Es de suponerse que los antiguos hechos memorables se contaban en la tribu como se recuerdan las cosas que hacía o decía el abuelo. Que así surgieron las leyendas que guardan la memoria de una persona, transfigurándola. Y que los hechos memorables se produjeron ante la realidad (la fiera, el enemigo, las circunstancias), no ante la imagen del protagonista. Que no actuó para que los hechos llamaran la atención y se contaran.
Las primeras famas, positivas o negativas, fueron involuntarias, como muchas todavía lo son. Y esas imágenes populares, que parecen situar a los protagonistas más allá de la vida normal, en una especie de eternidad, seguramente despertaron el deseo de fama. Héctor, en defensa de Troya, asediada por los aqueos, desafía al más valiente, soñando en derrotarlo y cubrirse de gloria (La Iliada de Homero: traslado de Alfonso Reyes, rapsodia vii):
Mañana el navegante, cruzando el mar vinoso
en su bajel que impulsan infatigables remos:
“Aquí descansa diga el ardido varón
que combatió con Héctor allá en edad remota,
y que rodó a los pies de Héctor el supremo.”
¡Y serán inmortales mi fama y su derrota!
Pero el deseo de fama también inspira al don nadie que, en 356 a.C., quemó el templo de Ártemis en Éfeso (una de las Siete Maravillas del Mundo), para que su hazaña se contara. Casi dos milenios después, en el siglo xv, entre los cercanos al sultán de Turquía era “mejor quedar con fama, aunque no fuese buena, que quedar sin ninguna”, según Fernando de la Torre (María Rosa Lida de Malkiel, La idea de la fama en la Edad Media castellana). La obsesión por la imagen de sí mismo es el tema de la novela de Oscar Wilde (El retrato de Dorian Gray, 1891): “Hay algo peor a que hablen de ti, y es que no hablen de ti.”
El tonto de Eróstrato logró pasar a la historia, pero se jactó de su crimen y lo pagó en la hoguera (ojo por ojo y quemazón por quemazón). Otros desarrollaron artimañas para hacerse famosos sin quemarse. Los testimonios o sospechas sobre estas malas artes circularon de manera secreta, oral o epistolar, como denuncias escandalizadas, chismes para ensuciar la buena fama de los otros o estrategias defensivas para poner las malas artes al servicio de las buenas causas. Marx se quejaba en 1862 de “La conspiration de silence con que me honra la canalla literaria”. Quizá por esto, cinco años después, organizó una conspiración para que se aplaudiera El capital: “Del celo y la habilidad de mis amigos de partido en Alemania depende, pues, el que el segundo tomo aparezca pronto o se retrase […] no depende de las verdaderas críticas, sino, para decirlo lisa y llanamente, de que se sepa agitar la cosa, armar mucho ruido” (cartas a Kugelmann del 28 xii 62 y 11 x 67, traducción de Wenceslao Roces).
Para fines del siglo xx, la mentalidad había cambiado. Buscar el éxito en las cumbres del Espíritu dejó de ser una pasión vergonzante. Hay un momento ambiguo, precursor, en la frase que hizo Bernard Shaw, cuando Samuel Goldwyn lo buscó para reclutarlo, con otros grandes nombres (contrató a Maeterlinck, que ya tenía el Nobel de literatura). Como Shaw no veía clara la oferta económica, le dijo suavemente: “El problema, Sr. Goldwyn, es que a usted no le interesa más que el arte, y a mí no me interesa más que el dinero” (Alva Johnston, The great Goldwyn). Así se burlaba de las máscaras sublimes de ambos: las pretensiones cultas del productor de Hollywood, las pretensiones morales del escritor frente a Hollywood.
De las admisiones socarronas, se pasó, finalmente, a los manuales de how-to. Ahora hay docenas de libros sobre cómo administrarse para volverse famoso. Por ejemplo: How to get free press, Self-promotion for the creative person, Confessions of shameless self-promoters, The unabashed self-promoter’s guide. Estos manuales sirven para lanzarse como una marca reconocible en el mercado, con métodos comerciales y de relaciones públicas. Algunos son muy detallados: cómo venderse y ser entrevistado por todo el país, lista de cosas que hay que llevar en la maleta, cómo responder a las preguntas, buena administración de las fotografías. Otros explican campañas de promoción que han tenido éxito, o recogen recomendaciones de personas con experiencia. Una escritora cuenta cómo le robó cámara al gobernador que estaba de visita en su pueblo, pidiéndole un autógrafo para su hijo y aprovechando para darle un ejemplar de su libro, con un breve discurso admirativo sobre su gobierno; discurso que lo detuvo, fijó las cámaras en ellos, etcétera.
