¿Es posible ser historiador de tu propia vida? ¿Verte a ti mismo como una figura en la multitud, como un miembro de una generación que compartió la misma porción de tiempo? No podemos evitar pensar en nuestras propias vidas como si fueran solo nuestras, pero si miramos con detenimiento, percibimos cuánto compartimos con desconocidos de nuestra edad y posición. Si pudiésemos olvidar un momento lo que era singular en nuestras vidas para concentrarnos en lo que experimentamos con todos los demás, ¿sería posible vernos bajo una nueva luz, menos dramática para nosotros mismos, pero posiblemente más verdadera? ¿Qué ocurre cuando dejo de utilizar “yo” y empiezo a utilizar “nosotros”?
¿De qué “nosotros” estamos hablando aquí? ¿Qué “nosotros” es mi “nosotros”? Un viejo chiste me viene a la mente. El Llanero Solitario y Tonto están rodeados por guerreros indios. La situación es grave. El Llanero Solitario se gira hacia su compañero: “¿Y qué hacemos nosotros ahora?” Tonto responde: “¿Qué quieres decir con ‘nosotros’, hombre blanco?” El “nosotros” al que me refiero y pertenezco es la clase media blanca de mi generación, nacidos entre 1945 y 1960, y mi pregunta es qué hicimos con nuestros privilegios, y, una vez que los entendemos como tales, qué hicimos para defenderlos.
Fuimos, por un tiempo, notorios. Fuimos la mayor cohorte de nacimientos en la historia. Constituimos más de la mitad de la población y detentamos todo el poder, nos apropiamos de toda la riqueza que pudimos, escribimos las novelas que la gente leía, hicimos las películas de las que se hablaba, decidimos el destino político de naciones. Ahora todo eso ha llegado a su fin casi por completo. Cada año desaparecen más miembros de nuestra generación. Nos hemos encogido hasta constituir un cuarto del total de la población, y el poder se nos está escurriendo de las manos, si bien dos de los nuestros, ambos presidentes, se están preparando para dar la batalla final. Para ellos será un último adiós, pero para nosotros también, un símbolo de cuán implacablemente nos aferramos, aunque se nos haya acabado el tiempo.
Los mayores de nosotros nacieron cuando Harry Truman estaba en la Casa Blanca, Charles de Gaulle en el palacio del Elíseo, Konrad Adenauer en la cancillería en Bonn, Jorge VI en el trono del palacio de Buckingham y Iósif Stalin en el Kremlin. Fuimos los felices vástagos de un maremoto de amor y deseo, esperanzas y sueños que inundó un mundo arruinado después de una década de depresión y guerra. Mis padres, nacidos ambos durante la Primera Guerra Mundial, se conocieron en Londres durante la Segunda, dos canadienses que trabajaban ahí, mi padre en la Alta Comisión Canadiense, mi madre en la inteligencia militar británica. Habían sobrevivido al Blitz y los misiles V-2, se habían enamorado de otras personas y al final de la guerra decidieron regresar a Canadá y casarse.
Una vez cometí el error de decirle a mi madre que envidiaba su experiencia durante la guerra. Había tragedia en ella y la tragedia, a un niño, le parece atractiva. Me paró en seco. No fue así, me dijo dulcemente, yo no había entendido nada. Ella sabía lo que significan la desolación y la pérdida, y quería evitárnoslas a mi hermano y a mí todo lo que pudiese. Veo ahora que su reticencia era característica de toda una generación: por ejemplo, las mujeres de los escombros en Berlín, Hamburgo, Dresde y otras ciudades alemanas que despejaban los escombros con sus propias manos y nunca hablaban sobre haber sido violadas por soldados rusos; los sobrevivientes de los campos de exterminio que ocultaban el tatuaje en su antebrazo; las mujeres que iban a la Estación del Este de París en el verano de 1945, esperando, muchas veces en vano, dar la bienvenida a amantes y esposos demacrados que regresaban de la deportación. Mi madre era una de las que esperaron a un hombre que no logró regresar. Fue una presencia silenciosa en casa durante toda mi infancia, el hombre con el que ella se habría casado si no hubiera muerto en Buchenwald. Se guardó su tristeza y encontró a otra persona –mi padre– y trajeron nueva vida al mundo.
