Mucha vida y un final anunciado

Antes que nada

Martín Caparrós

Literatura Random House

Barcelona, 2024, 664 pp.

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“Estaba la muerte un día / sentada en un taburete; / los muchachos de traviesos / le tumbaron el bonete.” Posiblemente Antonio Martín Caparrós Rosenberg –Mopi para los íntimos, Martín para el resto– no haya escuchado jamás esta canción que se entona en Jalisco, pero la actitud ante su enfermedad se podría resumir en esos versos. Sus memorias tallan una tonalidad en la que –destreza mediante para los opuestos– se logra un libro de palabras sombrías con sensibilidad apoteótica, un momento cúlmine para un autor que debiera despedirse. Que escudriña su pasado, sondea con honestidad brutal su presente –aún puede hacer el amor de tanto en tanto, aún puede ir al baño solo, husmea la eutanasia al decir que preferirá no ser una planta– y se despide. Engañosamente. Una de las frases finales lo transparenta respecto de un futuro libro: “Ojalá la lógica fracase una vez más.” Y haya, así, nuevas palabras.

Antes que nada es rebosante y bípedo. Sus más de 650 páginas pasan revista al autor cuando era mero proyecto –le gusta jugar a la adivinanza: ¿qué día habré sido concebido?–, a la historia –su bisabuela polaca asesinada en Treblinka, su abuelo español encarcelado por Franco– y a su vida –sus amores, que fueron varios–, sus trabajos –más todavía–, su hijo –uno, que se sepa–. Pero esa es solo una de las patas, la otra habla de la esclerosis lateral amiotrófica (ELA) que le afecta desde hace tres años. En pequeños capítulos se enlaza el avance de la enfermedad y sus circunstancias –muchas– con su pasado nómada. Las dos tramas se leen en conjunto; sin embargo, como el agua y el aceite parecen no mezclarse.

Por las dudas –¿habrá algún hispanohablante que no lo leyó?– digamos quién es este señor. Argentino, 67 años, con un padre español y una madre judía, creció haciendo preguntas. Allá por sus dieciocho años partió a Francia con una excusa bendita que le sirvió para vivir afuera, y quizás salvarse, durante la dictadura argentina. Buenos Aires, Madrid y París se delatan como las ciudades que abandonó una y otra vez para caminar, literalmente, el mundo como el sumo cronista de su generación y cincelar el género cuando estaba en pañales. Escritor, ha dado lugar a ficciones potentes (La historia es su novela preferida) y a inmensos ensayos sobre el terreno (Ñamérica, tan necesaria).

Pero ante todo, el origen. Cuando habla del embarazo de su madre, Martín ya muestra el sino que lo persigue, y quizá disfrute, hasta hoy. Martha ingería fósforo para que el bebé naciera inteligente. Causalidad o casualidad, él lo ha sido aunque el mandato quizás oculte una cara menos feliz. ¿Se puede ser el mejor y talentoso, pero humilde? No se responde a esa pregunta, sí se dan pistas. Cuando entró a la escuela primaria, lo quisieron pasar al grado siguiente porque ya sabía leer y escribir. Su mamá se opuso y no pasó. Ese año fue aburrido: “aprendí a sentirme superior: yo ya sabía lo que los otros estaban aprendiendo. Pocas cosas podrían haberme perjudicado más, supongo. Con el tiempo creció y creció mi tentación de sospechar que ese fue el origen de mi supuesta suficiencia”.

La infancia privilegiada –no por dinero sino porque sus padres estaban relacionados con la inteliguentsia de una Buenos Aires dorada– derivó en un compromiso militante. A los catorce ingresó al Movimiento de Acción Secundaria (con el tiempo supo que ese grupo estaba secretamente, o no tanto, controlado por las Fuerzas Armadas Revolucionarias). Y un par de años después regañó a su mamá, a su esposo –los padres estaban separados– y a una pareja de amigos por fumar mariguana. ¿No sabían, acaso, que de esa forma ponían en peligro la militancia?

