Lo primero que se tradujo de Hemingway al español fue el relato “Los asesinos”, uno de los más conocidos de su primera etapa. No con ese título sino con el de “Los matones”, estaba incluido en el volumen 10 americanos de hoy que Zeus publicó en 1932. Zeus era, como Cenit, una de las más destacadas editoriales izquierdistas de la época.
Por eso no puede extrañar que el responsable de la selección, Julián Gorkin, declarara en el prefacio su propósito de dar a conocer una literatura “independiente y de inspiración social, cuyos representantes tienen que mantener una lucha titánica con los plutócratas del dinero, los tartufos prohibicionistas y lectores de la Biblia”. La nómina de autores incluía a los más conspicuos entre los escritores norteamericanos considerados próximos al socialismo: Jack London, Theodore Dreiser, Sinclair Lewis, Upton Sinclair, Sherwood Anderson, John Dos Passos…
Para entonces Julián Gorkin había publicado un par de obras de teatro político (la puntualización es suya), una novela titulada Días de bohemia y unas cuantas traducciones. Más destacado, sin embargo, como activista de izquierdas que como literato, no es casualidad que su autobiografía lleve el título de El revolucionario profesional. Julián Gómez García había nacido en una localidad próxima a Sagunto y pasado la infancia en el pueblo natal de su padre, en la provincia de Teruel. Al poco de cumplir los 17 años ingresó en un sindicato de empleados de la CNT y en la Juventud Socialista de Valencia, de la que seis meses después fue elegido secretario general. Un artículo suyo publicado por entonces en el semanario de esta organización enfureció a sus parientes conservadores, que le acusaron de deshonrar sus apellidos. Cuando tal cosa ocurrió, había empezado a leer una novela de Gorki, y en homenaje al autor ruso decidió adoptar el seudónimo que le acompañaría hasta la muerte.
En abril de 1921 asistió a un congreso en el que los socialistas debían debatir si aceptaban las férreas condiciones impuestas por Moscú para su adhesión a la Internacional. El joven Gorkin se alineó con los más de seis mil militantes que, con su voto favorable, abandonaron la organización de Pablo Iglesias para incorporarse al recién fundado Partido Comunista de España. Su vida de revolucionario profesional acababa de empezar, y ese mismo año, huyendo de la justicia española y de la guerra de Marruecos, se refugió en París. Elegido secretario de la Subsección de Lengua Española del partido y obligado a cambiar constantemente de domicilio e identidad, su misión principal consistía en realizar labores de propaganda entre los emigrantes españoles. En 1924 conoció a Joaquín Maurín, que estaba de paso por la capital francesa en uno de sus viajes a Moscú. Gorkin vio en Maurín las virtudes necesarias para liderar el comunismo español (“dedicación plena a la causa, valor moral, firmeza a la vez que flexibilidad de carácter, asimilación e irradiación políticas”), y en sus memorias reconoce que llegaría a ser “el único jefe que aceptara en mi vida”.
En marzo de 1925, el propio Gorkin viajó a Moscú, y Andreu Nin, que vivía allí desde 1921 y ocupaba el cargo de segundo secretario de la Internacional Sindical Roja, le previno contra la atmósfera de intrigas y sospechas que se había generalizado tras la muerte de Lenin y las consiguientes luchas por el poder. No mucho después, Gorkin se enteró de que la correspondencia que había dirigido a su mujer, “cartas llenas de reservas respecto de la URSS y de la Internacional”, había sido intervenida y estaba en poder de la GPU, y antes de abandonar el país hizo una visita al mausoleo en el que se exhibía el cadáver embalsamado de Lenin y mantuvo con éste un diálogo imaginario: “He entrevisto por doquier el terrorífico perfil del monstruo: la burocracia ascendente, la corrupción y el arribismo ávidos y maniobreros, la intriga ponzoñosa, una mentalidad y unos métodos policíacos… ¿Ha surgido todo eso después de tu muerte o hay que buscar el mal de origen en el propio bolchevismo?”
Tal como recuerda François Furet en El pasado de una ilusión, el debate doctrinal en el seno del comunismo ruso había desaparecido por completo con la muerte de Lenin. A partir de entonces, ser comunista consistiría “menos en ser marxista que en creer que el marxismo lo encarna la Unión Soviética”, lo que redujo el campo político a dos únicos bandos: “el que no está conmigo está contra mí, el que no es revolucionario es contrarrevolucionario”. El cambio de bando de Gorkin no acabó de producirse hasta 1929. Para provocar su exclusión de la Internacional sólo tuvo que traducir el ensayo La revolución desfigurada, en el que Trotski condenaba la burocratización del régimen soviético. Con la publicación de ese libro concluyó la etapa de revolucionario profesional de Gorkin, que a partir de entonces se ganó la vida colaborando desde París con las principales editoriales españolas de izquierdas. Tras la proclamación de la Segunda República viajó en tren a Madrid (donde fue recibido por un hombre del que pronto volveré a hablar, Juan Andrade) para terminar instalándose en Barcelona, y la represión que siguió al movimiento insurreccional de octubre del 34 le obligó a huir de España en el barco de unos contrabandistas y refugiarse nuevamente en París. Un año después, en septiembre de 1935, intervino en la fundación del POUM, producto de la fusión del Bloque Obrero y Campesino de Joaquín Maurín y la Izquierda Comunista de Andreu Nin. El nuevo partido, aunque habitualmente tildado de trotskista, se había creado en realidad contra el parecer de Trotski, que en vano había dado instrucciones a sus partidarios españoles para que ingresaran en el PSOE. Trotskistas o no, Julián Gorkin y sus compañeros del POUM no tardarían en sufrir una persecución semejante a la que en la URSS se había ya desatado contra los opositores a Stalin.
Tres años después, en 1938, apareció un libro titulado Espionaje en España, que recogía y elevaba a verdad irrefutable las falsas pruebas que implicaban a los dirigentes del POUM en una conspiración falangista. Ni su supuesto autor, un improbable Max Rieger, ni sus traductores, Lucienne y Arturo Perucho, son conocidos. No ocurre lo mismo con su prologuista, el poeta católico y comunista José Bergamín, al que Stephen Spender, que lo conoció durante el ii Congreso de Escritores en Defensa de la Cultura, calificaría de “paradójico y sensible” en sus memorias. Más paradójico que sensible, Bergamín tenía por fuerza que sospechar que el contenido de Espionaje en España no eran sino viles patrañas y, a pesar de todo, no tuvo empacho en afirmar que “los hechos que aquí se refieren manifiestan, por ser extremos, la verdadera índole de una labor contrarrevolucionaria y fascista”. En un momento como aquél y unas circunstancias como aquéllas, declarar, como hizo Bergamín, que el partido de Nin no era “una organización en convivencia [sic] con el enemigo, sino del enemigo mismo” y tildarlo de “verdadera figura visible de caballo de Troya” equivalía a legitimar la brutal represión de la que los hombres del POUM eran objeto. El argumento de que defender el trotskismo español era “pasarse al enemigo” se había convertido en una suerte de lugar común, y ni siquiera llama demasiado la atención el hecho de que aprovechara la ocasión para arremeter contra los “angustiados” intelectuales franceses que habían enviado un telegrama reclamando para los encausados las debidas garantías procesales. ¿Garantías procesales?, contesta un sarcástico Bergamín, ¿cómo se pueden pedir tales cosas “a un gobierno que prácticamente las lleva con extremo y que en este caso concreto lo viene demostrando, diríamos que exageradamente”?
En Tras las huellas de un fantasma, el profesor Gonzalo Penalva dice que Bergamín, entonces presidente de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, aceptó prologar el libro porque se lo pidió Juan Negrín y porque creía sinceramente en la veracidad de las acusaciones. Esta segunda razón parece más que discutible, dado que Bergamín, aunque comunista de nuevo cuño, conocía la irreprochable trayectoria revolucionaria de Nin, Gorkin y compañía, y es de suponer que alguien como él albergaría alguna reticencia ante la disparatada teoría de una conspiración de falangistas y gente del POUM. Pero tal reticencia nunca fue expresada y, años después, en lugar de reconocer el error de haber redactado ese prólogo, seguía afirmando “de modo terminante que, en las mismas circunstancias, lo escribiría cien veces”. Su adhesión al estalinismo se mantuvo intacta tras la derrota republicana, y en El pasajero, de 1943, tacharía a Trotski de “charlatán incansable” y “parlanchín desorejado”, en contraste con “un hombre callado y muy atento siempre, por el oído, a todo lo que le rodeaba: el gran escucha Stalin”.
No se equivoca Gonzalo Penalva cuando, frente a la cobardía del enmascarado autor del libro, elogia a Bergamín por tener al menos la valentía de estampar su firma en el prólogo. El tal Max Rieger que presuntamente había escrito en francés Espionaje en España era en realidad el profesor de Derecho Romano y traductor Wenceslao Roces. En aquel momento, Roces ocupaba la subsecretaría del Ministerio de Instrucción Pública que dirigía el comunista Jesús Hernández. Si hemos de creer a Antonio Machado, tanto al subsecretario como al ministro debía “la instrucción en España más que a un siglo de sus predecesores”. Wenceslao Roces, un asturiano bajito de aspecto apocado, era autor de algunas de las traducciones más manejadas de Hegel y de Marx y, hasta esa fecha, el hecho más destacado de su biografía era el violento ataque que, en el verano de 1933 y en la oficina madrileña de la asociación Amigos de la URSS, había sufrido por parte de miembros de las protofascistas Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista de Ramiro Ledesma Ramos. Terminada la guerra, se exiliaría en México, y sólo regresaría a España tras la muerte de Franco para, en 1977, ser elegido senador por el PCE.
Su perfil era el de un hombre gris y sin carisma, que se ponía siempre a la sombra de figuras más rutilantes. Mientras duró el Congreso de Escritores en Defensa de la Cultura, organizado por la Alianza de Intelectuales Antifascistas en colaboración estrecha con el Ministerio de Instrucción Pública (es decir, por Bergamín y por Roces), una de esas figuras fue precisamente Bergamín. Éste, “delgado, de piel oscura, con aspecto de pájaro”, como lo describió Malcolm Cowley, dictó la línea oficial de pensamiento del Congreso y acaparó el protagonismo con su condena pública de los dos libros en los que su ex amigo André Gide criticaba la atmósfera de persecución y falta de libertad que había percibido en su último viaje a la URSS. Mientras tanto, Roces, ordenancista y amante de las jerarquías, detentaba el poder en la sombra y era, según el testimonio de Arturo Serrano Plaja, quien nombraba a los secretarios de organización y aceptaba o rechazaba sus iniciativas.
De la relación de Wenceslao Roces con los escritores participantes han quedado algunos episodios en los que su intervención no fue muy airosa. El más repetido es el de su censura del poema “A un poeta muerto”, que Luis Cernuda dedicó a la memoria de Federico García Lorca y del que Roces obligó a suprimir una estrofa que aludía explícitamente a la homosexualidad del granadino. Menos conocido es lo que Elena Garro, entonces mujer de Octavio Paz, cuenta en Memorias de España, 1937. Según Elena Garro, que de Roces “sólo sabía que era miembro del Partido y que hablaba ruso”, el poeta León Felipe se sentía perseguido por él, que primero lo expulsó de la vivienda que le habían asignado en Valencia y más tarde llegó a amenazarle de muerte. “¡Me quería matar el muy sinvergüenza…!, ¡matar…!”, repetía León Felipe, ya fuera de España y algo más tranquilo.
Si le quería matar o no, es algo que no puede saberse. Lo que sí es seguro es que, en julio, Wenceslao Roces optó por la disolución de la Casa de la Cultura, que servía de residencia para eminentes científicos, artistas y escritores republicanos. Uno de ellos era León Felipe. Otro, el doctor Gonzalo R. Lafora, que había sido director del Instituto de Psiquiatría y que, en un artículo publicado en el diario Fragua Social, órgano de la CNT local, protestó enérgicamente contra tal medida. En ese artículo, Lafora atribuía el cierre a “la gestión lamentable del señor Roces”, al que criticaba por sus “métodos de venganza personal, de opresión política y de vejámenes sobre los que no siguen dócilmente sus indicaciones, no atendiendo ni respetando nombres ni largas historias de actuación democrática”. La prensa comunista contraatacó diciendo que no se trataba de la disolución de la Casa de la Cultura sino de su transformación en un centro de trabajo e investigación, y entre los defensores de Roces estaban algunos de los residentes y también Antonio Machado, quien, pese a encontrarse gravemente enfermo, aceptó presidir el Patronato de la nueva institución.
