Uno. ¿Cómo ser justos con José Agustín? Es parte sensible de la literatura mexicana y su literatura tiene poco peso específico. Alentó un nuevo estilo en nuestras letras y nada ha envejecido tanto como su prosa. Encabezó un movimiento irreverente y ahora entrega novelas tópicas, dóciles. Quien nació adolescente optará por el elogio. Llamará revolución estética al exabrupto coloquial. Descubrirá vanguardia donde sólo hay gestos. Celebrará la frescura y obviará la miseria. Yo nací anciano.
Dos. Ocurre con José Agustín lo que con nuestras esposas: se les quiere o se les odia. Cuesta trabajo quererlas. Cuesta, incluso, ser clemente con ellas. Cualquier matiz es complacencia. No hay ninguno en mi juicio sobre Vida con mi viuda, su novela más reciente. No podría haberlo. La novela ofende tanto que uno sólo ansía venganza. La ira es retroactiva: se recuerdan sus primeras obras y nos volvemos, acaso injustamente, también contra ellas. Quien perpetra un libro como éste persigue el oprobio eterno. Duele contar su trama: un director de cine, tan erotómano como inverosímil, intercambia su personalidad con un muerto. Hay una esposa y es bruja. Hay una cofradía y es pedófila. Hay un gobernador y es tuerto. La trama no avanza, se despeña en un México futurista, tan torturado por la inestabilidad política como por la prosa de su autor. La ciencia ficción es el principio: hay misticismo zapoteco, sensualidad oriental, intrigas detectivescas y hasta un adjetivo preciso. O no existe este último. El resto, como esto, es ruido.
Tres. El crítico sobra. Existen libros que sólo toleran la burla.
Cuatro. Es difícil hablar de José Agustín y sólo de José Agustín. Es necesario fijar ciertos referentes, esbozar un contexto. Su obra vale menos por sí misma que por su ubicación en cierto entorno. La tumba y De perfil destacan por sus agregados: fueron escritas precozmente y en medio de una literatura encanecida. En otro contexto serían obras pueriles, monedas de cambio. Eso son sus libros más recientes, desprovistos de un escenario que los justifique. La literatura mexicana perdió las canas y José Agustín, su pretexto. Todos somos adolescentes ya y su adolescencia, impostada, no provoca. Sobrevive artificial, anacrónicamente. No es un autor envejecido sino, peor, irrelevante.
Cinco. O innecesario.
Seis. Piénsese en José Agustín como nuestro Dorian Gray. No envejece él sino, fulminantemente, su obra. Su lenguaje es el mismo, su mundo no transcurre, sólo menguan los resultados. La tumba, De perfil y Se está haciendo tarde (final en laguna) no son libros grandes sino válidos. Tienen una voz adolescente que pesa y significa. Un sustantivo, apenas empleado en literatura, las emparenta: autenticidad. José Agustín es incapaz de fingir: creó buenos libros adolescentes porque eso era él. Ahora es otra cosa y sus libros son lo mismo. Creció el autor sin envejecer, permaneció su obra sin vigor. Hay impostura, no autenticidad. Podría celebrarse la mentira en cualquiera menos en él. Su encanto era su sinceridad. Su sinceridad era su poética. Ahora puede obstinarse en hablarnos desde la pubertad y no nos engaña. Sabemos del retrato ajado que guarda en el armario.
Siete. Dije Dorian Gray, quise decir Peter Pan. Hay adolescencia en Vida con mi viuda pero también, y sobre todo, infantilismo. Asombra el proceso vital de José Agustín: no madura, rejuvenece. Gana letras: alguna vez fue un chavo, ahora es un chamaco. Alguna vez poseyó un acento existencialista: sus adolescentes se entregaban, mansos, al tedio. Ahora no hay tedio sino aventura. La vacuidad del mundo se puebla de maravillas. Las mujeres son hermosas. Los penes, magnos. Los orgasmos, infinitos. Todo es glande y pleno. Todo es inverosímil. Se quiere retratar el mundo indígena y se dibuja un cromo para turistas. Se desea publicitar las filosofías orientales y se promueven los bostezos. Se pretende ilustrar el sexo tántrico y nunca se sostiene el libro con una sola mano. Hay un mundo mágico sin aliento sagrado. Es infantil, sencillamente. Como los adjetivos. Como los personajes. Como los giros de la trama. José Agustín ha logrado esa cursilería: rescatar al niño, podrido y contagioso, que todos llevamos dentro.
Ocho. La rebeldía, en narrativa, es cosa adulta. Sólo son subversivos los autores que han rebasado la adolescencia. El adolescente, perplejo ante sí mismo, arrastra su vida rebelde a la página. No se bate contra las formas, extiende su imagen indolentemente. El adulto, hastiado de sí mismo, no busca ya sentido en la profundidad sino en la superficie. Descubre la forma. Se bate, sin entusiasmo adolescente, contra la forma. El lenguaje, no la sociedad, es el adversario. El lenguaje es la sociedad, la maldita sociedad. Quien comprende esto trasciende la adolescencia, puede ser subversivo.
Nueve. ¿Qué ocurre cuando un autor coloquial pierde el oído? Ocurre Vida con mi viuda. Ocurren fragmentos como éste: “Sin duda la gordoloba tenía su encanto de Miss Piggy. Calma, calma, le tuve que decir, porque ya me acariciaba el peneloup impunemente… Ay qué rico se te para. Después cogemos, ¿eh?” El ejemplo basta: José Agustín ha perdido su habilidad para reconstruir el lenguaje popular y, sin embargo, se obstina. Se obstina en eso y en cosas mayores. Desea ser el gurú de una generación que desconoce y salpica su trama de títulos de películas y canciones contemporáneas. Indirectamente acierta: está, como muchos autores mexicanos más jóvenes, obsesionado con crear un libro de culto generacional. Eso lo une a sus herederos: el costumbrismo degradado. No ya un realismo contestatario sino complaciente. No ya la crítica sino el reconocimiento. Hay un lector y se le adula. Éste es tu mundo. Éste eres tú. Reconócete en el espejo que te construyo, siéntete cómodo. Sólo la incomodidad es literaria. Sólo la extrañeza es subversiva.
Diez. Sólo tu malestar es deseable. –
es escritor y crítico literario. En 2008 publicó 'Informe' (Tusquets) y 'Contra la vida activa' (Tumbona).