Me enfadan las caras: son demasiado expresivas. Y encima abundan, pulula de caras. Y si se piensa que todos poseemos por lo menos dos, peor aún. Las mías me parecen rarísimas, por ser las mías y por sus méritos propios. ¡Qué repertorio de tics, qué mapamundi de manchas, qué aire de semisimio! Se diría que mi dieta es malvaviscos en su tinta. En esa pulpa de plastilina rosácea mi personalidad esculpe, hora tras hora, su patética obra maestra. Cuando termine de posar, no sabré cómo le quedó (y no podré pagarle). Lo bueno es que mi fisonomía es más de quienes la miran que de mí. Del mismo modo, soy dueño fugaz de la que va pasando. Casi siempre es un triste privilegio.
En cambio, mi omóplato me parece decidido, firme, casi guapo el cabrón. Creo que, si la buscase, es ahí donde hallaría mi verdadera personalidad. Dice Boswell que la del Dr. Johnson estaba en sus rodillas gentiles (no recuerdo en qué circunstancia el fiel Boswell le vio las rodillas al maestro; espero que en Escocia). En nuestras credenciales debería figurar nuestro ombligo. Los rostros se dan importancia sólo porque (casi siempre) son la sede de los órganos sensoriales (los poderosos suelen tener el monopolio de la información). Pero el rostro es falso como un aparador, con sus ojos maniquíes y maniqueos, mutantes de pasiones penosas. Bien mirada, la nariz es un grifo de baba. La boca un orificio que remata una sórdida manguera, con esa lengua reptiloide. Y la contrahechura de las orejas, como una inmóvil película gore. Prefiero el sincero talón, la honesta ingle. Un codo no miente; nunca finge la nuca; la espalda jamás da la espalda.
Si nuestro cuerpo fuera lenguaje, la cara sería el verbo: un eterno gerundio gesticulante. La espalda sería el complemento indirecto. El cuello, un calificativo. Codos, rodillas, tobillos y demás partes motoras, las preposiciones y conjunciones. Y basta, que de seguir habría que ubicar, con alevosa precisión, el punto y aparte. Paradójicamente las caras, puro acto, nos invitan a desconfiar de sus propios actos. La cara conjuga compulsivamente: anhelo, declaro, creo, opino. Hasta cuando está dormida actúa los verbos inconsútiles del sueño.
El clasicismo de consumo dice que la cara es el ministro plenipotenciario del alma. Thomas Browne dijo que en ella está escrito “el lema de nuestras almas”. Pues de ser cierto, casi siempre hay erratas. La sabiduría popular sostiene que “los ojos son espejo del alma”. ¿Y de qué otra cosa iban a ser espejo, carajo? ¿Del páncreas? Otro más: “Los rostros son palabras inaudibles.” Menos mal. Qué depresión si las ojeras dialogaran, o si el acné cantara a coro. “Es fácil encontrar el alma en una cara”, dice el pedante rey Duncan. La prueba de que Shakespeare disentía de esa opinión es que Duncan no logra llegar vivo siquiera al segundo acto.
¿Qué vemos cuando en la calle vemos, fortuita, fugazmente, un rostro? Para empezar, las gracejadas de que es capaz el ácido desoxirribonucleico. En efecto y por desgracia, un alto porcentaje de los rostros está entre lo feo y lo espeluznante. Y en todos hay un perceptible sedimento de pánico que comparte quien los mira. Es un despojo que los gays ostenten como privativa esa sensación común. Se trata de metafísica, no de ligue. La patrística dice que ese “pánico” obedece a que, al mirar una cara, incursionamos en territorio de Dios, único dueño de las caras. También dice que hay algo de la cara de Dios en toda cara. De ser cierto, eso coloca a Dios, estadísticamente, en un problema de imagen en el cielo, en la tierra y en todo lugar. Pero no lo sabremos: su rostro, idéntico a su esencia, es inescrutable.
Mirar rostros es un reto y un ritual. Si son hombres los que intercambian miradas furtivas, ya hay una pendencia de gallos territoriales; si son mujeres, se desata un rijoso, instantáneo concurso Miss Decompras o Miss Cruzalacalle en el que son a la vez competidoras y jueces (parciales); si es entre un hombre y una mujer, hay preámbulo de un nuevo amor y de una futura declaración de hostilidades. Las caras siempre se están yendo.
Se preguntará el lector, por cierto, si esta diatriba incluye los rostros de las mujeres. La respuesta no sólo es que sí, sino hasta con más ganas. Me parece que la cara de la mujer está sobrevaluada. Sobre todo las hermosas. Es fácil identificarlas. Pasean su altivez como si nada (un nada que es su todo), como un trofeo perpetuo. El daño que pueden causar, cuando adoptan ese aire de diosas fastidiadas, no guarda proporción con la naturaleza accidental de su belleza, una mera maroma del genoma. Pasan caminando like the night en medio de una calle de miradas, con su bello rostro que miman y pulen sin darse tregua. Son como leonas indómitas, con el latigazo incluido. Esas mujeres ¿hicieron algo para ameritar su belleza? Nada. Su rostro es apenas una dote azarosa, un agregado de fugitiva plusvalía. El mensaje de sus caras a las otras es: no hay más cara que la mía.
Y aun así se muere uno por esa cara… ¡Esa cara! ~
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.