Es más fácil reírse del fariseísmo de Marx o la ironía de Shaw que de esta inocencia generosa al compartir know-how. El énfasis ahora no está en el qué dirán, sino en la eficacia de los trucos y la buena administración de sí mismo: en la necesidad de superar la timidez, tener fe inquebrantable y no desanimarse nunca; bajo el supuesto obvio de que la fama es digna del mayor empeño. La fe inocente explica la sinceridad de muchas decepciones, cuando el deseo se vuelve realidad.
Joey Berlin (Toxic fame: Celebrities speak on stardom) compiló cientos de entrevistas sobre las realidades de la fama, y el consenso es notable: No puedes tener vida privada. “Es lo que más me pesa” (Clint Eastwood). “Es indescriptible. No puedo imaginarme gente que lo disfrute” (Uma Thurman). Me han pedido autógrafos sentada en un excusado (Carol Burnett, Tisha Campbell); orinando en un mingitorio (Paul Newman, Jason Priestley). “No puedo dejar el bote de la basura frente a mi casa, porque vienen a esculcarla” (Madonna). Te aíslan, aunque no quieras; no sólo porque te obligan a defenderte, sino porque hasta los conocidos ya no te tratan como persona, sino como estrella. “Esto me hace sufrir muchísimo” (Sofía Loren). Ven en ti lo que no eres, y ya no sabes quién eres (Jack McDowell, Edward Furlong, Tim Allen, Winona Ryder). Nunca fui una cara bonita ni un cuerpazo, ¿de dónde sacan que soy sexy? (Robert Redford, Sofía Loren, Laura Dern, Pierce Brosnan, Sarah Jessica Parker). Que te elijan “El hombre más sexy del mundo” es una ridiculez (Sean Connery, Bruce Willys, Mel Gibson, Mark Harmon, Nick Nolte, Paul Newman). No es sensual, sino terrorífico, que cuatro mil mujeres te correteen para quitarte la ropa (Marlon Wayans). “Un símbolo sexual se vuelve una cosa, y yo detesto ser una cosa” (Marilyn Monroe). Los periodistas me espantan (Emma Thompson, Sally Field, Rob Lowe). Me siguen hasta la casa, acosándome y manejando peligrosamente, como si fueran asaltantes (Lauren Holly). Cuando estaba filmando Sólo se vive dos veces, hubo un lugar donde no podía ir al baño porque metían las cámaras por debajo de la puerta (Sean Connery). “Es una pesadilla. No tienen escrúpulos” (Melanie Griffith). A todo le buscan el lado negativo (Brad Pitt). La decencia no les parece fotogénica (Kirk Douglas). Nunca escriben sobre cómo están hechas las canciones que me enorgullecen, “sólo les interesa con quién ando, cuánto bebo y cuánto gano” (Rod Stewart). Les hablas con sinceridad y te va peor (Julia Roberts, Sandra Bullock). Las mentiras que publican se vuelven realidad para la gente (Demi Moore). Todos tus actos se vuelven actos públicos. No puedes andar en la calle, ir a restaurantes o museos. “Aprendí a disfrutar la comida a domicilio” (Luke Perry). “Ojalá que pudiera no salir jamás” (Sandra Bullock). Te desconectan de la realidad. Mi trabajo se inspiraba en la vida normal, que ya no puedo vivir (Quentin Tarantino, Ellen DeGeneres, Will Smith, Robin Williams). Era bonito cuando Los Beatles tocábamos sin ser famosos. Después se volvió otra cosa. “La gente sueña con ser famosa y rica, pero, ya que lo es, siente: No, no era esto lo que buscaba.” (George Harrison). “Si hubiera sabido, habría escogido otra cosa” (Richard Dreyfuss). Yo me lo busqué, pero una vida anónima es ideal para vivir (Jack Nicholson).
El secreto de la fama está en volverse un objeto. No cualquier objeto (para lo cual basta con ser pasto de fieras o caníbales), sino un objeto de atención para muchas personas.
1. La fama no buscada surge cuando los hechos que llaman la atención se recrean de memoria como objetos verbales que comparte la tribu. Si el protagonista vive, puede reconocerse o no en ese desdoblamiento, tratar de modificarlo o, por el contrario, asumirlo y modificar su memoria o su conducta en función de la imagen que tienen los demás. La imagen no es su obra, y el autor de la misma se pierde en el anonimato. La imagen se desconecta del autor, del protagonista, de los hechos. Se va modificando, de boca en boca, y más aún al paso de los años.
2. El deseo de fama nace ante la imagen ilusoria de una plenitud inmortal. La vida representada en ese extraño objeto que se vuelve autónomo parece intemporal, una libertad fascinante, más deseable que la vida real. Hay extrañeza, pero también felicidad, en el desdoblamiento de la vida que permite verse desde afuera, como un espectáculo, más allá de las angustias del aquí. El deseo de verse objetivado en lo que dicen los demás es también una forma primitiva de buscar la conciencia de sí: de examinarse, definirse, autoteorizarse.
