Querida María,
Sólo te escribí una carta en vida. Era una pequeña postal que te envié desde Roma, en el verano de 1989. En aquella tarjeta se reproducía una panorámica de la Piazza del Popolo, con la terraza del Rosati al fondo, al
pie mismo de la que había sido tu primera casa romana. Sentada en aquella terraza, escribí unas pocas palabras para decirte: “María. He fotografiado tu ventana redonda, el ojo de buey desde el que escuchabas las voces juntas de los jóvenes muertos”. La ventana que protagoniza los versos de Jaime Gil de Biedma “Cierro/ los ojos, pero los ojos/ del alma siguen abiertos/ hasta el dolor. Y me tapo/ los oídos y no puedo/ dejar de oír estas voces/ que me cantan aquí dentro”. Versos que en realidad eran tuyos, tal y como me confesaste un día bastante molesta porque el poeta se los hubiera apropiado.
Fui a Roma buscando tus huellas. Todos los gatos de la ciudad me habían seguido pronunciando tu nombre, preguntándome por su protectora. Caminé por la Vía Appia intentando encontrar a tu enamorado adolescente, el del puño en alto. Creí verle sobre aquella estela. Y te vi también a ti y vi a tu hermana Araceli, barriendo las tumbas entre los cipreses. Me pareció notar también tu presencia frente a la estatua de Giordano Bruno en Campo di Fiori y en la Piccola Sixtina… Es curioso, yo, que nunca te había visto fuera de tu caverna de la calle Antonio Maura, me sigo encontrando contigo al aire libre, en aquellos lugares tan emblemáticamente tuyos, en las calles del viejo Madrid, en Roma, en Vélez, en Segovia… Te descubro, incluso, en las ciudades en las que nunca he estado: en Morelia, en La Habana, en La Pièce, en los claros de un bosque que conozco y en los senderos que he soñado. Tu presencia se superpone a todos los espacios, habita en un lugar sin lugar, en un tiempo nómada que nunca acaba de transcurrir, que se resiste a ser depositado en un instante. Tu imagen fluye como la luz, regresa tras la aurora porque permanece en la noche de lo sagrado. Dentro de mí retumban tus palabras y tus silencios. Y aunque cierre los ojos y aunque me tape los oídos, continúas ahí, interrogando a la oscuridad.
Querida María. Quiero ahora escribirte esta carta para recuperar todas las que no te envié. Marina Tsvietáieva, que, como tú, era una devota del género epistolar, le dice en una de sus misivas a Pasternak: “El tipo de relaciones que prefiero es ultraterreno: el sueño, ver en sueños. Y en segundo lugar, la correspondencia. La carta. Una forma de relación ultraterrena, menos perfecta que el sueño, aunque regida por las mismas leyes. Ni uno ni otro llegan voluntariamente. Se sueña y se escribe no cuando lo queremos, sino cuando a ellos les apetece”. El sueño y la correspondencia que tan necesarios fueron en tu existencia. Nunca dejaste de soñar y creo que tu epistolario supera las mil cartas. En tu peregrinar por el mundo, de exilio en exilio, la carta fue siempre el cordón umbilical que te ataba a la realidad allí donde estuvieras. En ellas dialogas con tus amigos, pero también con tus propias intuiciones filosóficas y poéticas. Como en aquella que le escribiste a Rafael Dieste, donde le explicas tu convencimiento de que la razón en ese momento sólo puede ser “razón poética”: “Hace ya años, en la guerra, sentí que no eran ‘nuevos principios’ ni una ‘reforma de la razón’, como Ortega había postulado en sus últimos cursos, lo que ha de salvarnos, sino algo que sea razón, pero más ancho, algo que se deslice también por los interiores, como una gota de aceite que apacigua y suaviza. Razón poética… es lo que vengo buscando”. Como las muchas que intercambiaste con Luis Fernández, con Lezama Lima, con Cernuda, con Emilio Prados, Rosa Chacel y Albert Camus, Cioran, Octavio Paz, René Char, y tantos y tantos otros. Y las más personales, las que alimentaban y mantenían la llama del amor, el prohibido, Miguel Pizarro. O una muy curiosa que tuve oportunidad de tener en mis manos en casa del albacea de León Felipe, una carta tuya dirigida al poeta en la que expresabas sentimientos que me arrancaron una sonrisa cómplice, y me hicieron alegrarme de comprobar que también eras de carne y hueso. Aquella carta te mostraba más humana ante mis ojos. Luego he visto publicada una que León Felipe te envió en diciembre de 1944, en la que tal vez estuviera respondiendo a esa tuya. En ella te decía: “No tomes en cuenta mi silencio porque mi vida anda más desordenada que nunca… Déjame que te escriba otro día con más entusiasmo. Ahora no podría decirte nada agradable. Tal vez vengan días en que hablemos largamente. No me moriré sin hablar contigo largamente”. Y debo decirte que siempre me quedé con las ganas de preguntarte si esa conversación había tenido lugar.
