Infidelidad

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Cuando, una mañana, me desperté de unos sueños agitados, me hallé en mi cama convertido en una persona con una clara identidad nacional. Yacía sobre la espalda, dura por las férreas costumbres seculares, y al levantar con prudencia la cabeza observé que mi pijama ostentaba los colores de la bandera patria, también llamada nación o comunidad autónoma. Sentí lo que nunca había sentido, un fuerte reconocimiento de pertenencia: soy, me dije, de este lugar, soy de aquí, de aquí y no de ningún otro sitio, por muy cercano que sea, y menos aún si sus límites cercan mi patria.
     ¿Qué me ha ocurrido?, pensé. No era un sueño. Salí de mi habitación y encontré a mi mujer sentada en el salón leyendo la prensa nacional y supe, sin que me dijera nada, que también ella se había despertado con el pijama nacional y que, sin pensar, había sabido que era bueno. La saludé en nuestra lengua materna, con su sonoridad peculiar, urdida por siglos de amor y de épica, una lengua —lo supe en ese momento— siempre puesta en peligro por nuestros enemigos, los de siempre.
     Hasta entonces yo me había despertado bajo el signo de la perplejidad, tanteando un mundo evasivo, sin saber muy bien si era Chuang Tzu o la mariposa, si era de aquí o de allá, si estaba casado o aún acudía al colegio. Antes de tomarme el segundo café no lograba recordar más allá de mi primer apellido; sin embargo, desde aquel día, sin llegar a incorporarme en la cama puedo recordar hasta dos docenas de apellidos, todos agavillados por la misma identidad telúrica, y sobre ellos me levanto y juro, imaginando los límites pulcros e indistintos de mi tierra, que nunca la confundiré con ninguna otra. Sé que es única y en su unidad indisoluble reconozco su poder, un poder anterior a las instituciones, previo a la voluntad y que, en definitiva, nos hace ser. Cierto, hay momentos históricos en los que apoyamos nuestras reivindicaciones frente a los pueblos extranjeros, pero esos hechos históricos, ¿no vienen a confirmar lo que ya éramos sin que se nos hubiera revelado del todo?
     Bajo los compases musicales de nuestro folclore, aquella mañana inaugural —y desde entonces, todas, todas hasta cierto día— desayunamos con el temor, sin duda fundado, de que un cambio de onda pudiera alterar el dial de nuestra radio. A veces ha ocurrido, y nos hemos sorprendido oyendo a Johann Sebastian Bach o un aria de Puccini. Los he oído, les he prestado otrora una atención desmedida, pero ¿cómo podría formar parte de mi vida más espiritual una música que no era la nuestra? Miré a mi esposa y supo sin que yo dijera nada: “En nuestra casa sólo se oirá el chiscarrus”. No amaremos a dioses extraños.
     ¡Qué sensación! ¡Qué percepción de mi alma revestida de un reconocimiento tan fiel y generoso! Nada más entrar en el baño aquel día, al abrir la nueva caja del medicamento que tomo cada mañana para la tensión arterial, recorté del prospecto la información que en varias lenguas habían añadido al producto. ¡Todas estaban antes de nuestra lengua materna! Todas. Salí enfurecido, decidido a hacer un boicot a los productos extranjeros. ¿Cómo, por lo demás, alimentar mi identidad de lo que no es nuestro? Afirma un refrán de mi pueblo que de lo que se come se cría, y, entonces, ¿qué identidad sería la nuestra si además de leer en lenguas ajenas comiéramos aquello que ni nuestras tierras ni nuestras fábricas producen? ¿No alteraría acaso nuestras señas más profundas? ¿Cómo podríamos al cabo de numerosas ingestiones reconocernos? No tardamos en fundar la Asociación de Alimentos Identitarios, seguida por la Sociedad para la Defensa de la Música Nacional. Recuerdo con vergüenza, con una vergüenza que he expiado con creces, que mi mujer y yo nos conocimos bailando una canción de los Beatles. Asistidos por los consejos del Ministerio de la Memoria Reconvertida, un día volvimos a encontrarnos bajo un aire de flauta arraigado.
     Antes no era así. Mi vida —influida por poderes foráneos— transcurría entre estimas diversas, y a veces, cuando viajaba por una ciudad extranjera, o perteneciente a una parte del Antiguo Reino, súbitamente me sentía como en casa. No veía entonces que yo no era de ellos, y que ellos acabarían —al filtrarse en la ambigüedad de los reconocimientos de mi sensibilidad— confundiéndome. Cuando alguien me pregunta por qué es tan importante que uno sea y se sienta de un lugar y que sienta ese lugar como sagrado, no puedo responderle salvo afirmando que así es. ¿Cómo explicarle a alguien de fuera lo que es el adentro? Para eso hay que estar dentro, hay que despertar, como yo lo hice aquella mañana. Desde entonces no dudo respecto a mi identidad, y sé que Ellos son siempre nuestra amenaza, por eso hay que mantenerlos en los límites, y cuando los traspasan ha de ser en calidad de temporales. El patriota de verdad siente, sin recorrerlos, de manera instintiva, la extensión y los límites de su tierra. Lo supe aquella mañana con un saber que no acepta discusiones.
     Mi mujer siempre lo ha aceptado. Nunca hablamos de ello, pero sé que en su silencio siempre hubo una confirmación de mis palabras. No necesito poner a prueba esto o lo otro. ¿No somos acaso lo mismo? ¿No sentimos el mismo júbilo cuando cruzamos de vuelta la frontera de nuestro país? Sólo sentir el límite nos exalta. Así ha sido desde entonces, hasta que una tarde, al volver yo a casa un poco antes de lo habitual, oí a mi mujer hablar por teléfono. Noté enseguida algo extraño y procuré no hacer ningún ruido. Me fui acercando por el pasillo y me detuve a varios metros de ella, oculto a su mirada mientras yo, sin embargo, podía contemplarla. No había percibido mi presencia en la casa y hablaba con alguien en una lengua extranjera. No pude reconocer en cuál, pero supe que hablaba con un tono que no le había oído en mucho tiempo: era un tono fluido, amoroso, lleno de mimo e iba acompañado de gestos de una profunda expresividad. Aguardé a que acabara y nada más cerrar el teléfono di varios pasos hacia ella hasta situarme enfrente. Me miró como siempre, aunque observé un ligero temblor en su labio inferior. Por mi parte, no disimulé: le dije que lo había oído todo e inmediatamente le pregunté con ira en qué lengua hablaba y con quién. Mi mujer me miró asombrada y afirmó, cínicamente, que era la misma lengua.
     -¡No es La misma! —afirmé decidido, y sentí que se me erizaba el cabello. No es fácil explicar la presencia, en tu propia casa, del enemigo.
     El Cuidado de los Límites, cuyo corolario es la “confirmación continuada de la identidad”, otorga sentido a nuestras Leyes. Por eso supe que mi esposa, mi amada esposa, nos había traicionado. Sólo que ni ella misma lo sabía, como ignoraba también que no hablaba ya la lengua de nuestra nación. Desde aquel día la fui acosando hacia la habitación del fondo, hasta sitiarla en ella. A veces le llevo algunos alimentos. A veces me dice que no me entiende, que no me comprende. ¿Cómo podría hacerlo? Ella está fuera, es ya de Ellos. Es inútil que yo trate de explicarle lo que sólo se puede saber desde dentro. No podrán conmigo los bárbaros. –

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(Marbella, 1956) es poeta, crítico literario y director de Cuadernos hispanoamericanos. Su libro más reciente es Octavio Paz. Un camino de convergencias (Fórcola, 2020)


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