quignard, al que considero uno de los mejores escritores franceses del momento, pero tan profusa es su obra que plantea, a la hora de publicarla en España, dos problemas. El primero de ellos es su dispersión editorial (Debate, Versal, Espasa, Andrés Bello, El cuenco de plata, Funambulista, Minúscula, Arena, Elipsis) y el segundo, la tardanza en ser traducidos al español sus textos más recientes. Esta última cuestión afecta en especial a Sombras errantes, no sólo porque hace cinco años que se editó en Francia, sino porque constituye el primer volumen de un magno proyecto que Quignard ha titulado Dernier royaume y del que actualmente Grasset ya lleva editados otros cuatro ensayos (Sur le jadis, Abîmes, Les paradisiaques y Sordidissimes). Como es obvio, y si seguimos con las habituales pautas temporales de edición en nuestro país, los lectores en español sufrirán una grave discontinuidad en el seguimiento de esa insólita cadena ensayística.
Con Sombras errantes, Quignard obtuvo en el 2002 el premio Goncourt. Fue una concesión polémica, pues, en rigor, no constituía una novela (por ese motivo, Jorge Semprún, miembro del jurado, votó en contra de la obra). Ciertamente Sombras errantes, título que Quignard toma prestado de una partitura para clavecín de François Couperin compuesta en el siglo XVII, es un híbrido narrativo: coinciden apuntes autobiográficos, etimologías, reflexiones filosóficas, anotaciones históricas, leyendas… Todo ello en armónico y erudito concilio; en un fluir cadencioso y fascinante de palabras y personajes (Wen Bigu, Lucrecio, Han Yu, Petronio, San Bricio, Siagrio, Clodoveo, Descartes, Epicuro, Tanizaki, Monsieur de Saint-Cyran, Freud, Benjamín, Wittgenstein, Luis XVI…). Esa mixtura no supone el desorden de un cajón de sastre, sino que compone una unidad lógica de sentido al comunicar entre sí temas opuestos o de culturas distintas; ahondando “la distancia entre el acontecimiento y el lenguaje” y, sobre todo, significando lo que el orden de la normalidad considera márgenes de la existencia y de la historia canónica: derivas perversas (“lo que puede manchar”), ciertas tramas simbólicas, determinados ámbitos de lo sagrado, la inmaterialidad preformativa de los sueños y los mitos, algunos comportamientos transgresivos como la “anacoresis dirimente” (el aislamiento asocial e impugnador)…
La escritura de Quignard es casi ascética, sobria (algunos párrafos se despliegan como breves silogismos), contenida; aunque en ocasiones se desborda con vehemencia para precisar lo inefable: los trazos del silencio, el vértigo de Eros, la seducción que suscita el abismo, la incertidumbre que establecen los puntos de fuga en la significación del lenguaje… No hay retórica ni certezas en su discurso. La duda y el escepticis-mo (tributarias de sus lecturas de Marco Aurelio, Montaigne o Tchouang Tse) empapan la mayoría de sus escritos y conjuran su propio desconcierto. Escritura introspectiva (lo que no es óbice para que, en ocasiones, opine sobre hechos mundanos como los atentados del 11 de septiembre o la destrucción de los Buda de Banyan) y fragmentaria que compone, a la postre, una poética añorante y melancólica de la memoria (“El pasado remoto es el que conserva la energía de explosión más condensada”), una celebración de la vida (contra las pulsiones de muerte inherentes a nuestra abyecta civilización; en especial, la ecuménica y larvada guerra civil que encarnizadamente enfrenta entre sí a la especie) y un acto de re-conocimiento (“Quien no aprende de su pasado está condenado a repetirlo”).
¿Cómo denominar entonces esa heteróclita mezcla? ¿Narración novelada, compilación de minúsculos tratados (algunos de los cincuenta y cinco capítulos que componen la obra sólo contienen un párrafo), epítome o breviario? El propio Quignard rehuye toda clasificación de género (ensayo, relato, miscelánea…) calificando su quehacer como “Una pequeña visión moderna del mundo./ Una visión laica del mundo./ Una visión anormal del mundo […] Sólo busco pensamientos que estremezcan.” No obstante, la prima ratio de la obra –y de su ambicioso proyecto Dernier royaume (remoto e inmemorial territorio “donde se ha perdido el lugar perdido”)– es elucidar las distintas maneras en que nos afecta el Origen y cómo los ancestros –su inopinado legado sin testamento alguno– se encarnan en nosotros y son ineludibles (“Nadie salta por encima de su sombra./ Nadie salta por encima del origen./ Nadie salta por encima de la vulva de su madre”). Las sombras errantes que emanan de ese Antaño (el deseo sempitermanente insatisfecho, el recuerdo, el sentimiento de pérdida y ausencia, lo intangible, el horror y las latencias sexuales, el instinto de vida que se sedimenta en saber, los vínculos genéticos…) constituirán una realidad paralela que acompaña y determina todo devenir humano. Al cabo: “Somos los rastros de la anterioridad invisible”. ~