Querida María, perdona que te escriba tan a destiempo, pero es ahora cuando esta carta ha querido escribirse. El pasado 22 de abril cumpliste cien años. Con ese motivo se han organizado bastantes eventos en torno a tu vida y a tu obra. Me alegra ver que tu nombre sigue vivo, escuchar a quienes se entusiasman con nuevas incursiones en tu filosofía. Cada nueva ocasión es una oportunidad de que algunos lectores se acerquen a ella. Quizás también para eso te estoy escribiendo esta carta, para agradecerte lo mucho que me has aportado y de paso decirle a ese lector que aún no te conoce que merece la pena ir en busca de tus libros, porque, como decía Cioran, tus palabras nos conducen hacia nosotros mismos: “Por eso desearía uno consultarla al llegar a la encrucijada de una vida, en el umbral de una conversación, de una ruptura, de una traición, en la hora de las confidencias últimas, grávidas y comprometedoras, para que ella nos revele y nos explique a nosotros mismos, para que ella nos dispense de algún modo una absolución especulativa y nos reconcilie tanto con nuestras impurezas como con nuestras indecisiones y nuestros estupores”.
Acaba la conmemoración de tu centenario, y puede decirse que ha sido un éxito: congresos, encuentros, exposiciones…Tienes ya un sello con tu efigie, y una fundación que lleva tu nombre, y ahora una película. Dentro de poco tendrás también biografía, pero me entristece pensar que aún no tengas Obras Completas. Y en ese mundo tan tuyo de la filosofía quizá se deba interpretar que es así porque quienes podrían hacerlo no acaban de atreverse a abordarlas, porque a nadie, ni editorial ni institución, le parece rentable emprender ese cometido. A tu muerte, en 1992, el periódico francés Liberation abría sus páginas de libros con tu fotografía y afirmaba que estabas considerada nuestra filósofa más importante, a la altura de otros dos “grandes de España”, Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset. Ahora que acaban de ver la luz las cuartas Obras Completas de Ortega, justo en tu centenario, parece más insultante que tú, su “discípula más aventajada”, todavía no tengas las primeras y más aún que algunos de tus ensayos fundamentales sigan siendo inencontrables en las librerías.
En varias ocasiones me han pedido que cuente mi relación contigo, al fin y al cabo recabar testimonios de las personas que te conocieron o te trataron forma parte del ritual escenográfico de la conmemoración de un centenario. Debo decirte que cuando he hablado sobre ti, en pocas ocasiones, por otro lado, tenía la sensación de que no le iba a interesar a nadie lo que yo tuviera que decir, que probablemente aporte mucho a mi biografía, pero muy poco a la tuya. Por eso, si ahora me he decidido a escribirte esta carta abierta es fundamentalmente para hacerte saber lo decisivo que fue para mí conocerte y reconocer mi deuda contigo. Impresa está también tu huella en muchos de los que te frecuentaron. Tu influencia atraviesa la poesía en lengua española de los últimos años como una estela luminosa. Mediadora con la revelación y las verdades esenciales, tu palabra es antorcha que ha venido guiando a quienes aspiraban a ir un poco más allá de la evidencia, a quienes querían adentrarse en los territorios del alma. Legado, sí, de lo oscuro, pero de una oscuridad engendradora, semilla que germina en las zonas de sombra y se propaga luego veloz hacia la luz, hacia la aurora. Poetas de varias generaciones reconocen haber sido atraídos en algún momento por el imán de tu voz: Emilio Prados, Rafael Dieste, León Felipe, Luis Cernuda, José Lezama Lima, René Char, Cintio Vitier, Eliseo Diego, José Ángel Valente, José Miguel Ullán, Clara Janés, Antonio Colinas, María Victoria Atencia, Julia Castillo y muchos más.
