El hacha puesta en la raíz / Ensayistas mexicanos para el siglo XXI, de Verónica Murguía y Geney Beltrán Félix

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Dudo que este volumen cumpla con la promesa del subtítulo “Ensayistas mexicanos para el siglo XXI”, pues la cosecha, muy abundante debido a la holgura de los criterios de selección, acusa frutos en distintas etapas de maduración pero con predominio del verde; y así como el que mata un perro no es mataperros, el que pergeña un ensayo no es ensayista.

¿Por qué han de ser los nacidos en la década de los setenta los futuros ensayistas mexicanos? Los argumentos de los compiladores se antojan bienintencionados –alguno de los textos jamás conocería la publicación si no es por medio de esta antología– antes que críticos, pues en el prólogo ya advierten acerca de la sorpresa de no haber hallado elementos en el conjunto que justifiquen una Generación sino simplemente una generación (con minúscula) en la que la diversidad de asuntos y modos de abordarlos sería el común denominador; aún más: en donde el rasgo común consistiría, acaso, en aparecer en este volumen.

Tras la decisión de atender el estilo y no el tema; de intentar dejar de lado el ensayismo espurio de los afanes académicos y periodísticos, y privilegiar la búsqueda de formas que consigan ser compartibles, por su tono conversacional y su semejanza, con el fluir del pensamiento, los compiladores no explican cómo acopiaron su material, sólo se refieren a los “ensayos recibidos” sin “censuras ni cuotas”. ¿Lanzaron, los compiladores, una convocatoria del tipo “si eres ensayista y tienes menos de 36 años…”? En todo caso, la empresa se antoja mejorable siguiendo la invocación evangélica del hacha del título de la obra.

Cortaría de raíz los textos que confunden el tono de conversación o confidencia deseable en el ensayo con la impudicia (“Confesiones (narrativas) (ensayísticas) de un creador” de Sergio Téllez-Pon, o “Indagaciones sobre el furor poético” de Luis Alberto Arellano, donde la argumentación resulta mera justificación para publicar un mal poema).

Si bien la argumentación ensayística puede hacer casar dos ideas hasta entonces ajenas entre sí, sobra el amontonamiento de ocurrencias émulas de la agilidad y la despreocupación formal del ensayo genuino que sólo adornan una idea en absoluto original (“La firma y la confianza” de Pablo Martínez Lozada).

Para romper con lo establecido, para ensayar libremente, primero hay que conocer a fondo el objeto por romper así como el asunto por ensayar, de otro modo un texto que se pretende literario puede ser plástico, visual, disperso o desopilante, pero no ensayístico (“Notas sobre el narrador” de Gabriel Wolfson), como ciertos saludos en las recaderas telefónicas, que divierten sólo a los que hicieron el performance.

Cercenaría los textos descubridores del hilo negro que intentan, por ejemplo, convencernos una vez más de que las escritoras requieren de un indispensable cuarto propio (“La habitación” de Karla Ortega). Por cierto, en esto de la habitación propia, hoy ellas tienen que robársela ya no a sus maridos o compañeros, sino a sus papás, pues ¿quién, en pleno uso de sus facultades, de la tardía “Generación X” o de la nueva “Generación i-pod” abandonaría antes de los treinta el nido familiar?

Arrasaría, en fin, con la impostura y con la inocencia que prefieren habilitar recursos discursivos y retóricos antes que inquirir directo al alma, al yo genuino que no requiere ni de personajes ni de versificación sugestiva como sí lo necesitan la narrativa, el teatro y la poesía. En su naturaleza, el ensayo está llamado a sembrar dudas y no a exhibir dudosas sabidurías.

A cambio, transplantaría algunos ensayos acusadores de mayor templanza que entusiasmo; de más arrojo ético que indulgencia talleril: “Mate a su jefe…” de Vivian Abenshushan, “El cernícalo de la Conasupo…” de Luis Felipe G. Lomelí, y “La ética del placer y la novedad como farsa” de Antonio Ortuño, por su desenfado y sana distancia que los acerca a sus asuntos para tornarlos compartibles; “Truman Capote: apuntes sobre una máscara”, de Ana Marimón Driben y “El final de la fiesta” de José Mariano Leyva, merced a la fascinación asqueada por el protagonismo literario –y el estupor de asumir, en este último, el adiós a la juventud; “La experiencia crítica” de Elba Sánchez-Rolón, y “Para una literatura comprometida” de Ignacio Sánchez Prado, porque ofrecen relecturas de clásicos y las incorporan a una deseable reflexión actual.

Suscribo la observación de los compiladores en lo que respecta a que lo de menos es el tópico por abordar y lo valioso el tratamiento literario. Así, considero destacables “Del dolor” de Paola Velasco, y “La llegada del Expreso Hogwarts y la sordera de Willy Wonka” de Elisa Corona Aguilar. Modelo de elegancia el primero, pues aborda una experiencia personal extrema sin patetismo y sí con una claridad bien perfilada; mientras que el segundo se ocupa de la efectividad mágica de cierta literatura infantil como un ariete contra cánones rancios.

De pronto, en esta antología brotan voces maduras y maliciosas que justificarían a momentos el subtítulo antedicho de este libro. Así, “Mario Bellatin o la agonía silenciosa” de Rafael Lemus, y “Notas sobre el desorden” de Luis Jorge Boone, dan cuenta de un compromiso que es búsqueda exigente y vigorosa de nuevos caminos para compartir los productos de la inteligencia por la vía literaria.

En descargo de la manga ancha asumida por los compiladores, merece atención el trabajo de organización del material. Repartidos en las secciones “La Discusión”, “El Criterio”, “La Biblioteca”, “La Escritura” y “La Experiencia”, el volumen consigue una ilación digamos novelesca cuya trama resulta tenue pero imantadora. Da cuenta de asuntos que hallan intersecciones inusitadas que arrojan luces y espejeos enriquecedores de temas y voces.

Deja translucir esta organización, por ejemplo, los gustos literarios de los antologados: en gran medida son lectores anagramos, es decir, que su cultura se erige a partir del fondo de la editorial Anagrama, para bien o para mal; Borges continúa leyéndose a fondo y Ricardo Piglia destaca como el adelantado de la literatura latinoamericana; Octavio Paz es más citado que estudiado y, oh revelación: Mario Bellatin no sólo es citado sino estudiado con entusiasmo. ~

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