Soy hijo de su esperanza y he llevado su optimismo conmigo toda mi vida. Además de esperanza, también nos dieron las casas y apartamentos donde dimos nuestros primeros pasos, las escuelas y universidades que nos educaron, la red de autopistas que todavía utilizamos, el sistema internacional –Naciones Unidas, la OTAN y las armas nucleares– que aún nos mantiene fuera de otra guerra mundial, el transporte aéreo masivo que encogió el mundo, el alunizaje que nos hizo soñar una vida más allá de nuestro planeta y las inversiones gubernamentales en computación en las décadas de 1940 y 1950 que llevaron en la década de 1990 al ordenador portátil, internet y el equivalente digital de la biblioteca de Alejandría en nuestros teléfonos. Los pioneros digitales de mi generación –Jobs, Wozniak, Gates, Ellison, Berners-Lee y varios más– crearon nuestro mundo digital sobre las inversiones públicas hechas por la generación anterior.
Gracias a los hospitales y clínicas que construyeron nuestros padres, los grandes avances médicos que convirtieron enfermedades mortales en padecimientos manejables, junto con nuestras quisquillosas dietas y el culto al ejercicio, y el hecho de que no fumemos o bebamos como ellos, viviremos más tiempo que ninguna otra generación hasta ahora. Tomo pastillas que no existían cuando mi padre estaba vivo y que habrían prolongado su vida. Puede ser que la medicina sea el último campo en el que aún se cree en el progreso. Los noventa, nos prometen nuestros entrenadores personales, serán los nuevos setenta. Lo cual está bien, pero hace que me pregunte cómo será eso de seguir y seguir y seguir.
Nuestro tiempo comenzó con la luz de mil soles sobre Alamogordo, Nuevo México, en julio de 1945. Está llegando a su fin en una era tan violenta y caótica que nuestras predicciones sobre el estado del mundo no parecen tener sentido. Pero es inútil preocuparse por eso ahora. Hemos vivido tantos cambios disruptivos que para nosotros se ha vuelto algo banal.
Mi primer trabajo de verano fue en una agencia de noticias que retumbaba con el sonido de máquinas de escribir y telégrafos que repiqueteaban a toda velocidad, junto a un cuarto de prensa donde los tipos de plomo pasaban a través de un conducto de la máquina del cajista al cuarto de composición tipográfica, donde las manos de los tipógrafos que unían las páginas estaban negras de carbón, grasa y tinta. Muchas décadas después, sentado en una habitación limpia de mi casa, con la mirada fija en la pantalla del ordenador, me resulta fácil ponerme de mal humor al ver cuánto ha cambiado todo.
Pero lo que no cambió en nuestro tiempo, lo que permaneció tercamente igual, puede ser tan importante como lo que sí cambió. The New York Times contó hace poco que en Estados Unidos nuestro grupo de edad, ante los primeros avisos de su mortalidad, está transfiriendo billones de dólares de bienes raíces, acciones, bonos, casas en la playa, muebles, pinturas, joyas, todo ello, a nuestros hijos y nietos. El periódico la llamó “la mayor transferencia de riqueza de la historia”. Estamos elaborando testamentos para traspasar la estabilidad burguesa que gozamos a la siguiente generación. Es un tema tan viejo como las novelas de Thackeray y Balzac. El hecho de que podamos transferir una suma tan asombrosa –¡84 billones de dólares!– nos dice que la verdadera historia de nuestra generación puede ser la historia de nuestras propiedades. Es lo que ha dado una continuidad profunda e invisible a nuestras vidas.
Nuestro privilegio cardinal fue nuestra fortuna, y la tenacidad con la que la hemos defendido puede ser la verdadera historia de la gente blanca de mi generación. Digo tenacidad porque sería superficial asumir que se logró sin esfuerzo o de modo universal. Desde nuestra infancia a nuestros tiernos veinte años, nos acunó el mayor boom económico de la historia del mundo. Crecimos, como Thomas Piketty ha mostrado, en un periodo en el que las disparidades en los ingresos, debidas a la depresión y los impuestos de los periodos de guerra, se comprimieron drásticamente. Tuvimos infancias despreocupadas y sin vigilancia, lo que resulta difícil de explicar a nuestros hijos: tardes suburbanas en las que entrábamos y salíamos de las casas de los amigos, y todas las casas se parecían, y nadie cerraba con llave. Cuando alcanzamos la edad adulta, pensamos que ya habíamos llegado, y de pronto la subida se hizo más escarpada. El boom de la posguerra se detuvo de manera brusca con la crisis petrolera de principios de los setenta y nos dejó luchando contra un telón de fondo de inflación creciente y salarios reales estancados. Solo unos pocos entre nosotros –Bezos, Gates y los demás– tuvieron éxitos sorprendentes con las nuevas tecnologías que justo entonces comenzaban a difundirse.
