Las calles transversales de Barcelona tienen una acera “de mar” y otra “de montaña”, aunque no se vea el mar ni la montaña. Esta geografía implícita define los paisajes urbanos de Vicente Rojo, determinados de modo secreto por el orden natural.
El Paseo de San Juan avanza del mar a la montaña; en medio hay una rambla con árboles, alguna fuente estancada, juegos infantiles, una distraída estatua de Caperucita con un grifo para beber agua, el monumento al poeta Verdaguer, columna que Rojo suele situar al centro de los grabados en los que recupera el territorio de su infancia.
Durante tres años fui al Paseo de San Juan con mi hija, tratando de escoger una resbaladilla a su medida. Ella siempre deseaba una que en mi opinión convertía el pasatiempo en vértigo. “Hay que tomar lecciones de abismo”, la frase de Viaje al centro de la Tierra me acompañaba mientras subíamos el Paseo en pos de toboganes.
El novelista Enrique Vila-Matas pasó su infancia en esa zona, pero sólo al ver los grabados de Rojo decidió recorrerlo de otro modo. La insólita perspectiva del pintor lo llevó a buscar un oculto punto de fuga en el Paseo, un sitio inadvertido en años de juegos y correrías desde el que era posible ver el mar.
Varias veces me situé en ese esquivo mirador. Más allá de los columpios y las palas olvidadas en la arena, un promontorio apenas perceptible permitía el vuelo de la mirada. Desde ahí, el Mediterráneo era una definitiva gota de cobalto.
Una tarde, al caminar por el Paseo, recordé otra ascensión, la del propio Vicente Rojo a la pirámide de Cholula. En la cima, contempló un horizonte tan vasto que le permitió ver dos lluvias simultáneas, muy apartadas una de la otra. Esa visión lo llevó a los trazos oblicuos de la serie México bajo la lluvia, donde el agua se precipita por partida doble, en una dirección evidente y otra oculta, y sin duda definió cuadros posteriores, relacionados con los elementos que presiden el paisaje de Cholula, las pirámides y los volcanes. El pintor ha explorado a fondo la identidad entre naturaleza y artificio: la pirámide como explosión detenida; el volcán como edificio que aguarda ser pulido por el mito.
En los años en que yo recorría el Paseo de San Juan, Rojo trabajaba en su serie Jardines interiores: columnas que eran troncos, balaustradas soñadas como enredaderas, plazas en un invariable mediodía.
Interrogado acerca del habitante ideal de esas figuraciones, el pintor respondió sin vacilar: “un niño”, aludiendo a una escala más psicológica que física. En sus regresos al Paseo San Juan, Rojo renueva el pacto entre geometría y naturaleza y acude a la infancia como sistema de medida.
La presencia de mi hija en los juegos de arena me llevó a concentrarme en el aspecto lúdico de los grabados. Más complejo fue descubrir el vínculo de esa traza urbana con la naturaleza que la precedía. En una ocasión llegué ahí en metro y vi la cartografía de la línea azul, los destinos subterráneos que Cortázar comparaba con un cuadro de Mondrian. Una asociación mental equivalente a un transbordo en el metro me hizo volver al punto donde el mar surge a lo lejos. Ahí recordé una frase de Yves Bonnefoy sobre Mondrian: “el horizonte donde el blanco significa la espuma y acierta a nombrar el mar”. Rojo opera del mismo modo: nombra el mar sin imitarlo. ¿No es ésta una forma más estremecedora de recuperar lo real?
Cuando le pregunté a Rojo acerca de Mondrian su respuesta fue reveladora: los planos casi metafísicos, el estilo decisivo que asumimos como “mondrianesco”, venían de una primera etapa en la que pintó manzanos; en sentido estricto, las líneas rojas y azules eran árboles, frondas rectilíneas. Mondrian no dejó de pintar la naturaleza: se concentró en su lógica callada. La obra de Vicente Rojo está regida por la misma fuerza. En una encrucijada de edificios, descubre un agujero para ver el mar; sus mudables cuadrículas cambian al modo del follaje: reloj de hojas, miden los ciclos de la ciudad.
En sus cuatro Alteraciones del Paseo de San Juan, Rojo preserva el espacio de su niñez con fuegos de artificio (“Fiesta mayor”), la espiral de humo de un avión (“Vuelo nocturno”), el agua descubierta al fondo del paisaje (“Apunte”), las centellas donde todo es azul: la luz del mar en la clara noche de San Juan (“Mediterráneo”).
Rito de pasaje: una calle cambia con el color del tiempo: Vicente Rojo camina hacia sí mismo. –
Este texto acompaña la carpeta Paseo de San Juan: cuatro alteraciones, con grabados de Vicente Rojo, realizada en el Estudio Gráfico Enrique Cattaneo.
es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro más reciente es El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México (Almadía/El Colegio Nacional, 2018).