El 20 de mayo de este año capicúa, 2002, se cumplió el centenario de la República Cubana. La fecha invita a meditar, no por seguir la aburrida práctica de la servidumbre ante los aniversarios cerrados, sino porque resulta obvio que el actual ciclo histórico, encarnado en la dictadura que padece Cuba, está agotado desde hace tiempo y que apenas se sobrevive a sí mismo como una sombra sin futuro.
La principal interrogante que tenemos delante los cubanos es qué vendrá después; para intentar responderla debemos empezar meditando sobre lo que hicimos antes.
La historia de nuestro país puede dividirse en tres periodos. Colonia (1492-1902), República (1902-1959) y Castrismo (1959-2…). Cuatro siglos del primero contra aproximadamente medio siglo de cada uno de los dos restantes constituye una desproporción absolutamente descomunal. Debido a ello, la Colonia pesó sobre la República hasta el extremo de haberla hecho inviable; pesó y pesa sobre el castrismo, en el que han renacido con fuerza extraordinaria muchas de las peores constantes coloniales, y previsiblemente pesará sobre el futuro poscastrista, sobre todo si no somos capaces de reflexionar a fondo sobre el pasado y actuar en consecuencia.
La primera evidencia a que conduce esta reflexión es que sólo en uno de los tres periodos históricos mencionados en la República, justamente los cubanos pudimos intentar la construcción de un Estado de derecho. Y ahí se encuentra, a nuestro juicio, una de las claves principales del único futuro deseable: una transición pacífica hacia la creación de un nuevo Estado de derecho en forma de Segunda República.
La República ha sido vilipendiada hasta la saciedad bajo el castrismo mediante el eficaz procedimiento pavloviano de asociar sistemáticamente su nombre a descalificaciones. Durante más de cuarenta años, en la prensa, la radio, la televisión y la escuela el nombre de esta institución jamás se escribió o se pronunció solo (como sí lo hizo Eliseo Diego en un verso precisamente por eso espléndido, "Yo, que no sé decirlo, La República"); en efecto, en los medios cubanos siempre se alude a "la república neocolonial", a "la república mediatizada" o a "la seudorrepública", y durante años y años se repitió hasta el delirio una pregunta retórica, implícitamente despectiva: "¿Qué república era aquélla?"
Esta demonización tiene un objetivo claro, inducir el desprecio hacia lo que los cubanos fuimos capaces de hacer a lo largo de los primeros 57 años del siglo XX. En el fondo, ese sentimiento inducido es el de un autodesprecio paralizante y atroz que inhibe el juicio y nos dispone a la servidumbre. Pero si analizamos con objetividad lo logrado durante la República, en menos de seis décadas, debemos convenir que fue muchísimo y que debe ser motivo de autoafirmación y orgullo crítico, sobre todo si se tiene en cuenta que el experimento republicano se inició en un país devastado por la guerra, heredero de más de cuatrocientos años de un régimen colonial que no nos legó siquiera un ápice de tradición democrática.
De esta profunda raíz colonial, esclavista y militarista, nacieron las más importantes sombras de la república, el caudillismo y el recurso a la violencia que nos trajo cuatro dictaduras comandadas por militares populistas. La del general Gerardo Machado y Morales (1925-1933) y las dos del sargento-coronel-general Fulgencio Batista y Zaldívar (1933-1940 y 1952-1959), que tienen en común el haber interrumpido el desarrollo normal del proceso democrático y propiciado "soluciones revolucionarias" que a su vez degeneraron en dictaduras militares, la cuarta de las cuales, liderada por otro militar, el "Comandante en Jefe" Fidel Castro, enterró definitivamente la República y dura hasta hoy, luego de más de cuarenta años.
Otra circunstancia que complica la evaluación ponderada del ejercicio republicano es la determinación del valor de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos en ese periodo. No es este el lugar para tratarlas en profundidad, pero en todo caso habría que proceder a desdramatizarlas recordando que, en cada una de sus tres épocas históricas, los asuntos de Cuba han estado estrechamente vinculados a una potencia colonial hegemónica. A España en la Colonia, a Estados Unidos en la República y a la Unión Soviética en el castrismo. Resulta obvio que las inevitables, complejas y contradictorias relaciones con las dos primeras dejaron, a la postre, marcas definitivas e indelebles en la cultura cubana, lo que no puede afirmarse con respecto a la última, pese a que Cuba sea el mayor proveedor de especialistas en filología eslava en el mundo de habla española.
Más allá de sombras, contradicciones y tensiones cuentan los resultados. Y lo cierto es que la República partió de una realidad absolutamente terrible en 1902, y que en 1959 la Cuba republicana estaba situada no sólo entre los primeros países de América Latina en muchos de los principales indicadores de desarrollo económico, social y cultural, sino que también superaba en algunos de ellos a países europeos como España, Portugal, Grecia o la propia Italia. La Cuba republicana era una nación que acogía inmigrantes españoles, chinos, judíos, árabes, italianos, jamaiquinos, haitianos. La Cuba actual, en cambio, es desde hace años y años una fuente inagotable de exiliados que emigran hacia los más diversos países con la esperanza de encontrar en ellos lo que el nuestro les niega.
La gran pregunta, entonces, podría formularse así: una vez desaparecido Castro del escenario político, ¿será posible el establecimiento de una Segunda República que supere los déficits de la Primera y los lastres de la Colonia y del castrismo? La respuesta es tan simple como dramática: depende de nosotros, los cubanos. Las circunstancias internacionales serán sin duda favorables, Estados Unidos, América Latina, el Caribe, la Unión Europea e incluso Rusia están objetivamente interesados en que, por sobre las tensiones y contradicciones que existen entre ellos, Cuba se estabilice en una democracia que contribuya a la estabilidad de la región. No es seguro, sin embargo, que los cubanos estemos preparados para conseguirla.
El principal obstáculo a vencer es, justamente, el que dio al traste con la Primera República, la ausencia de tradición democrática, acrecentada ahora por más de cuarenta años de práctica dictatorial castrista. A esta carencia fundamental hay que sumar sus corolarios: la inexistencia de un sistema de partidos políticos y de una prensa verdaderamente libre, y la presencia, en cambio, de un aparato de Estado tan gigantesco y autoritario como ineficaz.
Por si todo esto fuera poco enfrentaremos, también, la existencia de una clase dominante partida en dos. La "nueva clase" que emergerá del castrismo, vinculada sobre todo con el ejército, y la "nueva burguesía cubana de Miami", constituida por el empresariado y los profesionales de origen cubano. Es difícil concebir la existencia de dos sectores sociales con tradiciones, imaginarios y composición racial más distintos; y sin embargo, el escenario óptimo para el futuro de Cuba depende de que entiendan y consigan, si no quererse, al menos cooperar en bien del país y de sus propios intereses respectivos. Y eso sólo será posible a través del establecimiento de pactos y reglas clara y mutuamente aceptadas en el marco de una Segunda República democrática.
De conseguirse ésta, Cuba convertirá en extraordinaria ventaja comparativa la circunstancia sociohistórica que la diferencia de todas las transiciones a la democracia que tuvieron lugar a finales del siglo XX: poseer un millón de habitantes en posición de poder en pleno territorio norteamericano, a menos de una hora de vuelo de la isla. En efecto, ningún país del Este, ni España, ni Portugal, por mencionar sólo algunas transiciones a la democracia emblemáticas, contaron con un potencial semejante. El problema es saber si los cubanos seremos capaces de utilizarlo en función de los intereses del país y los del exilio.
El espantajo de la anexión que Castro agita un día sí y otro también no es más que eso, un espantajo. A principios del siglo XXI, ni los norteamericanos quieren la anexión, ni los cubanos, incluyendo los de Miami, la toleraríamos. En este terreno, además, nos defiende la cultura: nuestra combinación hispanoafricana es ácana, madera dura, cosmovisión sagrada, inanexable. El ejemplo a seguir, entonces, es México: independencia política; integración al Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, Canadá y el propio México; convenio con la Unión Europea, relaciones privilegiadas con España. Todo ello, más la labor del otro millón de cubanos que anda disperso por el mundo de Estocolmo a Tokio, de París a Nueva York, dibuja un futuro promisorio. El único problema es saber si lo merecemos, si seremos capaces de construirlo. ~