Muchos de los que no nos hicimos multimillonarios nos atrincheramos en profesiones asalariadas: leyes, medicina, periodismo, medios de comunicación, academia y gobierno. Invertimos en bienes raíces. Esas casas y apartamentos que compramos cuando estábamos comenzando terminaron dando rendimientos impresionantes. La modesta vivienda de tres habitaciones que mis padres compraron en una calle arbolada de Toronto en la década de 1980 había triplicado su valor cuando mi hermano y yo la vendimos a principios de la década del 2000. Él vivió de ese ingreso hasta su muerte y lo que queda irá a mis hijos.
Los bienes raíces nos ayudaron a guardar las apariencias, pero, por extraño que parezca, también lo hizo el feminismo. Cuando las mujeres inundaron el mercado laboral, ayudaron a sus familias a navegar la gran estanflación de la década de 1970. Gracias a ellas, dos ingresos llegaban a nuestros hogares. También tuvimos menos hijos que nuestros padres y los tuvimos más tarde. El control de la natalidad y el feminismo, junto con el trabajo duro, nos mantuvieron a flote. Nada de eso fue fácil. Hubo lágrimas. Nuestros matrimonios colapsaron con más frecuencia que los matrimonios de nuestros padres, y tuvimos en consecuencia que inventar todo un paquete nuevo de acuerdos –padres solteros, familias gays, parejas y cohabitación sin matrimonio– cuyo efecto en nuestra felicidad puede haber sido ambiguo, pero que las más de las veces nos ayudó a mantener un nivel de vida de clase media.
Por supuesto, hubo un lado más oscuro –quiebras, deudas, abusos dentro del matrimonio, adicciones a drogas o al alcohol y suicidios–. Todos los grandes novelistas de nuestra época –Updike, Didion, Ford, Bellow y Cheever– hicieron arte a partir de nuestros episodios de descontrol y desilusión. Lo que fue distintivo es cómo comprendimos nuestro propio fracaso. Cuando éramos jóvenes, en la década de 1960, muchos de nosotros condenamos el “sistema”, aunque la mayoría éramos sus beneficiarios. Conforme fuimos envejeciendo, nos deshicimos de las excusas abstractas e ideológicas. Los que fracasaron, los que se cayeron de la escalera y resbalaron hacia abajo, asumieron la culpa, mientras que los que tuvimos la suerte de tener éxito pensamos que nos lo habíamos ganado.
De modo que, como comprendieron nuestros grandes novelistas, la verdadera historia de nuestra generación puede relatarse como la historia de nuestras propiedades, nuestra satisfacción al adquirirlas, nuestro autocastigo cuando las perdimos, la saga familiar que habitó en todas nuestras viviendas, desde pieds-à-terre urbanos hasta ranchos suburbanos, los coches en nuestras entradas, las baratijas que acomodamos en nuestros estantes y los cuadros que colgamos en nuestras paredes, la exuberante variedad de vidas eróticas que tuvimos dentro de esas casas, y la riqueza que esperamos transmitir a nuestros hijos.
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Soy consciente de que semejante relato de mi generación deja mucho fuera, hasta cierto punto de un modo indignante. Sucedieron muchas más cosas entre 1945 y el presente, pero para el resto de esa historia –la descolonización de África y Asia, que hizo época, la formación de nuevos Estados, las sangrientas batallas por la autodeterminación, el colapso de los imperios europeos, el asombroso ascenso de China–, el verdadero privilegio imperial de aquellos con la suficiente suerte de haber nacido en América del Norte y Europa occidental fue que pudimos permanecer como espectadores del grandioso y violento espectáculo. Allá fuera, en el ancho mundo, la tormenta de la historia levantaba torbellinos de polvo, zarandeaba y estrellaba las esperanzas humanas, barría fronteras, tumbaba tiranos, instalaba nuevos y destruía a millones de inocentes; pero nada de eso nos tocaba. No debemos confundirnos con la gente cuyo infortunio provocó nuestra compasión. Para nosotros, la historia fue un deporte de espectadores que podíamos ver en los telediarios de la noche y luego en nuestros teléfonos móviles. La historia de allá fuera nos dio amplias oportunidades para tener opiniones, ofrecer análisis y vender nuestros profundos pensamientos para ganarnos la vida, pero nada de ello nos amenazaba o nos forzaba realmente a comprometernos o a posicionarnos. Porque estábamos a salvo.