Quizás esa misma coherencia lo llevó, muchas décadas más tarde, a renunciar a su papel de colaborador en The New York Times. Afirma que nunca había visto un medio tan autoritario, tan controlador. Si él indicaba que no quería cambiar una columna, el editor le respondía sin pudor: “Así como está no se publica.” Hasta que un día –recuerda Martín– “lo dijo una vez de más y le dije, al carajo”. Admite, sí, que fue más benevolente con la censura china. Su libro El hambre, en la versión en mandarín, tiene un par de páginas menos: falta la gran hambruna provocada por Mao Tse-Tung en 1958 con su fallida política del Gran Salto Adelante. Reconoce que finalmente aceptó el razonamiento de que mejor casi todo (casi todo el libro) que nada, pero que sigue sin saber si tuvo o no razón. ¿Será?

En el plano confesional sorprende un Martín en el que se disparaban fuerzas contrarias entre sus mujeres y la Vida. Así con mayúscula. Su comezón empezaba –o se definía– en el séptimo u octavo año cuando la mayor parte de sus relaciones hicieron agua. Quizás porque era el momento en que las damas empezaban a dejar de ser quienes habían sido –ni el autor se lo termina de creer– o por una sensación de que el mundo estaba en otra parte. Quedaban muchos senderos por recorrer, crónicas, nuevas, viejas ciudades donde residir y la quietud no conjugaba con el apellido Caparrós. La edad lo ha serenado, posiblemente, porque con su actual pareja –Marta, como su madre pero sin hache– ha superado sus récords.

Si alguien quisiera leer las memorias en clave de revelaciones rosas, el highlight es la relación sexual de Martín con Juan José Saer, escritor argentino residente en París. Luego de un almuerzo, lo invitó a su casa y entre texto y texto empezaron las caricias. “Yo, de pronto, me sentí como una criollita engañada y seducida, pero el escritor era, en ese momento, mi escritor preferido y además me parecía tilingo y reaccionario resistirme.” La escena que se describe tiene cero erotismo, aunque quizás Saer lo haya vivido diferente porque años más tarde intentó otro acercamiento, ya sin éxito.

¿Le queda a Martín alguna herida abierta? Sí: él no quiso ser periodista sino escritor. Pero de algo había que vivir… o al menos decirlo. ¿Acaso el oficio no parece haber sido más bien fuente de regocijo y no de estorbo? Quizás, pero él se siente más novelista que testigo de lo real y le costó –¿le daba bronca?– que el resto no lo viera así. No olvida que recién cuando ganó el Premio Herralde de Novela en 2011 por Los Living respiró tranquilo y sintió que le reconocían esa medalla que siempre había quedado algo esfumada por lo singular de sus crónicas.

Y la enfermedad. Todos sabemos que este libro no hubiera existido, no ahora al menos, si la ELA no hubiera hecho su macabra entrada. Atravesado por un cuerpo que no responde, se pregunta una y otra vez cómo será ese futuro que no va a tener. “Casi que me sorprende –conjetura– que la muerte no me ocupe todo el tiempo.” Y esa frecuencia rebota en el lector. No cabe sino golpear el puño cuando revela: “A veces pienso que todo consiste en separar esa ruina que seré en unos meses, en unos años, de este que soy ahora […]. Y mientras tanto, sin dejar de lado esos engaños, cómo sentir que tu cuerpo se te escapa, se te va deshaciendo, cómo tu cuerpo se te vuelve en contra y te amenaza y te destruye.”

Saber que el deterioro no se frena. Eso asusta y le asusta. No solo la pérdida de lo corpóreo sino quizás acostumbrarse a ello. “Espero –reflexiona y lo entendemos– no querer adaptarme a lo intolerable con el clásico argumento de que eso es lo que hay, que es por lo menos algo.” Y queda delineado ese final, abierto. ~

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es periodista (edita la sección “Mundos íntimos” en Clarín) y librero (en Olavide. Bar de libros,
en Madrid).


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