Cuando iba para Amberes

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La pulsión policiaca, generadora de notables ejemplos de la narrativa contemporánea, cruza como un estremecimiento la obra de Roberto Bolaño (1953). Desde Monsieur Pain, novela publicada en 1994 bajo el título de La senda de los elefantes y reeditada en 1999, hasta Nocturno de Chile (2000), pasando por los excelentes relatos de Llamadas telefónicas (1997) y Putas asesinas (2001) e incluso los poemas de Los perros románticos (2000) y Tres (2000), el autor chileno ha demostrado ser un hábil sabueso literario, dueño de un olfato que le permite captar y reconstruir tanto a los escritores que el mainstream ha desplazado a los márgenes de la memoria —esos “escritores que se alejan”, según sus propias palabras— como las heridas históricas y políticas de su país de origen y la vida errante, visceral, de cierto sector de la literatura fraguada en el México de los setenta. Audaz y rabioso, ajeno al canto de sirenas del marketing, Bolaño ha logrado erigir un edificio narrativo que conforme uno lo recorre adquiere los contornos de una agencia detectivesca, una sólida empresa dirigida por un investigador empeñado en rasgar las entretelas de la realidad y en fundir y confundir autobiografía y ficción para descubrir que, en efecto, el mundo es un sitio muy raro.
     Uno de los pilares, o mejor, uno de los primeros casos de esta empresa es quizá el menos célebre y se llama La pista de hielo. Aparecida en un tiraje limitado en 1993 y reeditada por Planeta en 1998, esta novela confirma que el filón policiaco ha acompañado a Bolaño desde sus inicios y es una clave necesaria para entender su modus operandi. Aquí están no sólo las voces entrelazadas que anuncian la compleja polifonía de Los detectives salvajes (1998) sino también las semillas de Arturo Belano y Ulises Lima, los espejos que Bolaño ha diseñado para desdoblarse junto con su cómplice Mario Santiago: Remo Morán y Gaspar Heredia, chileno y mexicano, los poetas desarraigados que se ven envueltos en un crimen cometido en la pista de hielo del título, oculta dentro de una casa abandonada que funge como metáfora ideal del secreto. Aquí están, asimismo, los amores rotos y las ilusiones perdidas, la Cataluña de playas y carreteras desoladas, el camping sombrío al que los personajes son condenados como vigilantes nocturnos, la atmósfera en la que se incuba la tormenta de proporciones anímicas que pende sobre textos posteriores. Aquí están, desarrollados de acuerdo con las reglas del género negro, los atisbos ominosos que Bolaño recoge en Amberes.
     Escrito en 1980, dos años antes que Monsieur Pain, Amberes es un libro que escapa a la clasificación fácil y rotunda: “Díganle al estúpido de Arnold Bennet que todas las reglas de construcción siguen siendo válidas sólo para las novelas que son copias de otras.” Así pues, ¿de qué hablamos cuando hablamos de esta obra? De una narración astillada, sí, pero a la vez de un laboratorio literario, de un cuaderno de notas que alterna el flujo poético y el ritmo prosístico, de una suerte de nuevo y condensado Libro del desasosiego, de un conjunto de postales enviadas desde la tenue frontera en que se topan y luchan sueño y vigilia y fiebre y lucidez, de una reunión de “breves textos policiacos”, de una “escritura que se sustrae tal como se sustrae el amor, la amistad, los patios recurrentes de las pesadillas [y que] por momentos [da] la impresión de que todo esto es ‘interior'”. ¿Y qué hay dentro de este anfibio anárquico, capaz de moverse a sus anchas en distintos elementos, que provoca una inquietud semejante a la que produce vislumbrar el dorso de la realidad, ese “enjambre de frases sueltas”? Hay, para empezar, guiños a La pista de hielo: la costa catalana convertida en tierra de nadie, un Gaspar (“¿Era Gaspar el que contaba historias de policías y ladrones?”) que aún no se apellida Heredia, un camping Estrella de Mar que luego mutará en Stella Maris. Hay ritornellos que obsesionan a la voz o más bien a las voces cantantes: carreteras vacías, camareros que caminan al crepúsculo por una playa desierta, mujeres sin boca que devienen gente sin boca que deviene gente que abre la boca sin poder hablar al fondo de un sueño, un jorobado que vive en un bosque en el que se proyecta una cinta protagonizada quizá por una pelirroja y un policía enfrascados en rituales sadomasoquistas que remiten al Robert Coover de Azotando a la doncella, una poeta suicida que “escribía dragones” —la belga Sophie Podolski, a la que Bolaño ha rendido tributo en otros textos—, un autor inglés que al parecer padece un bloqueo creativo, un cadáver en un parque de los suburbios de Barcelona, una niña gorda en una piscina pública. Hay referencias a un Roberto Bolaño que puede ser el tipo que “pasa las tardes sentado a una mesa […] intentando escribir”, el sudamericano que agoniza “en un dormitorio que apesta”, el autor que escribe “con un promedio de tres horas diarias de sueño”, el narrador que confiesa haber trabajado “con subnormales, en un camping, recogiendo piñas, vendimiando, estibando barcos”, el extranjero que “lo pasa mal, en tierras desconocidas, sin grandes posibilidades de escribir poesía épica, sin grandes posibilidades de nada”, o todos, o ninguno. Hay, para concluir, sólo tres oscuras menciones a la urbe que bautiza el libro, una ciudad literal y literariamente invisible que se vuelve símbolo de la búsqueda y el extrañamiento escritural, de ese impulso que “propulsiona la poesía hacia algo que los detectives llaman perfección”.
     Cuando iba para Amberes, hace poco más de dos décadas, Roberto Bolaño descubrió un aliento “en donde aún es dable encontrar asombro, juego, perversión, pureza”, virtudes con las que ha regresado en la madurez para entregarnos una obra fundamental, fruto de una indagación profunda. ~
     — Mauricio Montiel Figueiras

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(Guadalajara, 1968) es narrador y ensayista.


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