La seguridad hizo que algunos de nosotros nos volviéramos inquietos y deseáramos acercarnos a la acción. Fui uno de los que salieron para aventurarse a ser testigos de la historia, en los Balcanes, en Afganistán, en Darfur. Hicimos películas, escribimos artículos y libros, buscamos despertar las conciencias en nuestros países y cambiar las políticas en las capitales del mundo. Nos enorgullecimos de estar cerca de la acción. ¿No había dicho Robert Capa, el gran fotógrafo que murió cuando pisó una mina en Vietnam, que, si tus fotografías no eran buenas, era porque no estabas lo suficientemente cerca? Así es que nos acercamos. Incluso nos dispararon.
En la década de 1990, hice seis películas para la BBC acerca del nuevo nacionalismo que entonces redibujaba los mapas del mundo tras el colapso de la Unión Soviética. Puedo afirmar que no había nada más emocionante. Un paramilitar serbio, a quien había entrevistado en las ruinas de Vukovar, en el este de Croacia, en febrero 1992, disparó al azar dos tiros a la camioneta del equipo cuando nos alejábamos, y más tarde otro grupo de combatientes ebrios nos arrebataron las llaves de la camioneta, nos detuvieron y nos interrogaron durante una inquietante hora, hasta la llegada de unos soldados de Naciones Unidas lo suficientemente bien armados como para no admitir más discusiones. Tuve otras aventuras en Ruanda y en Afganistán, pero los Balcanes fue lo más cerca que estuve de experimentar la historia como la vasta mayoría de los seres humanos la viven: con vulnerabilidad. Esos episodios de peligro fueron breves. Teníamos billetes de ida y vuelta para salir de la zona de peligro. Para nuestra comodidad, si la historia se acercaba demasiado, podíamos subirnos a nuestros Toyota Land Cruisers y largarnos de ahí. No puedo sentirme culpable de mi impunidad. Era innata a la relación de nuestra generación con la historia.
Cualquiera que se aventurara en las zonas de peligro en la década de 1990 sabía que el cuento de hadas de Francis Fukuyama según el cual la historia había terminado con la victoria final de la democracia liberal contenía errores. Ciertamente, no era así en Srebrenica o Sarajevo. La historia no había terminado. Nunca terminó. Nunca lo hace. De hecho, nos llevó al borde del abismo varias veces: en la crisis de los misiles cubana; cuando asesinaron a King y a los Kennedy; en esas primeras horas después del 11 de septiembre; y más recientemente durante la insurrección del 6 de enero de 2021, cuando la violencia salvaje puso en peligro la república de Estados Unidos. En esos momentos experimentamos la historia como algo vertiginoso. El resto del tiempo, pensamos que estábamos seguros dentro del “orden internacional liberal basado en normas”. Después de 1989, podías pensar que eso era lo que estábamos construyendo: con las ONG por los derechos humanos, los tribunales penales internacionales y la transición a la democracia en tantos lugares. Lo más esperanzador era Sudáfrica. En realidad, en la mayor parte del mundo había pocas reglas y poco orden, pero, a los que estábamos en el Occidente liberal democrático, eso no nos impidió pensar que podíamos extender a los demás la impunidad de la que gozábamos. Creíamos firmemente en ese supuesto orden, garantizado por el poder estadounidense, porque nos había otorgado una dispensa de por vida ante la crueldad y el caos de la historia, y porque era más atractivo moral y políticamente que las alternativas. Ahora mi generación contempla el colapso de esta ilusión, y albergamos un pensamiento culpable: será mejor que nos vayamos.
Una neblina provocada por los incendios forestales de Canadá flota sobre nuestras ciudades. Regiones completas del mundo –los olivares del sur de España, el suroeste estadounidense, el interior australiano, las regiones del Sahel en África– se están calentando demasiado para que haya vida en ellas. Los arrecifes coralinos de Australia, antaño un prodigio submarino de color, son ahora gris-muerte. En el Pacífico hay una masa flotante de botellas de plástico tan grande como el ancho mar de los Sargazos. Mi generación ya no puede hacer gran cosa al respecto, pero somos conscientes de que debemos la riqueza que estamos traspasando a nuestros hijos a la buena vida durante el glorioso mediodía de los combustibles fósiles.