Quizás también me haya impulsado a escribirte esta carta la película que acaban de estrenar sobre tu vida, María querida. No voy a juzgarla, porque, fiel o no, cumple un cometido pedagógico fundamental y me parece un intento más que honesto de darte a conocer. Pilar Bardem aparece magistral disfrazada de ti, pero obviamente no va mucho más allá de un disfraz, ni creo que lo pretenda. Tú no estás en esa película. Apenas algunos gestos tuyos superficiales. Pero nada refleja tu complicada vida interior, los paréntesis, los vacíos, las sombras borrascosas, las cicatrices de la derrota. Muestra tu perfil más amable, pero ignora el tormento, pasa por alto la amargura, la soledad inconsolable. Tal vez, si al final me he animado a escribirte, ha sido un poco espoleada por esa imagen tuya en la pantalla grande, pensando hasta qué punto la ficción puede sustituir a la realidad. Por eso te escribo, porque quiero fijar ese recuerdo tuyo sin que ninguna ficción lo sustituya.
Los casi veinte años que he dedicado profesionalmente a la literatura como periodista cultural me han deparado decepciones y privilegios. De las primeras, es mejor olvidarse. De entre los privilegios, sin lugar a dudas, el mayor fue conocerte y tratarte, algo que ha dejado en mí una marca que permanece y no sólo en mi poesía sino también en mi persona. Yo era una joven de 24 años que acababa de llegar a Madrid y había comenzado a trabajar en el suplemento Culturas de Diario 16, dirigido entonces por César Antonio Molina, a quien le había pasado el testigo tu buen amigo José Miguel Ullán. En ese suplemento, en su número inaugural de 1985, había leído yo tu primer artículo en su primer número de 1985. Se titulaba “Aquel 14 de abril”. Desde entonces yo coleccionaba todos tus artículos sin saber lo importante que un día llegarías a ser en mi vida.
En aquel momento sólo conocía un libro tuyo, al que sigo volviendo cada vez, como quien acude al manantial cuando la sed acecha, era Claros del bosque. Ese libro, el más poético, tan hondamente sentido, es el más tuyo, decías, que por algo era el que más te había costado escribir. Un libro transparente, en el que pensamiento y poesía se funden sin saber a cuál de los dos pertenece cada palabra, porque comparten un idéntico latido, “el saber del corazón”, una misma conciencia estética, capaz de pensar el ser, de pensarse pleno de significados, escuchando el eco remoto de la palabra perdida, de la que aún no ha sido pronunciada. Un libro que me dio nuevos argumentos para escribir poesía buscando también esa palabra perdida y me hizo entender aquella frase de Gadamer: “un poema no es más que una palabra pensante en el horizonte de lo no dicho”. Tu filosofía era “la razón que se esconde para dar señales de vida”, como un oleaje de las entrañas donde se remueven todas las preguntas originales. “La filosofía es el purgatorio y hay que recorrerlo yendo, viniendo, convirtiendo el laberinto en camino”. Y cuántos caminos abiertos a través de todos tus libros: La tumba de Antígona, De la Aurora, El sueño creador, Notas de un método, Delirio y destino, El hombre y lo divino, Hacia una saber sobre el alma…
