La llegada al poder de Donald Trump en 2016 fue interpretada como un cambio radical en la competición política estadounidense. Tanto la izquierda como la derecha norteamericana llevaban años moviéndose hacia los extremos ideológicos. Especialmente a partir de la crisis financiera de 2008 surgieron potentes movimientos sociales y políticos como Occupy Wall Street, por la izquierda, y el Tea Party, por la derecha. La predicción de muchos analistas era que tal deriva ideológica acabaría en 2016 con un enfrentamiento entre un candidato ultraconservador como Ted Cruz y uno del ala izquierda demócrata como Bernie Sanders. Ninguna de las dos predicciones se cumplió, Donald Trump alcanzó el poder y cambió la lógica y la retórica de la competición partidista en Estados Unidos. En esos años se empieza a emplear el concepto de polarización afectiva para describir esa nueva forma de hacer política de la que Trump es el máximo representante.
La polarización afectiva implica cambiar el foco de la contraposición de ideas a la confrontación de identidades. El movimiento MAGA (Make America Great Again) supone una contraposición de la identidad estadounidense frente a otras identidades, como la de los inmigrantes ilegales, que la amenazan. La base libertaria y pro-mercado del Partido Republicano tradicional fue sustituida por un “nosotros” (americanos) contra “ellos” (aliens, extranjeros). Aunque las narrativas sobre la polarización ideológica en Estados Unidos se remontan a los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, Donald Trump no supone la culminación de dicho proceso, sino un cambio fundamental en la esencia de la disputa política, el giro hacia la identidad como eje de la competición.
Los países europeos también han asistido a un giro identitario en su política en las últimas décadas, pero este se ha producido de un modo distinto. Los partidos políticos europeos han respondido tradicionalmente a perfiles más ideológicos. Partidos conservadores, liberales, verdes, socialdemócratas o comunistas son frecuentes en muchos países europeos con estas u otras etiquetas. La novedad en Europa es el crecimiento sostenido de los partidos de ultraderecha. Aunque solemos tratarlos como un todo, estos partidos representan espacios políticos muy diversos, como muestran sus alianzas en la política europea. Por un lado, está la derecha radical de partidos como la Agrupación Nacional en Francia, La Unión Cívica Húngara o Vox en España. Por otro lado, están los conservadores Ley y Justicia polaco o Hermanos de Italia, además de los partidos ultraconservadores de los países del norte de Europa. Por último, se encuentra un grupo de partidos de extrema derecha que cuestionan abiertamente el sistema cuyo máximo representante es Alternativa por Alemania.
¿Hasta qué punto son tan similares estos movimientos políticos a ambos lados del Atlántico? Lo que los une, aunque sea de forma difusa, es el motivo de su ascenso al poder. En todos los casos se trata de líderes y movimientos que cabalgan sobre un tipo de descontento social: la pérdida de poder relativo de las identidades dominantes en cada país. Lo que los distingue, al menos por el momento, es el tipo de estructura social de cada uno de estos países. La división social que se ha producido en el último medio siglo en los Estados Unidos no tiene parangón en los estados sociales europeos.
El debate sobre si las causas del auge de la derecha internacional son materiales o ideológicas viene de largo. La primera llegada de Trump al poder ya planteó la cuestión de si su base habían sido los votos de hombres blancos, protestantes, de entornos rurales, con baja educación y mayormente afectados por los procesos de deslocalización industrial consecuencia de la globalización de la economía. Una de las victorias estratégicas de Donald Trump ha consistido en romper el enfrentamiento clásico entre ricos y pobres como motor de la política, poner el foco en la clase media empobrecida que, de forma difusa, alcanza a la mayoría de la población, y hacer sentir a esta que está amenazada tanto por arriba, como por abajo. Por arriba por las élites urbanas y culturales, por abajo por la inmigración que deprime los salarios y amenaza los estilos de vida tradicionales.
Como todo buen argumento retórico, este doble estrangulamiento de la clase media necesita asentarse sobre procesos materiales. El aumento de los precios en bienes básicos como la vivienda o la desaparición paulatina de ocupaciones de clase media (oficinistas) ofrece ese anclaje material. Las principales consecuencias son grandes presiones de precios en las ciudades que concentran los mejores y peores trabajos y un vaciado de ciudades medianas y pequeñas que languidecen. El país se parte no ya entre ricos y pobres, sino entre entornos geográficos y culturales boyantes y entornos olvidados y dejados atrás. A partir de esta realidad material Trump ha conseguido crear dos claros culpables: las élites culturales woke y la inmigración.
¿Puede la derecha europea explotar discursivamente el doble estrangulamiento de la clase media con el éxito que ha tenido Trump? La respuesta a esta pregunta no hace mucho era que la menor desigualdad y el poder redistributivo de los estados sociales europeos hacía menos plausible una división social como la que ha experimentado Estados Unidos. Sin embargo, aunque los procesos son distintos, algunas de las consecuencias visibles son las mismas. El envejecimiento de la población europea, su baja productividad y el estancamiento económico están haciendo que los hijos de las clases medias también experimenten una pérdida relativa similar al caso estadounidense.
La competición por los recursos materiales, como la vivienda, probablemente tendrá más recorrido como argumento discursivo de la derecha en Europa que el ataque a las élites culturales o los superricos. En Europa incluso la crítica a la élite europeísta, representada por la Unión Europea y todas sus estructuras de poder, está decayendo entre las derechas radicales del continente. Ya no se pretende la desaparición de la Unión Europea, sino su transformación a partir de los ideales de estos partidos. Por tanto, el elemento del discurso de Trump que puede arraigar en mayor medida en Europa es el del cierre de las fronteras, humanas y comerciales, que ofrezca la promesa a las viejas clases medias del continente de recuperar su pujanza y modos de vida perdidos.