Al menos, nos gusta decir, nuestra generación despertó antes de que fuera demasiado tarde. Leímos Primavera silenciosa y prohibimos el DDT. Creamos el Día de la Tierra en 1970 y convertimos en talismán esa foto increíble de la Tierra verde-azul tomada por el astronauta William Anders cuando flotaba en el espacio. Descubrimos el agujero en la capa de ozono y logramos la aprobación del Protocolo de Montreal que prohibía las sustancias químicas que lo causaban. Dimos inicio a la industria del reciclaje y aprobamos una ley que redujo la contaminación proveniente de nuestras pilas y tubos de escape; fuimos pioneros en la energía verde y en tecnologías para nuevas baterías. Nuestra generación cambió el vocabulario de la política y generalizó el tema del medioambiente como preocupación política. Conceptos como la “ecosfera” y los gases de efecto invernadero eran desconocidos cuando teníamos la edad de nuestros hijos. Vimos nacer casi por completo la ciencia moderna sobre el clima. Con el conocimiento vino alguna acción, que incluyó esas conferencias sobre el clima de la onu, masivas y pesadas.
Miren, decimos con esperanza, la transición energética está en curso. Miren esos aerogeneradores, esas granjas solares. Miren todos esos coches eléctricos. Es algo, ¿no? Pero somos como acusados que promueven un perdón por circunstancias atenuantes. La crisis climática es más que un reproche a la historia de la propiedad y el consumo de nuestra generación. Es también una crítica de nuestra tendencia a hacer pronunciamientos radicales grandilocuentes que acaban convertidos en un tímido gradualismo. Los activistas ambientales que pegan las manos a las carreteras para detener el tráfico y manchan tesoros de arte con kétchup están tan cansados de nuestras excusas como nosotros de su acción política basada en gestos.
Nuestros hijos nos hacen responsables del mundo dañado que les vamos a dejar y nos reprochan los privilegios que van a heredar. Mi hija me dice que, en sus doce años de vida laboral como productora teatral en Londres, ha tenido tantas entrevistas de trabajo que ha perdido la cuenta. En mis cincuenta años de vida laboral, mis entrevistas de trabajo se cuentan con los dedos de una mano. La dura competencia que su generación da por obvia es ajena a mí. El privilegio, la simple suerte y la protección que para mí fueron naturales están a años luz de la monotonía que es normal para su grupo de edad. Hace poco me dijo: nos habéis dejado vuestras expectativas, pero no vuestras oportunidades.
Como muchos de su generación, creció entre padres que se separaron cuando era pequeña. Como otros padres de mi generación, yo creía que el divorcio era una elección entre males: permanecer en un matrimonio que se había quedado vacío y sin amor, o encontrar la felicidad en un nuevo amor y, en la medida de lo posible, intentar compartirla con los niños. Incluso mis hijos dicen que resultó la mejor opción, pero no puedo olvidar sus caras asustadas y llorosas cuando les dije que me iba. Estos asuntos personales, que en otras circunstancias deberían mantenerse en privado, pertenecen a la historia de una generación que experimentó la revolución sexual de la década de 1960 y que de ella tomó una retórica autojustificatoria sobre la necesidad de ser auténtico, de seguir tus verdaderos sentimientos y, ante todo, de ser libre.
Nuestros hijos nos juzgan, como nosotros juzgamos a nuestros padres. En ese entonces, exigimos que nuestros padres nos explicaran cómo habían permitido que el complejo militar-industrial nos arrastrara a Vietnam. Nos manifestamos contra la guerra porque pensamos que traicionaba los ideales estadounidenses, e incluso un canadiense sentía que esos ideales también eran los suyos. Aquellos más a la izquierda ridiculizaban nuestra inocencia. ¿Acaso no entendíamos que “Amérika” nunca ha tenido ideales que perder? Hubo momentos, especialmente después del tiroteo contra estudiantes de la Universidad Estatal de Kent, donde casi estuve de acuerdo con ellos.
Era yo un estudiante universitario en Harvard cuando en enero de 1973 fuimos en autobuses a Washington para asistir a una manifestación contra la segunda toma de posesión presidencial de Nixon. Fue una manifestación inmensa y no cambió nada. Posteriormente algunos de nosotros nos refugiamos en el monumento a Lincoln. La desilusión y la fatiga sucedieron a la rabia justiciera. Aún puedo recordar la desesperanza que sentimos sentados a los pies de Lincoln. Dos años y medio después, sin embargo, los helicópteros evacuaban a los últimos rezagados del techo de la embajada estadounidense en Saigón, así que sí logramos algo.
Los veteranos de Vietnam regresaron dañados en alma y cuerpo, mientras que los radicales con los que me manifesté terminaron con buenos trabajos en la Ivy League. ¿Fue entonces Vietnam lo que hizo que empezara a resquebrajarse el imperio? La idea de que Vietnam marcó el fin del “siglo americano” sigue siendo una narrativa que nuestra generación utiliza para comprender nuestro lugar en la historia. ¡Contemplen lo que logramos! A día de hoy forma parte de la sabiduría convencional, ¿pero realmente alguien sabe algo?
El coloso sigue cabalgando sobre el mundo. Las principales tecnologías digitales de nuestro tiempo siguen siendo propiedad de estadounidenses; Silicon Valley conserva su lugar predominante en las fronteras de la innovación. Estados Unidos gasta en defensa 800 mil millones de dólares, dos veces y media más que sus aliados europeos y China. Los aliados de Estados Unidos todavía no dan por sí mismos un paso importante sin el visto bueno de Washington. Nadie en el mundo ama a Estados Unidos como se hacía en los años dorados de Louis Armstrong, Ella Fitzgerald, Walt Disney y Elvis Presley; la hegemonía universal de la música americana, principalmente bajo la forma del rap y el hip hop, ya no le granjea muchos amigos a Estados Unidos. Y, sin embargo, Estados Unidos aún tiene el poder de atraer aliados y disuadir enemigos. Ya no es la única potencia hegemónica del mundo, y no puede salirse con la suya como acostumbraba, pero puede que eso no sea malo. Las historias sobre el declive estadounidense nos dan la ilusión de que sabemos en qué dirección va el tiempo y alientan en nosotros cierta conformidad. El fatalismo es relajante. La verdad es que no tenemos la menor idea. La verdad es que aún debemos tomar decisiones.
Perdura la hegemonía estadounidense, pero la crisis doméstica de raza, clase, género y región que llegó a un punto crítico por primera vez cuando teníamos veinte años hoy sigue polarizando nuestra vida política. Cuando la década de 1960 pasó a la de 1970, hubo momentos, en Estados Unidos pero también en Europa, en que la izquierda tuvo la esperanza de que la revolución era inminente y la derecha se atrincheró para defender sus evanescentes verdades. Los asesinatos de Martin Luther King Jr. y Robert Kennedy, seguidos de la violencia policial en la Convención Demócrata de Chicago en agosto de 1968, llevaron a algunos de mi generación –Kathy Boudin, Bernardine Dohrn, Bill Ayers, los nombres tal vez ya no significan mucho– a pasar de los derechos civiles liberales y la protesta contra la guerra de Vietnam a la política revolucionaria a tiempo completo. Lo que siguió fue una espiral de bombas, robos a mano armada, tiroteos que mataron a policías y largas condenas de cárcel para los responsables. Décadas después conocí a Bernardine Dohrn en la Escuela de Derecho de Northwestern: aún era radical, todavía llevaba tras de sí el encanto escabroso de un pasado revolucionario, pero ahora era una elegante profesora de derecho. Su itinerario, de la revolución a la titularidad académica, fue un camino que muchos emprendieron, y no solamente en Estados Unidos. En Alemania, la generación que confrontó a sus padres sobre su pasado nazi engendró un cuadro revolucionario –la banda Baader-Meinhof y la Facción del Ejército Rojo– cuyos miembros acabaron muertos, en la cárcel o en la academia. En Italia, la confrontación de mi generación con sus padres terminó en “los años de plomo”: bombas, asesinatos políticos, cárcel y, de nuevo, vidas posrevolucionarias en la academia.
Aquellos de nosotros que atravesamos esos tiempos violentos conseguimos trabajo y familia y nos asentamos en una vida burguesa, y ahora nos parecemos a los personajes del final de La educación sentimental de Flaubert, preguntándonos cómo nos afectó una revolución fallida. Para algunos, la década de 1960 nos dio los valores que defendemos a día de hoy, mientras que para otros fue el momento en que Estados Unidos perdió el rumbo. Seguimos discutiendo, pero en ambos bandos lo hacemos, a gritos, desde profesiones seguras y trabajos a tiempo completo. Nadie, por lo menos hasta la aparición de los Proud Boys, quiere ya una revuelta. Lo que nos cambió, fundamentalmente, es que en la década de 1970 nos asustamos a nosotros mismos.