Fue en una tarde primaveral cuando César Antonio Molina me llevó hasta tu casa de Antonio Maura. “Apréndete el camino, me dijo, porque tendrás que venir muchas veces.” Efectivamente, a partir de entonces una de las tareas que yo tenía asignadas en la redacción del suplemento era visitarte periódicamente y grabar tus artículos cuando me los dictabas, o sólo recogerlos cuando me los entregabas en unas pocas cuartillas. Aún conservo uno titulado “Fábula del poder y el amor”, escrito a máquina y lleno de tachaduras y correcciones manuscritas en tinta azul. Muy pronto aquella dejó de ser una tarea profesional para convertirse en una devoción. Subía hasta el cuarto piso de tu casa despacio, como quien asciende una montaña (Mi poética sigue siendo aquel poema que te dediqué: “Yo buscaba palabras/ como quien desenreda sus pasos en la nieve/ montaña arriba…”). Me sentía cerca de un oráculo, en un lugar sagrado, alejado del tiempo. Siempre me abría la puerta tu primo Mariano, con su cara risueña y asombrada. Mariano, ese ser tan especial que te acompañaba tanto que apenas te sobrevivió unos días, como si se hubiera ido contigo para seguir siendo tu centinela. Y allí estabas tú, siempre sentada en aquel salón. La luz entraba por la ventana, discreta, pidiendo permiso para atravesar la estancia, tímida, como consciente de que tú sabías mucho sobre ella y aún más sobre sus sombras. Cada tarde, en el mismo lugar. Y siempre bien arreglada, coqueta, te gustaba que te dijeran pequeñas ñoñerías femeninas sobre tu buen aspecto. Cuando tenías un día tranquilo, tu sentido del humor seguía aflorando chispeante, irónico, con mucha sorna. Pero no es verdad que siempre estuvieras riéndote. A veces me recibías enfadada, y no era un enfado concreto, sino con la vida en general, con el universo todo. Y no me sorprendía. Me preguntaba muchas veces cómo era posible que no estuvieras aún más enfadada, con todo lo que habías pasado y tanto como la vida te había maltratado, me costaba entender que todavía fueras capaz de mantener aquella calma tan ejemplar. Pero la mayor parte de las veces, allí, a tu lado, se respiraba quietud. Era como entrar en El sueño creador, cuando se retira el tiempo y nace el pensamiento. Un paréntesis, una tierra de nadie, un espacio desierto. Tu casa no estaba nada recargada. A tu alrededor, apenas unos pocos objetos antiguos, testigos mudos de tu peregrinar, objetos que, probablemente, te habían acompañado aquí y allá, y que siempre me hacían pensar en los ausentes, en aquellos que, seguramente, habrías tenido que ir abandonando en el camino, de mudanza en mudanza. Y además de tus dos gatas grises, te acompañaban algunos cuadros. Había uno que siempre captaba mi atención, tan significativo, El regreso del hijo pródigo, de Ramón Gaya, con sus tonos ocres y azules, ese color al que tú llamabas “tierra cocida rojiza” y sus simbólicos personajes, rodeados por una aureola de luz. Y estaban los cuadros que no estaban, pero de los que tú siempre hablabas. (“Lo que me ha acompañado más ha sido alguno de los cuadros que llevaba dentro de mí”: la Santa Bárbara del Maestro de Flemalle, ese donde tú habías aprendido la calma. “Había penetrado en mí, quizá, esa calma que a veces he guardado en situaciones difíciles; y en medio de cuánta ira, de cuánta injusticia, de cuánto furor, yo guardaba la calma”. Y La tempestad enigmática de Giorgione y los blancos de Zurbarán. Y permanecía también aquel otro cuadro del que tú me habías hablado, Cabeza de res con manzanas de Luis Fernández, gracias al que, algún tiempo después, conocería al que había sido otro de tus amigos, José Ángel Valente, a quien se lo habías regalado.)
