En una visita reciente a París, me di tiempo, en medio de ajetreos y de trabajos literarios diversos, después de un salto a Valladolid y de otro a Lisboa a dictar un par de conferencias, para ir al Museo del Louvre durante una jornada más o menos larga. Había dos exposiciones temporales importantes: una de un coleccionista particular de los años 1820 y 1830, otra de Praxíteles, escultor griego del siglo IV antes de Jesucristo. Ya dije algo sobre la exposición particular, colgada como en las casas de la primera mitad del siglo XIX: un cuadro encima del otro sobre un muro recubierto de tela fina de color amarillo anaranjado. Al principio, a causa de la costumbre de los museos contemporáneos, me costaba distinguir los cuadros de mayor interés. Faltaba el espacio entre una obra y otra, el contraste, la iluminación concentrada. Después de un rato, sin embargo, el espectador empieza a descubrir, con sorpresa, con un placer estético superior, un Velázquez junto a un Fragonard, a un Ribera, a un Watteau. El coleccionista en cuestión había aprovechado las caídas de precios de la pintura de los siglos XVII y XVIII, provocadas por la moda revolucionaria y por su prolongación en el imperio de Napoleón Bonaparte, para reunir obras maestras más o menos olvidadas en vida suya. Una especie de payaso vestido de blanco de Watteau y un enano de Velázquez eran las piezas de resistencia: imágenes inolvidables con las que ahora tengo la sensación de convivir en la memoria. Me gustaría volver a mirar esas dos pinturas durante un rato largo. Releer, volver a ver, volver a escuchar, son necesidades profundas. Donde no hay eso, no hay siquiera una noción de lo que puede ser una cultura, un arte, un pensamiento. Me encuentro con un texto chileno donde se habla del “político” André Malraux y de su accidentada aparición en el salón de honor de la Universidad de Chile, allá por los años cincuenta o comienzos de los sesenta. El “político” André Malraux era uno de los grandes novelistas y ensayistas de la Francia moderna. Sus grandes ensayos sobre la historia del arte son clásicos universales. Él sabía de museos, de colecciones, de antigüedades de Oriente y Occidente, y el general De Gaulle tuvo la idea notable de nombrarlo ministro de Cultura. En esa calidad vino a Chile y fue abucheado en nuestro salón de honor debido al tema de la guerra y la descolonización de Argelia. Ya ven ustedes. Si los abucheados en ese salón son André Malraux, el novelista de La condición humana y de La esperanza, y Ricardo Lagos, forman parte de una serie excepcional. Nuestro ex presidente puede estar seguro de encontrarse en buena compañía.
Pero en el Louvre, aparte de la colección privada de los tiempos de Napoleón I y de la Restauración, donada al museo a fines del siglo XIX, había una extraordinaria exposición alrededor de la obra de Praxíteles. No digo, a propósito, que se tratara de una exposición de la escultura del griego del siglo IV a. C. por una razón evidente. De la obra original de Praxíteles sólo se conservan dos o tres fragmentos bastante mutilados. Entre ellos, el resto de una cabeza femenina poderosa, impresionante, que nos permite imaginarnos la belleza de la escultura entera. Lo interesante del caso, sin embargo, es que la obra del griego estaba evocada o reconstruida en la gran sala del Louvre a través de los pocos fragmentos auténticos que se conservan hasta hoy y de sus numerosas imitaciones y copias de siglos posteriores, algunas de ellas encontradas en excavaciones en la propia Grecia y otras conservadas y hasta descubiertas en excavaciones muy recientes en Roma. En otras palabras, en la exhibición del Louvre había un conjunto impresionante, fascinante, altamente educativo, de arqueología, reconstrucción, originales escasos y parciales, acompañado todo de explicaciones de gran calidad. Pensé que la reconstrucción a partir de fragmentos, de un conocimiento necesariamente limitado, es la base de todo lo que sabemos de la antigüedad clásica. El concepto vale para las ciudades, las obras de arte, la literatura, el pensamiento. Estuve hace alrededor de dos años, ya no recuerdo la fecha con exactitud, en el santuario griego de Delfos, el de la gran pitonisa, el de los oráculos más enigmáticos de la historia, y llegué a pensar lo mismo. Es como si los fragmentos fueran más interesantes que las obras enteras. Y ahora, al leer un libro publicado el año pasado en Francia y recién traducido al español, Las sabidurías de la antigüedad (Anagrama), obra del todavía joven filósofo francés Michel Onfray y que se presenta como primer volumen de una serie más amplia, Contrahistoria de la filosofía, me digo que esta noción y esta aceptación de lo fragmentario, esta reconstrucción, que va en el sentido inverso de la noción francesa de desconstrucción o deconstrucción, pero que en cierto modo la complementa, es quizá una de las formas más estimulantes que asume la reflexión hoy.
