El cuarto y último capítulo de Los sentidos del tiempo. Apuntes desde el asombro comienza con una anécdota de infancia de Maldonado: descendiente de una familia de farmacéuticos, de niño se colaba en el laboratorio a mezclar productos y experimentar con las reacciones químicas que se producían en tarros que, quizá, habían pertenecido a su tatarabuelo. No es casual, pues, que ese profundo sentido de la curiosidad y esa fe en la intuición le hayan llevado a escribir este librito, en el que pasea entre citas y referencias que alimentan la pregunta acerca del sentido (“el porqué que sostiene cualquier cómo”, en sus propias palabras).
Hablamos de librito sin ninguna intención peyorativa: en efecto, Maldonado no aspira a la sistematicidad y extensión de un ensayo, sino a la frescura y ligereza de unos apuntes. Es una obra editada por La Caja Books que conmemora el centenario de una de las obras literarias que más profundamente ha abordado el problema del tiempo: La montaña mágica, de Thomas Mann. En ella, Maldonado encuentra a los dos arquetipos de una modernidad desencantada tras el fracaso del proyecto ilustrado. Entre el cientificismo de Settembrini y el misticismo mítico-religioso de Naphta, Maldonado se esfuerza por encontrar una tercera vía, una síntesis de lo mejor del pensamiento científico (la capacidad de seguir expandiendo el horizonte) y lo mejor del pensamiento mítico (la capacidad de dar un relato con sentido a esa expansión). Y es en el asombro, precisamente, donde el autor encuentra una inagotable fuente de impulso; un impulso que no se dirige a lo “claro y distinto” cartesiano, sino a la duda: aquello que nos mantiene en suspenso, en la apertura. Solo con el influjo del asombro podemos seguir caminando o, tal vez, paseando.
El paseo es un elemento fundamental en estos apuntes. Settembrini y Naphta alimentan sus disputas mientras caminan sin rumbo por los paisajes de Davos, y es así como Maldonado descubre su particular cronorrefugio en Arlés. Es gracias a su condición de flâneur que nuestro autor descubre el encanto de un lugar que antaño le disgustó. A fin de cuentas, el mayor regalo del tiempo es la perspectiva, tal y como refleja ese “Intermezzo arlesiano” que constituye el tercer capítulo del libro. Es en Arlés donde Maldonado redescubre el carácter profundamente temporal de todo monumento: aquello que así llamamos es el depositario de un sentido siempre abierto a la relectura. El arte que se constituye en monumento adquiere su significado en las coordenadas históricas y culturales que lo alumbran, pero está abierto a nuevas capas de sentido, como si se tratase de una pregunta siempre abierta –y, por lo tanto, una permanente invitación al asombro–. De ahí la apelación del autor a una “arqueología inversa”, tan bien ilustrada con la cita de Schrödinger: “la tarea no consiste tanto en ver lo que nadie ha visto todavía como en pensar lo que nadie ha pensado todavía sobre lo que todo el mundo ve”.
En esta apertura del pasado hacia un futuro de interpretaciones, Maldonado rechaza la nostalgia, fruto quizá de ese exceso de conciencia histórica que Nietzsche señalaba en su segunda consideración intempestiva. Aunque no abundan las citas al filósofo alemán en Los sentidos del tiempo, cuesta obviar que con lo que Maldonado lidia aquí es con una reconfiguración en la forma en que experimentamos el tiempo y la historia, algo que ya apuntaba Nietzsche con su recuperación del eterno retorno. Esta forma de experimentar el tiempo no tiene nada que ver con las teorías finalistas que han abundado en los últimos siglos, desde Hegel hasta Fukuyama. El (infundado) presentimiento de un fin de la historia protagoniza el inicio del segundo capítulo del libro, “El final de la grandeza”. Maldonado ilustra esa reconfiguración con la experiencia que tenemos de la historia cuando recuerda a su padre y su continuo salmo de “Pues en mi época…”. “¿Y cuál es mi época?”, se pregunta el autor, a quien solo le queda constatar que, tras ese juego de lenguaje, se esconde la pulsión de una generación que se sabe abocada a seguir caminando, aunque ya no sepa hacia dónde. Agotado el camino del relato mítico-trascendental (Naphta) y deshumanizado el del cientificismo técnico (Settembrini), Maldonado parece defender una especie de espiritualidad de corte spinozista, apenas mentada en una referencia a Einstein, pero que late en el resto de los Apuntes.
Consciente de la problemática de dotar de un sentido (o de sentidos) al tiempo, Maldonado encara la situación desde un “asombro doble” que da título al capítulo inicial. El asombro ante lo insólito de nuestro lugar en el cosmos, pero también el asombro ante la rutinización de nuestra existencia en medio de lo que debería maravillarnos. Ante el tedio de un progreso que, en su secularización, ya solo avanza por la inercia de una innovación que se justifica a sí misma, Maldonado trata de encontrar un sentido en la palabra escrita, tal vez el único refugio de esa curiosidad y esa intuición de la que él participaba cuando se colaba en la farmacia familiar a experimentar con los químicos, con la inocencia de quien sigue viendo algo mágico en la ciencia. Estos son, vistos en arqueología inversa, sus “apuntes desde el asombro”, un conjunto de notas que nos invitan a pasear; a veces en línea recta, a veces en círculos. Tal vez, el asombro es el único espacio más allá de ese “final de la grandeza” al que repetidamente alude el autor; es decir, el único lugar aún no conquistado por la ciencia y la técnica. Quizá salir de la rutina y llegar al asombro no sea tan difícil: puede que baste con dejar de caminar con frenesí y sin sentido y, simplemente, pasear.
Quico Enriles es doctorando en teoría de la literatura.