La presidencia de George W. Bush debería provocarle a las personas inteligentes miedo y estremecimiento. Una cosa era tener presidentes manchados de ilegitimidad en el siglo XIX, otra es tener a un presidente ilegítimo en total posesión de la maquinaria militar más poderosa en la historia del mundo. Rutherford B. Hayes, una mediocridad que perdió el voto popular y alcanzó la presidencia en 1888, no tenía la bomba de hidrógeno.
Las raras circunstancias que llevaron a George W. Bush a la Casa Blanca serán examinadas durante muchos años por los historiadores. Pero todos deberíamos preocuparnos ahora, en el presente. He aquí el problema básico: Bush intentará ser presidente en circunstancias que imposibilitan casi toda acción doméstica. El Congreso está partido casi exactamente a la mitad. Los republicanos —los únicos ideólogos verdaderos en los Estados Unidos del siglo XXI— se verán frustrados al intentar imponer creencias cristianas fundamentalistas a una nación multiétnica y multirreligiosa. Los demócratas —que aún creen en la habilidad de una nación para reparar sus desigualdades sociales— serán incapaces de llevar a cabo su propio programa moderadamente liberal. Los jefes del Partido Republicano en el Sur y el Medio Oeste seguirán viendo la presencia del Gran Satán entre los demócratas. Y muchos demócratas seguirán sin perdonar la rencorosa impugnación a Bill Clinton. Resultado: el impasse.
Entonces Bush se verá tentado a hacer lo que hacen casi todos los presidentes estadounidenses cuando no tienen logros domésticos: verá más allá de las fronteras de Estados Unidos. Intentará encontrar alguna pequeña nación a la cual golpear, envolver la agresión en un lenguaje florido e idealista y aparentar ser presidencial. Hablará de honor y sacrificio y del valiente soldado americano. Citará su alza en las encuestas de opinión como prueba de su sabiduría y “valor”. En ese espíritu, John F. Kennedy —que ganó la elección de 1960 por apenas cien mil votos populares— permitió que la operación de Bahía de Cochinos se llevara a cabo, y mandó a Vietnam el primer número sustancial de tropas. Ronald Reagan se contentó con golpear a Granada mientras creaba y financiaba (ilegalmente) la guerra de los Contras en Nicaragua. Bush padre fue tras Saddam Hussein en la guerra del Golfo y mató a dos mil seres humanos en Panamá para arrestar a Manuel Noriega en el operativo antidrogas más sangriento de la historia.
Es poco probable que George W. Bush sea más prudente que sus predecesores. Muchos estadounidenses, guiados por caricaturistas y comediantes, creen que Bush —a pesar de sus grados en Yale y Harvard— es un poco burro. Durante la campaña, sus asesores lo escondieron sabiamente de los reporteros que pudieran hacerle interrogantes difíciles; lo empaquetaron con astucia, evitando cualquier atisbo de espontaneidad. En los 36 inciertos días posteriores a la elección, Bush parecía más incierto que nunca, mientras los chicos de papi (James Baker, Dick Cheney y otros) se aparecieron para manejar la dura batalla por Florida. De hecho, George W. parecía un delfín atemorizado, un niño rico desamparado y con el asunto fuera de su alcance, los ojos parpadeando ansiosamente en sus pocas apariciones públicas, como un prisionero de guerra en el Hilton de Hanoi mandando mensajes secretos en clave morse. El mensaje básico parecía ser: “¿Cómo salgo de esto?”
En una nación sensible, