Cada página del último libro de Henry Kissinger, World Order, trasmina un sabor a último legado. La edad, su larga experiencia en la teoría y la praxis política, su inteligencia y hasta los retorcimientos verbales del inglés tardío de Kissinger le dan a sus conclusiones el tono y el peso de un epitafio perfecto.
Algunos botones de muestra. El imperio austro-húngaro, afirma Kissinger, decidió su destino durante la guerra de Crimea, a mediados del siglo XIX, cuando le dio la espalda a Rusia e intentó conquistar un trozo más de los Balcanes. Diez años después, Bismarck emprendió la unificación alemana y le arrebató a Viena sus banderas y tajadas crecientes de poder con la aprobación de Rusia. ”Austria aprendió demasiado tarde —concluye Kissinger— que en los asuntos internacionales una reputación de confiabilidad es un activo mucho más importante que las demostraciones de ingenio táctico”.
Es difícil encontrar una definición mejor de la centenaria, peculiar y peligrosa visión rusa del orden internacional. Si para los países de Europa este orden ha implicado la búsqueda de un intrincado mecanismo de balance de poder para mantener la estabilidad mundial, “para Rusia ha sido un choque perpetuo de voluntades, que Rusia aprovecha para extender sus dominios una y otra vez hasta el límite de sus recursos materiales”.
Y Kissinger es justamente lapidario en la descripción de la centralidad (histórica y actual) de Alemania en los asuntos europeos: dividida, fue siempre una tentación para que sus vecinos extendieran sus territorios a su costa; unida ha sido demasiado poderosa para que esos vecinos puedan contenerla: “Alemania, a lo largo de su historia, ha sido o demasiado débil o demasiado poderosa para garantizar la paz de Europa”.
En unos cuantos párrafos despacha asimismo la corrección política de quienes sostienen que el islam es compatible con la democracia o con un orden internacional entre naciones que se reconocen como iguales en sus derechos y obligaciones. La sharia y la democracia son incompatibles porque la ciudadanía plena se define a partir de la religión. El concepto islámico “binario”, como lo califica Henry Kissinger, del orden mundial predica la superioridad de los países musulmanes que conforman el dar al-Islam, la casa del islam, que debe estar gobernada por un califato que tiene el mandato divino de incorporar por el convencimiento o por la violencia armada a todos los territorios no islámicos que conforman el dar-al harb: el ámbito de la guerra. Ese orden binario es la fuente de legitimidad de movimientos como Al Qaeda, Boko Haram, ISIS y sus campañas de conversiones forzosas, violaciones masivas, decapitaciones y ataques terroristas. Y también, de sus llamados a restablecer el califato islámico que desapareció junto con el imperio otomano.
El viaje al pasado que emprende Kissinger y la descripción de los protagonistas de la historia que pueblan el libro, tienen un objetivo único: trazar el mejor modelo para establecer (o restablecer) un orden mundial que limite la capacidad de maniobra de países y organizaciones que optan por la guerra para expandir su territorio o imponer su peculiar visión del mundo. Para Kissinger, ese modelo ideal echó raíces en el siglo XVII con la paz de Westfalia que dio fin a una guerra de 30 años que devastó Europa.
El acuerdo fue el arranque de la modernidad en la política internacional. El Estado soberano se convirtió en el cimiento del orden europeo. Un arreglo plural dado que cada nación podía decidir su manera de gobernar y la religión que profesar sin intervención del exterior. Westfalia abrió la puerta a alianzas dispares pero eficaces (por ejemplo, entre países protestantes y católicos) cuyo único objetivo era mantener el balance del poder que garantizara la paz y la prosperidad de Europa.
Hasta aquí, el modelo suena fácil: en el papel, hasta el sentido común indica que es posible establecer un orden internacional sustentado en la confluencia de intereses nacionales. El asunto se complica cuando Kissinger le suma otras condiciones: la necesidad de que esos países estén gobernados por estadistas visionarios convencidos de la prioridad de la raison d´État —como el célebre Cardenal Richelieu— y del trazo de una política exterior estratégica, con fines claros y de largo plazo, cimentada en el conocimiento profundo de amigos y enemigos. Para tener éxito, el modelo requiere también la presencia de un garante comprometido (como la Gran Bretaña hasta principios del siglo XIX o Estados Unidos en el XX).
La propia biografía de Henry Kissinger es una prueba de las abismales dificultades que implica construir y sostener un modelo westfaliano. Ha descrito y defendido su desempeño como artífice de la política exterior estadounidense en otros escritos. En este mantiene una agradecible distancia. Pero el desapego narrativo no neutraliza sus logros y fracasos. Por momentos, los resalta: Richelieu parece hablar a través de Kissinger —o Kissinger a través de Richelieu—. Desapego o no, Henry Kissinger no tiene ya una vida política por delante y en el balance de la que sí tuvo, no figurará en la historia junto al cardenal Richelieu.
Kissinger agigantó artificialmente el poderío del enemigo al que convirtió en el eje de la diplomacia estadounidense en los años setenta: la Unión Soviética no tenía ya ni el poder ni los recursos para disputarle a Estados Unidos su hegemonía en todos los rincones del planeta. Este fatal error de cálculo distorsionó la política norteamericana, generó intervenciones inaceptables (como en Chile durante el gobierno de Allende) y el descuido de regiones estratégicas como el Medio Oriente (donde fueron los demócratas, con Carter a la cabeza, los que negociaron el histórico acuerdo de paz entre Egipto e Israel en 1978). Kissinger pasará a la historia con un solo activo en la mano: como el arquitecto del deshielo entre los Estados Unidos y China.
Más allá de la biografía de Henry Kissinger, la pregunta central de su libro (y de varios ensayos recientes de otros autores) queda en el aire: ¿es posible construir un nuevo orden mundial en el siglo XXI?
Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.