Te vuelvo a ver frente a mí, a veces callada durante un rato largo, antes de empezar a grabar el texto de ese día. Hablamos de la ciudad, me pides que te cuente lo que he hecho. Me interrogas. En ocasiones no querías hablar y nos quedábamos compartiendo un largo silencio. Aquel silencio es el más lleno al que he asistido en mi vida. “Hay momentos en que se me aparece de inmediato la posibilidad de no volver a hablar nunca”. Aunque tu casa era, según afirman los testimonios, como el Arca de Noé, siempre llena de gente, yo te recuerdo sola en aquel salón. De vez en cuando entraba Mariano o Iovanna, alguna vez Rosa, o tu primo Rafael. A veces coincidí con Jesús Moreno, con Rogelio Blanco, con Julia Castillo o Javier Ruiz, pero la mayor parte de las veces estabas sola. Y te veía como Antígona, suspendida en un no-lugar, al que todos acudimos para descifrar nuestras propias incertidumbres. Una soledad que no se podía acompañar porque era un espacio inexpugnable. El exilio formaba ya parte de tu ser y nunca abandonarías tu condición de exiliada. En el texto titulado “De una correspondencia” escribías en junio de 1988: “¿Por qué tuve que volver? ¿Por qué sentí la necesidad emanada como de fuera de mí misma de que tenía que recogerme? Siempre al final sucede lo mismo: la necesidad imperiosa de la gruta, de la caverna, como hormigas tenemos que recogernos…” Y así te veía yo, a ti que tanto te había gustado correr a contraviento, te veía ahora como en una gruta en el centro de Madrid. Seguías exiliada, porque, como tú misma me decías: “Amo mi exilio, el exilio ha sido como mi patria. Los cuarenta años de exilio no me los puede devolver nadie”. Pero no había rencor.
La ciudad, ruidosa, seguía su ritmo. Cuando salía de tu casa tenía la sensación de haber estado en un lugar suspendido y lejano. Me costaba volver a la realidad. Y demoraba mis pasos hasta el monumento a los mártires de la Independencia, a unos metros de tu casa, donde siempre está encendida una llama en honor a todos los que dieron su vida por España, y allí me quedaba un rato largo viéndola oscilar. Miraba a esa llama fijamente hasta ver “el centro oscuro de la llama”. Luego caminaba hasta la Plaza de Cibeles, pensando en todos tus dioses muertos.
Fueron muchos los días y muchos los textos. Nunca agradeceré bastante aquella oportunidad que me fue dada. Yo acudía con mis veintitantos años y mi pequeña grabadora. La acercaba a tus labios con timidez para captar tus palabras que se iban haciendo profundas, cavernosas. El primer texto que grabamos fue un recuerdo de César Vallejo, con el que no llegaste a hablar nunca, pero del que, según me contabas, conservabas una imagen muy viva de una tarde entera sentada frente a él, mirándole. Fue en Valencia, durante la guerra, en el Congreso de Intelectuales Antifascistas. “Su cráneo parecía hecho sólo de huesos, de fuego y de voces recónditas”, me decías. Luego se sucedieron otros textos y otros recuerdos, de Roma, de Cuba, de Alfonso Reyes, con el que recordabas una preciosa tarde a las orillas del lago de Pátzcuaro, y tu eterno agradecimiento a México: “Sólo México nos abrazó cuando ningún país nos quería a los refugiados españoles”.
Y cómo olvidar tu entusiasmo aquel día de 1988 en que te concedieron el Premio Cervantes. Recuerdo que me telefoneaste a la redacción del periódico como una escritora primeriza, entusiasmada y nerviosa (“Me ha llamado Semprún para decirme que me han dado el Cervantes”), y yo salí corriendo a comprar un ramo de rosas y me fui a tu casa a celebrarlo contigo. Me costó llegar hasta tu puerta porque el rellano estaba lleno de periodistas y fotógrafos. Me abrió Iovanna. Y dentro, sólo tú, en el mismo lugar que otros días, ahora con la calma de siempre, como si no hubiera pasado nada. Después de aquel día tardé un tiempo en verte. Había demasiada agitación a tu alrededor y yo preferí retirarme, te veía en las fotografías de la prensa, con todas aquellas personas que querían hacerse la foto a tu lado.
