Sobre la impotencia de la palabra

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Dionys Mascolo en su ensayo En torno a un esfuerzo de memoria (Arena Libros) narra como en mayo de 1945, junto a Georges Beauchamps y disfrazados de oficiales del Ejército francés, se presentaron en el campo de internamiento de Dachau para rescatar a Robert Antelme. Gracias a una falsa orden de misión de la DGER (servicios especiales) convencen a los guardias del campo para que dejen salir por unos minutos del recinto a Antelme con el fin de interrogarle discretamente sobre la permanencia de agentes de la Gestapo en Francia. Una vez en el exterior y a salvo de las miradas de los centinelas, alcanzarán un coche que tenían apostado en las cercanías y huirán hacia París. Antelme, esposo de Marguerite Duras, pertenecía al mismo grupo de la resistencia que François Miterrand. Había sido capturado en 1944 y deportado primero a Buchenwald y luego a Gandersheim y Dachau. Será Miterrand quien le descubra al visitar este último campo en calidad de subsecretario de Estado del gobierno provisional francés con competencias sobre los refugiados, prisioneros y deportados. Como quiera que los recluidos estaban en cuarentena por tifus, Miterrand no pudo evacuar de allí a su amigo. Por este motivo, Beauchamps y Mascolo tuvieron que recurrir a una intrépida estratagema para lograr liberar a Antelme y evitar así que muriera a causa de la disentería que diezmaba a los concentrados.

Antelme, casi un cadáver (pesaba en esos momentos tan sólo 35 kilos), durante el regreso, acaso presintiendo el acecho de la muerte, no paró de hablar. Una continua y confusa declaración de sus dramáticas vivencias; que en un inicio contaba con profusión de palabras para, en el agotamiento febril, acabar en un inarticulado balbuceo. Su voz sustituía al cuerpo extenuado de un infrahombre; mitad vivo y medio muerto, renacido con tenaz voluntad de sí mismo. En La especie humana (Arena Libros), uno de los más excepcionales testimonios sobre los campos de internamiento, Antelme explicará ese frenesí verbal:

Hace dos años, durante los primeros días que siguieron a nuestro retorno, fuimos todos presas de un verdadero delirio. Queríamos hablar. Ser escuchados al fin… Traíamos con nosotros nuestra memoria, nuestra experiencia viva aún, y sentíamos el deseo frenético de decirla tal cual era. Y sin embargo ya desde los primeros días nos parecía imposible colmar la distancia que íbamos descubriendo entre el lenguaje del que disponíamos y esa experiencia que seguíamos viviendo casi todos en nuestros cuerpos. […] Era imposible. Apenas comenzábamos a relatar nos sofocábamos. A nosotros mismos lo que teníamos para decir empezaba a parecernos inimaginable… Estábamos efectivamente frente a una de esas realidades de las que se dice que sobrepasan la imaginación. Quedaba claro entonces que sólo por elección, es decir, una vez más gracias a la imaginación podríamos intentar decir algo.

Tratar con palabras de relatar lo indecible. Esa es la obsesión y aporía de los supervivientes del Holocausto. Esa es la prima ratio por la que volvemos constantemente a invocar aquella hecatombe como monstruosidad histórica donde el proceso de humanización y el Logos (razón y lenguaje) quedó en entredicho. Hasta ahora, pese a los diversos testimonios (Amery, Levi, Wiesenthal, Steinberg, Wiesel…), numerosos análisis sobre la capacidad del testigo para aquilatar la realidad sufrida (Agamben, Felman, Langbein, Rastier, Mesnard…) o las preceptivas éticas del “nunca jamás”, no hemos encontrado ni las palabras precisas para describir el calado de la tragedia que aconteció en el Lager, ni una respuesta satisfactoria y definitiva que explique aquel extravío de la razón. Y en este fracaso del decir (manifestar y significar) el lenguaje muestra sus insuficiencias. Antes del Holocausto esa deficiencia se anunciaba tímidamente al intentar definir la intensidad y efectos que a cada uno ocasiona el horror, lo bello, el dolor o la pasión: Hölderlin –ya alienado– repitiendo el término incongruente Pallaksch; Hofmannsthal en su Carta a Lord Chandos; Joyce en su Finnegans Wake combinando o alterando las palabras hasta crear un sentido ajeno a la lógica admitida; los dadaístas y futuristas (Hugo Ball, Giacomo Balla, Raoul Hausmann…) convirtiendo su poesía sonora en mero ruido… Durante el Holocausto existe un caso paradigmático donde el habla compone un idioma incomprensible: se trata del niño internado en Auschwitz al que llamaban Hurbinek y que Primo Levi cita en La tregua (Muchnik Editores). Después de la Segunda Guerra Mundial abunda la problemática sobre las limitaciones del lenguaje para expresar determinadas vivencias o sentimientos: Blanchot, Celan, Beckett, René des Forêts, Quignard… Una problemática sin solución alguna. La aporía a la que nos conduce el lenguaje volvía a ratificarse.

Paul Celan decía que de sus versos se desprendía un “resto cantable” (Singbarer Rest) o entorno no dicho que complementaba el sentido de sus poemas. Palabras, sobreentendidos y silencios dejarían en suspenso –del mismo modo que la predicción (pitia) del oráculo– el significado concluyente de lo escrito. De ahí que la poesía de Celan sea difícil de traducir del alemán a otro idioma y suscite enconadas interpretaciones (Bollack, Lacoue-Labarthe, Szondi…). Quizá el aserto de Celan pudiera extenderse a toda escritura y ésta se conjugue con algo no dicho, pero que es inherente a la lógica de lo enunciado. Sin embargo, aunque admitiéramos esto, las insuficiencias nominativas del lenguaje seguirían manteniéndose. Empero, ello no es óbice para que en la actualidad asistamos a una funesta proliferación verbal. Dos son las víctimas de esa ofensiva: el lenguaje mismo y la comunicación. El primero, al perder crédito como medio de entendimiento por el abuso de palabras cuyo significado está desgastado o desvirtuado. La segunda, al quedar saturada por la cháchara doxa (tópicos, ideas recibidas, opinión particular) o los discursos de reencantamiento del mundo del tipo El Código da Vinci de Dan Brown (Umbriel Editores) o El fuego secreto de los filósofos de Patrick Harpur (Atalanta). Artificios o gato por liebre que abochornan a la inteligencia. Umberto Eco enumera en A passo di gambero (Bompiani) las nuevas credulidades del milenio donde lo esotérico, lo daimónico y un chusco populismo mediático prevalecen (como discursos de referencia) sobre la ciencia y la razón. De nuevo el Logos entra en crisis: “La segunda caída del hombre, la caída en la banalidad”, ya decía Heidegger. Y así algunos (mal)vivimos: perplejos y confundidos por palabras impotentes o charlatanas. ~

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