De modo que nos conformamos con la estabilidad como sustituto de la revolución, si bien tendríamos que darnos a nosotros mismos algún crédito por haber puesto fin a una guerra injusta y por sacar el sistema político fuera del consenso cómplice de la década de 1950. A mi generación de blancos liberales también le gusta atribuirse el mérito de los derechos civiles, pero la verdad es que la mayoría de nosotros vimos el drama por la televisión, mientras que fueron los negros quienes pelearon y murieron. De todos modos, nos enorgullecemos de que, en nuestra época, en 1965, Estados Unidos avanzara, a un ritmo sostenido durante mucho tiempo, hacia una democracia para todos los estadounidenses. Nuestro orgullo es vicario, y eso acaso significa que no es realmente sincero. El otro error que cometimos fue creer demasiado pronto que bastaba con una victoria formal. Creímos que la revolución por los derechos civiles de nuestra época significaba el fin de la historia de la justicia racial en Estados Unidos, cuando en realidad era apenas el principio.
El ajuste de cuentas con el tema racial se convirtió en el hilo conductor del resto de nuestras vidas. Crecí en una Toronto que era abrumadoramente blanca. Lo que nosotros llamábamos diversidad eran los barrios habitados por inmigrantes portugueses, italianos, griegos o ucranianos. Los demógrafos dicen ahora que, si vivo el tiempo suficiente, perteneceré pronto a una minoría en la ciudad donde nací. Por mí está bien, pero me ha hecho darme cuenta de que nunca había comprendido cuánto dependía mi privilegio de mi raza. Mis amigos de la adolescencia y yo nunca pensamos en nosotros mismos como blancos, ya que lo blanco era todo lo que conocíamos. Ahora, cincuenta años después, somos altamente conscientes de nuestra blancura, pero seguimos viviendo en un mundo mayoritariamente blanco. Al mismo tiempo, se cuestiona la autoridad de ese mundo como nunca antes, defendida como un último reducto de seguridad por conservadores asustados y motivo de interminables disculpas por parte de liberales y progresistas.
Algunos blancos, frente a estos desafíos a nuestra autoridad, defienden la empatía, sostienen que la raza no es el límite de nuestra solidaridad, mientras que otras personas blancas dicen “al diablo con la empatía” y votan para make America great again. Los liberales tienen razón cuando insisten en que la identidad racial no debe ser una cárcel, pero la defensa de la empatía es también una manera de no soltar nuestros privilegios y de a la vez pretender que aún podemos comprender vidas que la raza hizo diferentes a las nuestras. Aunque yo no considero el color de mi piel como el límite de mi mundo, o como el más significativo de mis rasgos, puedo entender que otras personas lo hagan.
Y tampoco es que mi blancura haya sido mi único privilegio, ni siquiera la fuente de todos los otros. Un inventario de mis ventajas, algunas ganadas, la mayor parte heredadas, incluirían ser hombre, heterosexual, educado, con una buena casa, bien mantenido y provisto, con una esposa a quien le importo, hijos que todavía quieren verme, padres que me quisieron y me dejaron en una posición segura. Soy ciudadano de un país próspero y estable, soy hablante nativo de la lengua franca del mundo y gozo de buena salud.
Solía pensar que todo eso me hacía especial. Es el efecto que tienen los privilegios. Ahora veo que gran parte de mis privilegios los comparto con los de mi clase y mi raza. No soy tan especial a fin de cuentas. También veo ahora que, aunque los privilegios conferían ventajas, algunas de ellas injustas, también traían desventajas. Me cegaron frente a la experiencia de otras personas, frente a su vergüenza y su sufrimiento. Los privilegios de mi generación también me dificultan ver hacia dónde puede estar dirigiéndose la historia. Mi experiencia omite la mayor parte del planeta fuera del Atlántico norte precisamente en el momento en que la historia puede estar mudando su capital al este de Asia para siempre, dejando atrás una cultura –en Europa, donde vivo– de museos, recriminación y decadencia. Hay muchas cosas aquí que aprecio, pero no puedo evitar una sensación crepuscular, y me pregunto si la gran caravana sigue avanzando, fuera de mi vista, allá en la distancia.
Todo el mundo alcanza la autoconciencia demasiado tarde. Esta nueva conciencia del privilegio, por tardía que sea, es tal vez el cambio más importante que la historia haya operado en mi generación. Lo que para nosotros era natural, nuestro por herencia o derecho, es ahora un conjunto de circunstancias que debemos comprender, o por el cual nos debemos disculpar, o que debemos defender. Y lo defendemos. Moralizamos nuestras instituciones –universidades, hospitales, despachos de abogados– como meritocracias, cuando con demasiada frecuencia eran tan solo cotos para gente como nosotros. Cuando nos desafiaron, abrimos nuestras profesiones para hacerlas más diversas e inclusivas, y eso nos hace sentir mejor sobre nuestros privilegios, porque los extendimos a otros. La “inclusión” está bien, mientras no sea una coartada para que otras exclusiones se perpetúen.