Pasado algún tiempo, me llamó un día Víctor García de la Concha, entonces director editorial en Espasa Calpe, para proponerme que escribiera un libro sobre ti. Me hubiera parecido un atrevimiento. Existían y existen grandes especialistas en tu obra que, sin duda, lo podían hacer mucho mejor que yo. Cuando insistió, se me ocurrió una idea más acertada: con la cantidad de obra inédita que tenías, lo más apropiado era que intentase publicar un libro tuyo. En nuestras conversaciones casi siempre hablabas de pintura y de aquel viejo proyecto de libro para el que incluso tenías pensado el título, Algunos lugares de la pintura, en el que se pudieran reunir tus textos sobre arte. A ti te gustó la idea y durante unos meses trabajé contigo en la recopilación de esos textos. Mi mayor preocupación entonces era luchar contra el reloj para que lo vieras terminado. Tu salud se iba deteriorando y yo quería que lo tuvieras en tus manos antes de irte, era la única manera que el destino ponía a mi alcance de devolverte un poco de lo mucho que me habías dado. En él empleé todo mi entusiasmo. El libro se publicó unos meses antes de tu muerte. Y para entonces ya estabas pensando en el siguiente, infatigable. Me hablaste alguna vez de otro libro en el que también habías pensado: Algunos lugares de la poesía, que por una u otra razón nunca llegaría a realizarse.
Tus silencios se hacían cada vez más largos. Un día me llamó Rafael. Estabas en el Hospital de la Princesa. Fui a verte. Iovanna aprovechó para salir un momento y yo me quedé a solas contigo, acompañándote desde el pie de aquella cama con barrotes que parecía una cuna. Rodeada de aparatos y algunos cables, me mirabas fijamente, en silencio. De pronto me llamaste hacia tu cabecera: “Acércate, que todos estos aparatos son para hacernos una foto”, me dijiste. Y te reíste con toda la fuerza de la que eras capaz en ese momento, que ya no era mucha. Como si esperases sólo ese fogonazo final, el que habría de inmortalizarte. Creo que no le tenías miedo a la muerte. Me acerqué y cogí tu mano y supe que aquella era la primera y la última fotografía que me hacía contigo. Luego algo parecido al delirio, en el que hablabas de puertas y dinteles. Nunca olvidaré ese momento. Otra vez Antígona al borde del abismo, en ese instante en que no estabas ni aquí ni allí, sólo en el tránsito. Entendí que era la última vez que te veía. Te di un beso y me fui con esa fotografía impresa en mi corazón. Se hacía de noche en las calles de Madrid y tú te estabas acercando a tu noche. Al día siguiente tenía que viajar a Córdoba. Mientras agonizabas yo estaba leyendo poemas y pensando en ti (“Montaña arriba, silencio sin mirada,/ muchedumbre de voces alambradas de abismo… las alas de la luz,/ los goznes de la luz…”). Esa noche me llamaron para decirme que habías muerto. Y al día siguiente fui a encontrarme contigo a Vélez, a acompañarte en tu entierro. Era un día luminoso de febrero. Cuando llegué a tu capilla ardiente a primera hora de la tarde, allí había una muchedumbre de niños, una cola de colegiales que, según me contaron cuando les pregunté, eran alumnos de una escuela que lleva tu nombre. Caminaban despacio e iban asomándose a tu ataúd, algunos tenían que alzarse un poco sobre la punta de sus pies y tuve la sensación de que se asomaban como quien se asoma al mar desde un acantilado. Como quien se asoma a la noche donde duerme la aurora.
Querida María. La única intención de estas palabras a destiempo es demostrarte mi admiración y agradecerte esos recuerdos a los que yo también me asomo de puntillas, esperando hacerme digna merecedora de ellos, con todo mi cariño y mi respeto. Hasta siempre,