Cada vez más el recurrente debate sobre los males de la crítica se parece al no menos recurrente sobre el final de la novela. Igual que los avisos sobre el final de la novela suelen provenir o bien de escritores que casualmente tienen una extensa obra novelística detrás o bien de practicantes de disciplinas aledañas que han intentado en alguna ocasión el salto a la novela, no deja de resultar curioso que las discusiones sobre el estado de la crítica provengan de figuras literarias de relumbrón no precisamente desfavorecidas por el estado de cosas que denuncian o de críticos y comentaristas televisivos que no sólo se dedican a la crítica o al periodismo. De ahí que resulten oportunas reflexiones como la contenida en el artículo de Ignacio Echevarría publicado en el número anterior de esta revista, especialmente allí donde decía: "Va siendo hora de que el debate sobre la crítica se extienda en torno a esas cortapisas que parecen amordazarla, y que no proceden únicamente del mercado demonizado así, en abstracto, sino también de los intereses comunes que suelen determinar la alianza de los medios de comunicación con los escritores e intelectuales sobre los que la crítica misma está destinada a discurrir". Si dejamos a un lado otro tipo de alianzas, como la de los medios de comunicación con ciertas editoriales, ése es, en efecto, el meollo principal del problema. Ese, y circunstancialmente las generalizaciones a que este tipo de discusiones da lugar, pues cabe decir que tampoco debe achacarse a todos el mal de unos por mucho que esos unos a veces parezcan ser la mayoría.
No es que no exista crítica. En España sí se hace crítica. La causa de su descrédito es que esa crítica no se practica siempre con los mismos parámetros de rigor ni siquiera por parte de un mismo individuo. Es decir, lo que se exige a un escritor no se le exige necesariamente a todos, y, como suele suceder, los chivos expiatorios no se eligen al azar. Por supuesto, aparte de la crítica misma y del lector que pretenda guiarse por ella, los más perjudicados por estos criterios sujetos a mercadeo son aquellos escritores que, porque acaban de empezar en el oficio, o quizá porque "van por libre", carecen de un peso específico en la balanza de las alianzas. Es frecuente a este respecto que el lenguaje crítico, cuando no sanciona con un rotundo aplauso, crezca en ambigüedad conforme mayor sea el peso del escritor en dichas alianzas, y se haga nítido y exigente con los que no participan de ellas por los motivos antes apuntados. En otros tiempos era tradicional, por ejemplo, no mostrarse demasiado duro con las obras de los escritores noveles (se señalaban los defectos pero, por aquello de no frustrar tempranamente vocaciones, se evitaba hacer sangre). La tendencia hoy en día es justamente la contraria: ensayar con ellos rigores de los que las grandes figuras están exentas. Lo grave no es la dureza empleada con unos sino la diferencia de trato. El colmo de semejante proceder sucede cuando el crítico en cuestión ni siquiera argumenta sino que se conforma con la repetición de clichés. Al margen de los que no están instalados por otros motivos, de nuevo aquí la peor parte se la lleva el escritor joven o el primerizo. No sólo porque, como se ha dicho, los clichés con que a él se le juzga abundan con menos reparos en la descalificación, sino porque a menudo los reproches que esos clichés alimentan ni siquiera le son destinados a él en exclusiva, sino que esconden en su formulación una descalificación más extensa, la de toda la generación a la que pertenece. A nadie se le ocurriría, por ejemplo, en una crítica sobre un escritor consagrado al que se le reprochara excesiva complacencia o vagancia, apostillar que se trata de un mal muy extendido entre sus compañeros de quinta. Sin embargo, es fácil encontrar ese tipo de apostillas en las críticas de libros debidos a escritores nacidos a partir del sesenta. Mientras el escritor consagrado rinde cuentas sólo de sí mismo, al recién llegado o con poca obra no se le deja responder sólo por él y debe acostumbrarse a que se le meta en el mismo saco junto con otros escritores con los que a lo mejor tiene tan poco que ver como entre sí lo tienen Francisco Umbral y Juan Marsé.
El desigual rasero a la hora de juzgar es sólo una de las más vistosas consecuencias de esa alianza entre algunos medios de comunicación y algunos intelectuales y escritores, en ningún caso la única ni la más flagrante. La desidia y rutina en la que sin quererlo caen los más reacios a participar de esos desmanes es otro de sus efectos que contribuyen al descrédito de la crítica. Hay más, aunque no se trata de reseñarlos todos. Ahora bien, ni el compadreo de ciertos críticos con los escritores e intelectuales a los que rinden pleitesía necesita siempre de la intermediación de los medios de comunicación para los que aquéllos trabajan (a menudo responde a meras estrategias de promoción personal), ni las alianzas, cuando efectivamente se dan, son exclusivas de la literatura. La pregunta de fondo es si existe espacio para el pensamiento de verdad crítico. –