3. El arte de la fama busca la creación y el control de una imagen favorable y dominante de la atención de los demás. Puede tener cierta eficacia, pero el proceso es, finalmente, incontrolable. Las imágenes adquieren vida propia. La atención de los demás es veleidosa. La economía del protagonismo no depende únicamente de los protagonistas, sino de poderosas fuerzas oligopólicas y, finalmente, de las modas y el capricho del público. Es fácil acabar como el aprendiz de brujo.
4. La decepción es una lucidez tardía. Desearse a sí mismo como objeto es abdicar como sujeto. Es alejarse de la vida real hacia la vida representada en imágenes de plenitud. Aunque haya tesón para lograrlo, y hasta un proyecto planificado, no suele haber mucha conciencia de que la supuesta plenitud es una degradación. Las implicaciones reales no se ven hasta que es demasiado tarde. Ser famoso consiste en ser tratado como objeto.
Fama y gloria se usan como sinónimos, pero hay cierta diferencia. Lo famoso está en boca de todos, comentándose. Lo glorioso está ante los ojos, ante los sentidos, presente, manifestándose. La fama es posterior al asombro ante lo que llama la atención. Lo glorioso resplandece. De lo famoso se habla. La raíz indoeuropea bhâ tiene derivados de dos tipos: los que se refieren a hablar (como fama, inefable) o a resplandecer (como fanal, diáfano). Según Chantraine (Dictionnaire étymologique de la langue grecque), parece haber una ambivalencia de estos significados desde el origen. Se puede llamar diáfanos a los días, pero también a los razonamientos, como si la diafanidad del día fuese una especie de elocuencia y la claridad de los razonamientos una especie de transparencia. Dice Tomás Segovia en Anagnórisis:
El día
está tan bello
que no puede mentir
Un día espectacular en su belleza diáfana es glorioso, no famoso, porque su gloria es inmediata, pasajera, inherente a su propia manifestación. No es la gloria evocada en un poema, un cuadro, una película, por muy análoga y evocadora que sea. Menos aún la fama del nombre que se repite ciegamente para referirse a glorias que se dan por supuestas, pero no están a la vista. La gloria inmediata es una forma de revelación, como la belleza, la verdad, la autenticidad, la heroicidad. Lo asombroso distrae, interrumpe, suspende la acción. Lleva a la contemplación. Nos habla, nos hace enmudecer, nos da de qué hablar. La experiencia puede darse en muchas situaciones: fenómenos naturales, actos personales, obras de arte, que nos sacan del trato ordinario con la realidad, y la manifiestan como una revelación.
La gran obra de arte nos desconecta de la realidad inmediata, y al mismo tiempo la sitúa y nos sitúa. Nos aligera para volver a la realidad de una manera más despejada y libre, para verla con otros ojos. Las grandes obras de arte son gloriosas, aunque sean objetos, porque el resplandor es inherente a su ser. También las personas pueden esplender en algunos de sus actos, íntimos o públicos, como los fenómenos naturales extraordinarios o las grandes obras de arte. Pero hay que describir esto al revés: las grandes obras de arte tienen un efecto análogo a lo imponente de la naturaleza y las personas. Con la desventaja de que la gloria viva, natural o personal, rebasa a cualquier obra de arte como experiencia de la realidad. Con la ventaja de fijar el milagro, a diferencia de los días y las personas, que se nublan fácilmente.
Atrapar un milagro en un objeto es una buena suerte, por demás deseable. Con palabras, sonidos o pigmentos se crea una zona de libertad, un manantial de felicidad para el creador que la contempla por primera vez, y para todos los que se asomen y puedan ver el milagro. Es natural que esta gloria compartida se vuelva famosa. Lo desagradable es que tantos se sumen a los elogios, no porque vean el milagro, sino por la fama que tiene. Tienen ojos y oídos para lo que dicen los demás, no para la obra. Peor aún, la fama de las obras se traslada a sus creadores, como si los objetos maravillosos fuesen ellos, no las obras. Lo cual es negar la obra que da origen a la fama y negarlos a ellos como personas: porque no son objetos, sino sujetos. La gloria de una obra (famosa o no) está en su propio ser análogo de la felicidad, y es un milagro deseable. En cambio, para el sujeto creador, ser atrapado como objeto (supuestamente milagroso) en la jaula de la fama es una pérdida de libertad indeseable, una lamentable confusión.
La resistencia del sujeto a ser tratado como objeto no apareció con las estrellas de cine que descubren su prisión. Está en Descartes, creador del tema del sujeto como cuestión central de la filosofía. En los últimos párrafos del Discurso del método (1637), dice francamente que quiere que su obra sea leída y saber lo que piensan los lectores, pero no destacar, porque la fama es “contraria al sosiego, que tengo en más que todas las cosas”, por lo cual “agradeceré que me dejen vivir con toda libertad”. Nótese que el argumento no es moral (buscar la fama es indigno de los altos valores del Espíritu), sino puramente práctico (no vale lo que cuesta). –
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.