Michel Onfray nos insiste en que hay una historia oficial y en que también existe, frente a ella, como inevitable oposición, una contrahistoria, y que esta contrahistoria casi siempre tiene que alimentarse de conjeturas y de conocimientos parciales. “La historia es débil con los ganadores y despiadada con los perdedores”, escribe Onfray. Desde mi estudio, contemplo un rato el cerro Santa Lucía y me quedo pensativo. Uno podría ensayar la reconstrucción de nuestro siglo XIX, conocido en apariencia, pero conocido, en cualquier caso, en forma interesada, parcial, insuficiente, es decir, altamente desconocido, a través de los senderos, de los jarrones de bronce, de la arquitectura kitsch que desplegó por todos lados, con no poca fantasía y hasta con sentido del humor, Benjamín Vicuña Mackenna, historiador, cronista, alcalde de la ciudad. ¿Qué pistas nos dejó el imaginativo y prolífico Vicuña Mackenna y qué huellas, en cambio, se borraron para siempre? Hay una fotografía suya con un grupo de personajes de fines del siglo XIX y con una gran bandera cubana desplegada en una de las torrecillas de ladrillo. Nosotros sabemos, por lo menos, que don Benjamín había viajado a Nueva York, que se había hecho amigo de José Martí y de otros exiliados cubanos y que la causa de la independencia de la isla había sido una de las mayores pasiones políticas de sus años maduros. A partir de esta visión sesgada y curiosa, de esta fotografía desteñida por el tiempo de un grupo de personajes de colero y de grandes mostachos, debajo de una bandera nacional desplegada encima de un capricho arquitectónico, podemos recuperar una parte de nuestra historia que hasta hoy nos ha parecido marginal, una historia no oficial y, a la vez, de una vigencia asombrosa.
Michel Onfray cita al filósofo inglés de la primera mitad del siglo XX Alfred North Whitehead, filósofo de la ciencia y en especial de las matemáticas, quien sostuvo en un libro suyo de 1929, Proceso y realidad, que “la manera más segura de describir el conjunto de la tradición filosófica europea es presentarla como una serie de acotaciones a Platón”. Platón, en buenas cuentas, es el gran triunfador. Federico Nietzsche, más insolente que Whitehead, más provocativo que nadie, dijo en algún momento que el cristianismo no era más que la filosofía de Platón adaptada al nivel de la plebe. No es necesario estar de acuerdo con Nietzsche, claro está, pero sí es apasionante, vigente, y sí constituye una necesidad intelectual, examinar el tema de la contrahistoria, de los pensadores derrotados, maltratados, deliberadamente olvidados, fenómeno que ocurrió en la filosofía medieval, en el idealismo, en el marxismo y en muchas de las filosofías contemporáneas, nos guste o no nos guste. Michel Onfray nos cita el caso de un pensador definido siempre como presocrático, Demócrito, personaje que sin embargo sobrevivió a Sócrates por treinta o cuarenta años, ni más ni menos, que vivió en la misma ciudad que Platón y a quien el autor de los Diálogos y de La República, sin embargo, no se dignó mencionar nunca por escrito. Diógenes Laercio sostiene que Platón sentía un deseo furioso de destruir y borrar para siempre la totalidad de la obra y de la memoria de Demócrito. Onfray, por su lado, afirma que la imagen de un Sócrates platonizado que nos ha llegado hasta hoy tendría que ser contrastada con los fragmentos que nos quedan de Diógenes de Sinope y de Aristipo de Cirene, que desmienten la visión tradicional de este sileno filosófico dedicado por entero al servicio de la Idea platónica.
No tengo espacio para seguir, pero me siento tentado a invitar a la interpretación de los fragmentos, de los indicios, de los senderos extraviados, de las torrecillas derruidas y más o menos extravagantes de nuestros paisajes urbanos. Si nos atrevemos a pensar así, ¿podemos creer que la historia oficial nuestra, la de nuestra sociedad, nuestra política, nuestra literatura, es la única? Personalmente, me fascinan los fragmentos de Praxíteles, así como los filósofos que Platón se olvidó de nombrar o quiso aniquilar, y los escritores chilenos y latinoamericanos desdeñados. El ejercicio permanente de la relectura, de la revisión, del nuevo examen, es una forma de vitalidad de la cultura, y siempre tengo la impresión de que aquí en Chile, y no sólo en Chile, en casi todo el mundo contemporáneo, estamos a años luz de esa actitud y la recibimos, de hecho, con inmensa desconfianza o con la más irresponsable de las ignorancias. ~
(Santiago de Chile, 1931 - Madrid, 2023) fue escritor y diplomático.