Otro que por aquella época se sintió agraviado por las maneras autoritarias de Roces fue Francisco Ayala, quien, sin ser consultado, fue escogido por aquél para ocupar el decanato de la Facultad de Derecho. Temeroso de que su designación pudiera exponer a represalias a su familia de Burgos, Ayala llamó al “imbécil” de Roces, que le amenazó con enviarle al frente y le ordenó que, si debía dirigirse a él, “lo hiciera por el conducto jerárquico correspondiente”. La conversación telefónica concluyó con un exabrupto de Ayala. “Mire, Roces le dije, ¡váyase a la mierda!” La verdad es que, al margen de alguna que otra adhesión protocolaria y forzada, los testimonios sobre la figura del subsecretario de Instrucción Pública animan poco a la simpatía, y algunos tenían razones más poderosas que las de Ayala para detestarle. Julián Gorkin, aunque sin aportar pruebas, afirma en El proceso de Moscú en Barcelona que fue él, Wenceslao Roces, quien, junto a un sobrino del general Miaja y a varios hombres de confianza de Alexander Orlov, falsificó el plano que debía servir para implicar a los dirigentes del POUM en la trama de espionaje del falangista Golfín.
De ser cierto este punto, la supuesta ingenuidad de Bergamín resultaría cuando menos dudosa. ¿Puede alguien como él (que, si no era miembro activo del aparato de propaganda comunista, mantenía una estrecha colaboración con gente que sí lo era) considerarse una víctima más de la intoxicación informativa? En su prólogo, aseguraba Bergamín que Espionaje en España “ofrece, al lado de una documentación precisa, por sí sola evidente, la exacta relación de unos hechos”. La realidad, por el contrario, parece ser muy otra: lo que allí se presentaba era una documentación falseada que aspiraba a probar un complot delirante y por completo carente de fundamento.
El libro, publicado en España por Ediciones Unidad, apareció en otros países en editoriales igualmente controladas por el Komintern.
Preparado con urgencia para la ocasión, a sus evidentes objetivos propagandísticos hay que añadir una finalidad probatoria que no fue desaprovechada en los interrogatorios del proceso al que el Tribunal de Espionaje y Alta Traición sometió a los hombres del POUM. Lo más curioso es que, cuando fueron llamados a declarar los testigos de la defensa, el ex embajador en París Luis Araquistáin también aportó como prueba un libro. No se trataba de un libro que hubiera sido editado a toda prisa para desmentir las afirmaciones de Espionaje en España. Se trataba de un libro de Trotski titulado Mis peripecias en España que, en 1929 y en traducción de Andreu Nin, había sido publicado por la editorial España, en aquel momento dirigida por el propio Araquistáin, Juan Negrín y Julio Álvarez del Vayo. Este último (cuñado, por cierto, de Araquistáin) era además el autor del prólogo, una semblanza de Trotski en la que se vertían encendidos elogios sobre su figura. La pregunta que ante ese tribunal planteaba el libro que Araquistáin sostenía en la mano no podía ser más contundente: siendo Negrín presidente del Consejo de Ministros y Álvarez del Vayo ministro de Estado, ¿cómo podían los gobernantes del momento acusar a nadie de trotskista y declararse ellos mismos antitrotskistas?
Algo parecido se le habría podido plantear al más beligerante de los antitrotskistas españoles si, en lugar de mantenerse en la sombra, hubiera comparecido en el juicio. Porque no es Mis peripecias en España el único libro de Trotski que se había publicado en español. De los cuatro títulos suyos que aparecen en el catálogo de Cenit, dos están traducidos por Nin. Los traductores de los otros dos son respectivamente Gorkin y Wenceslao Roces, nada menos que Wenceslao Roces, que supuestamente era el principal muñidor del proceso contra los trotskistas españoles. ¿Caben más contradicciones?