Conforme la gente blanca como yo se acerca de mala gana a la jubilación, nuestros privilegios permanecen intactos. Nuestra parte de ese dinero –los 84 billones de dólares– que vamos a traspasar a la siguiente generación nos dice que hemos preservado el privilegio que más importa: transmitir poder a nuestros familiares y amigos. Es la hora del cierre y rabiar contra la muerte de la luz es una pérdida de tiempo. Lo que importa ahora es hacer una salida airosa combinada con una planificación patrimonial prudente.
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No todos los privilegios se limitan a las categorías de fortuna, raza, clase o ciudadanía. He estado guardando el más importante de mis privilegios para el final.
Está profundamente escondido en mi memoria más temprana. Tengo tres años, llevo pantalón corto y una camiseta, estoy en la calle P en Georgetown, en Washington dc. La calle P era donde mis padres alquilaron una casa cuando mi padre trabajaba como joven diplomático en la embajada canadiense. Es un día de primavera, con magnolios en flor, brillante luz de sol y una brisa que hace aletear las hojas nuevas. Subo por una acera de ladrillo hacia una casa blanca apartada de la calle y a la sombra de los árboles. Atravieso la puerta abierta y entro, con mi madre junto a mí. Estamos de pie justo en el lado interior de la puerta, mirando un espacio grande, o así lo parece en la visión de un niño, con techos altos, paredes blancas y otra puerta abierta en el otro lado hacia un jardín umbroso.
El cuarto amplio e iluminado está vacío. No sé por qué estamos aquí, pero ahora pienso que era porque mi madre estaba embarazada de mi hermano pequeño y estaba sopesando alquilar esa casa para una familia a punto de aumentar de tres a cuatro miembros. Por un instante estamos de pie en silencio y observamos. De pronto la puerta de entrada da un golpe violento detrás de nosotros. Ante nuestra mirada atónita, el plafón entero cae al suelo, en una nube de polvo y yeso. Miro hacia arriba, las tablas de madera que sostenían el yeso del techo están todas expuestas, como las costillas del esqueleto de algún animal en descomposición. El polvo se asienta. Permanecemos de pie asombrados, sacando cascajo de nuestro pelo.
No sé qué ocurrió después, salvo que no alquilamos la casa.
Es un buen lugar para terminar, en una calle de Washington en 1950, en el punto álgido de la guerra de Corea, en medio de las persecuciones del senador McCarthy, ese populismo abusivo que nunca se ausenta durante mucho tiempo de la democracia y que indignaba a los amigos estadounidenses de mi padre y de mi madre, que temían también las audiencias del Senado, la pérdida de pases de seguridad y el despido. No sabía nada de ese contexto, por supuesto. Este recuerdo, si acaso lo es de verdad –podría ser una historia que me contaron después–, es el del primer encuentro de un niño con el desastre. Comienzo a salvo, subiendo por un sendero de ladrillo, bajo la tamizada luz del sol. Abro una puerta y el techo se desploma. Ocurre un desastre, pero sigo a salvo.
Justo en el centro de ese recuerdo hay una certeza: estoy de la mano de mi madre. En este preciso instante puedo sentir su tibieza. Nada puede lastimarme. Estoy seguro. Soy inmune. Me he aferrado a ese privilegio desde entonces. Me hace un espectador de las penas de los demás. De todos mis privilegios, en un siglo en el que la historia ha infligido tanto miedo, terror y pérdida en tantos semejantes, esta sensación de inmunidad, conferida por el amor de mis padres, su mano en la mía, es el privilegio que, con el fin de comprender lo que les ocurre a los demás, más me ha costado superar. Pero lo superé. Estaba ya bien entrado en la madurez cuando la vida me despertó de golpe. Treinta y siete años después de esa escena en Washington, llevé a mi hijo recién nacido a conocer a mi madre, en un lugar en el campo que ella había amado, y se giró hacia mí y susurró: “¿quién es este niño?”, sin reconocernos ni a mí ni a su primer nieto, ni dónde se encontraba. En ese momento entendí, como corresponde, que todos los privilegios que disfruté, incluido el amor inquebrantable de una madre, no pueden protegernos a ninguno de lo que la vida –la cruel y hermosa vida– nos tiene reservado, cuando la luz comienza a palidecer en el camino que tenemos por delante. ~
Traducción del inglés de Andrea Martínez Baracs.
Publicado originalmente en Liberties.
es rector emérito de la Central European University en Viena. Su libro más reciente es On Consolation: Finding Solace in Hard Times.