El Comité Ejecutivo del POUM se había reunido la mañana del 16 de junio del 37 en su sede del Palacio de la Virreina, entonces llamada Instituto Joaquín Maurín. Tras discutir la cuestión de si Gorkin debía comparecer en el proceso que se le seguía como director de La Batalla, órgano de la formación política, se trasladaron a otro edificio del partido situado también en las Ramblas barcelonesas. Fue allí donde dos agentes de paisano detuvieron a Nin. Por la tarde, los restantes miembros del Comité recibieron varias noticias alarmantes: sus domicilios habían sido asaltados, sus mujeres detenidas, los locales del partido ocupados. Hacia las once de la noche ellos mismos eran detenidos por guardias de asalto. Separado de sus compañeros, Gorkin pasó aquella noche en compañía de dos anarquistas en un calabozo de la Jefatura de Policía. A primera hora de la mañana, cinco automóviles esperaban a los miembros del Comité para, fuertemente custodiados, conducirlos a Valencia. Allí permanecieron cuatro días incomunicados en diferentes celdas de la Dirección General de Seguridad, de las que sólo les sacaron para su traslado a la Cárcel Modelo de Madrid. “La conozco bien: he estado en ella con la Monarquía y con la República. Me faltaba estarlo con la Revolución”, escribiría Gorkin muchos años después.
De la Modelo fueron llevados al sótano de un suntuoso edificio del Paseo de la Castellana que estaba “en manos de la Brigada Especial, es decir, realmente de la NKVD”, y de allí, cuatro días después, a la checa de Atocha, situada en un antiguo convento. Hasta el 14 de julio, pasado casi un mes de su detención, no les tomaron declaración. El día 22 les levantaron la incomunicación y los metieron en un coche celular rumbo a otra cárcel, ahora la de San Antón. Al rellenar la ficha de ingreso se enteraron por fin de la acusación de espionaje y alta traición que pesaba sobre ellos. Tampoco en esa cárcel permanecieron mucho tiempo: primero fueron trasladados a Valencia y luego a Barcelona, donde se les internó en un convento de clarisas de la calle Deu i Mata convertido en Prisión de Estado. Allí coincidieron, entre otros, con el general Asensio, que había sido comandante en jefe del frente central y hombre de confianza de Largo Caballero. A mediados de abril de 1938, el nuevo Comité Ejecutivo del POUM, que venía actuando clandestinamente desde el mes de junio, fue también detenido y encerrado en la misma prisión.
Para principios de junio, el juez especial encargado de instruir el proceso dio por terminado su trabajo. La vista duró once días y el tribunal tardó otros diez en redactar la sentencia, que absolvía a Gorkin y sus compañeros de las acusaciones principales pero los consideraba culpables de las secundarias. Se trataba sin duda de una solución de compromiso, que buscaba un improbable término medio entre la simple justicia y la conveniencia de dar alguna satisfacción a las fuertes presiones ejercidas por la propaganda comunista. El POUM, de hecho, continuó disuelto, y varios de sus dirigentes, Gorkin entre ellos, fueron condenados a quince años de cárcel. Julián Gorkin permanecería en la Prisión de Estado hasta muy poco antes de la entrada de las tropas de Franco en Barcelona, y desde allí conseguiría llegar a Francia después de muchas peripecias.
Entre los miembros del Comité Ejecutivo que también peregrinaron por cárceles y checas estaba Juan Andrade, “alto y huesudo, rostro larguirucho y boca desdentada, madrileño parco de palabra y de gestos”, según la descripción del propio Gorkin. Su biografía es la de un revolucionario arquetípico. Fundador del PCE en 1920, el viraje estalinista de la revolución soviética le llevó siete años después a abandonar todos los cargos. Al igual que en el caso de Gorkin y de tantos otros, su conversión puede ser explicada, como propone Furet, en términos religiosos: “Después del entusiasmo del creyente viene, un buen día, la mirada crítica, y los mismos acontecimientos que iluminaban una existencia han perdido lo que les daba su luz.” En 1930, Andrade intervino en la constitución de Izquierda Comunista, uno de los dos partidos que en 1935 se integrarían en el POUM. En su introducción a los Recuerdos personales de Andrade, Pelai Pagès informa de que éste sufrió “cárcel y persecución bajo regímenes tan diversos como lo fueron la monarquía constitucional alfonsina, la dictadura de Primo de Rivera y la República”, para luego pasar más de tres años encerrado en campos de refugiados y prisiones de la Francia sometida por el nazismo. Autodidacta formado en la biblioteca del Ateneo, dirigió Andrade varias publicaciones marxistas, y su enorme capacidad de trabajo hacía de él un elemento indispensable en muchas de las empresas revolucionarias de la época. Editoriales izquierdistas como Oriente u Hoy difícilmente habrían existido sin él, y lo mismo podría decirse de Cenit, que fundó junto a Graco Marsá y Rafael Giménez Siles. Según Pagès, habría sido Andrade el verdadero autor del prólogo, firmado por Valle-Inclán, al primer libro de Sender, hipótesis que también defiende el profesor Gonzalo Santonja en Los signos de la noche.
Tres de las figuras más relevantes del POUM habían estado, por tanto, estrechamente vinculadas a Cenit: Andrade como fundador, Nin como traductor de siete obras, Gorkin como traductor de cinco. Por supuesto, ellos no son los únicos personajes de esta historia que colaboraron con la editorial. Recordemos que, además de a Trotski, Wenceslao Roces tradujo para Cenit a Marx, a Engels, a Zweig, a Remarque y a otros siete autores. Incluso Julio Álvarez del Vayo y su cuñado Luis Araquistáin colaboraron con Cenit escribiendo sendos prólogos, el primero para la novela El cemento de Fiodor Vasilievich Gladkov, el segundo para dos obras de “teatro de la Revolución” de Romain Rolland.
La historia de Cenit, junto a la de otras editoriales izquierdistas de la época, ha sido estudiada por Santonja en otra de sus obras, La República de los libros. Todo comenzó a finales de la dictadura de Primo de Rivera. Existía entonces un régimen de censura previa del que estaban exentos los libros que superaran las doscientas páginas. Para burlar esa censura, varios jóvenes revolucionarios reunidos en torno a la revista Post-Guerra optaron por publicar libros y para ello fundaron Ediciones Oriente. Las previsiones más optimistas les auguraban una supervivencia precaria, cuando no el cierre, y el inesperado éxito de los primeros ocho títulos les descubrió un público potencial hasta entonces ignorado. Entre esos ocho títulos había uno de Malraux, otro de Trotski, otro de Juan Andrade… Éste y Rafael Giménez Siles, antiguos miembros del grupo de Post-Guerra, decidieron prescindir de sus otros socios y aprovechar por su cuenta las posibilidades del recién descubierto filón. Para el nuevo proyecto editorial contaban también con Graco Marsá, al que Giménez Siles había conocido en febrero de 1928 en la Cárcel Modelo de Madrid, donde ambos cumplían condena por actividades contrarias a la monarquía. Marsá era un abogado republicano de tendencia radical que poco antes había heredado de su abuelo la nada despreciable cantidad de treinta mil pesetas. Las conversaciones para la constitución de la sociedad tuvieron lugar en la propia prisión, a la que Andrade acudía con frecuencia a visitarles, y para diciembre de ese mismo año estaba ya en las librerías El problema religioso en Méjico, primer libro de Cenit.
Al año siguiente apareció Un notario español en Rusia, del radical madrileño Diego Hidalgo, que más tarde obtendría el acta de diputado por Badajoz y en 1934 llegaría a ser ministro de la Guerra. El libro de Hidalgo, del que se vendieron cuatro ediciones antes del 36, fue uno de los mayores éxitos de Cenit, pero el principal apoyo económico de su autor a la editorial consistió en asegurarle liquidez con su fortuna personal. No fue, ni mucho menos, el de Hidalgo el único libro que Cenit publicó sobre la URSS. En un catálogo en el que predominan las obras que celebran los logros de la revolución destaca la presencia de Rusia al desnudo, firmado por Panaït Istrati pero escrito por éste, Victor Serge y Boris Souvarine. El libro, traducido por Julián Gorkin y publicado en 1930 (tan sólo un año después de su aparición en Francia), pasa por ser el primero de un comunista decepcionado por lo que vio en la Unión Soviética, y la parte correspondiente a Souvarine (cuya hermana Jeanne estaba casada con Joaquín Maurín) ha sido definida por Furet como un antídoto “contra los relatos de viaje soviéticos con agua de rosas”. El caso es que Rusia al desnudo motivó en su momento la ruptura entre Giménez Siles y Andrade. El primero, aunque nunca militó en ningún partido, se encontraba mucho más cerca de la ortodoxia comunista que el segundo, trotskista declarado, que abandonó Cenit para proseguir con Ediciones Hoy su propia andadura editorial. Graco Marsá no tardó en seguir los pasos de Andrade, y en el verano de 1930 dejó a Giménez Siles para fundar Zeus.
La actividad de Cenit se prolongaría hasta un mes antes de la Guerra Civil. En esos ocho años, Giménez Siles publicó más de doscientos libros repartidos en 25 series, entre las que destacaban las colecciones La Novela Proletaria, Novelistas Nuevos y Crítica Social, la Biblioteca Carlos Marx, los Cuentos Cenit para niños… Fue Giménez Siles uno de los grandes editores españoles de aquellos años. A su actividad al frente de Cenit hay que sumar su condición de promotor de diferentes revistas e impulsor de iniciativas tales como la Feria del Libro de Madrid o los camiones-librería, que acercaban la cultura a los rincones más apartados de la geografía peninsular. Más tarde, durante la guerra, dirigiría la editorial Nuestro Pueblo y, ya en el exilio mexicano, pondría en marcha nuevos proyectos editoriales, así como la cadena Librerías de Cristal, en su momento el mayor complejo librero de Latinoamérica. La capacidad organizativa de Giménez Siles es casi legendaria. El caso de Cenit lo muestra a las claras, pues no en vano fue él quien, prácticamente en solitario, sacó adelante la editorial desde las tempranas renuncias de Andrade y Marsá.
Aunque, en realidad, durante algunos de esos años no se encontraba totalmente solo. A su lado estaba Wenceslao Roces, con el que había colaborado en la revista El Estudiante del mismo modo que con Andrade lo había hecho en Post-Guerra. Un simple vistazo al catálogo de la editorial basta para comprobar que tanto Roces como Gorkin y Nin trabajaron para Cenit desde su fundación. La intensa contribución de estos dos últimos se interrumpe, sin embargo, bastante pronto: la última traducción de Gorkin se publicó en 1931 y la última de Nin en 1932. No es aventurado suponer que en esa interrupción tuvo algo que ver la ruptura de Giménez Siles y Andrade, del que ni siquiera se llegaría a publicar una obra que se anunciaba como de próxima aparición. Andrade, como sabemos, no tardaría en fundar, junto a los otros dos, el POUM, y su marcha de Cenit coincidió con un significativo aumento de la influencia de Roces. Éste, sin renunciar a otros cometidos dentro de la editorial, pasó a dirigir la recién creada Biblioteca Carlos Marx, y si durante el llamado bienio negro Giménez Siles tuvo que prescindir temporalmente de su contribución, no fue por propia voluntad. A finales de 1934, como consecuencia de la represión desatada tras la insurrección de los mineros en Asturias, Wenceslao Roces fue detenido y encarcelado y, tras obtener, gracias a Diego Hidalgo, la libertad provisional, se apresuró a buscar refugio en Rusia.
En una entrevista de 1929 citada por Santonja, Giménez Siles había anunciado la publicación de La revolución desfigurada, “estudio que, por las graves acusaciones que en él se contienen contra las figuras directoras del actual comunismo ruso, no pudo publicar y ni siquiera enviar Trotski a sus amigos residentes fuera de Rusia hasta no salir él mismo del territorio de la URSS”. El libro se publicó, efectivamente, pero al poco tiempo fue suprimido del catálogo de la editorial, y la misma suerte corrió Rusia al desnudo, la obra firmada por Panaït Istrati. Dice Santonja que la marcha de Andrade “no admite la explicación simplista de caracterizar a Siles o a Roces, o a ambos, con tópicas valoraciones de manual antiestalinista”. Lo que no dice es que la caída de Andrade y el ascenso de Roces reflejaban en el seno de la editorial la misma fractura que venía produciéndose en el ámbito de la izquierda revolucionaria española y que, a su vez, era un reflejo de la política de aplastamiento de la disidencia que se estaba desarrollando en la URSS: una fractura, en todo caso, que no cesaría de crecer y que acabaría dejando a unos en el lado de los perseguidos y a otros en el de los perseguidores. La historia de Cenit se erige así en aviso y metáfora de esa otra persecución, más vasta y sangrienta, que no tardaría en desatarse al socaire de la guerra civil. –
(Zaragoza, 1960) es escritor. En 2020 publicó 'Fin de temporada' (Seix Barral).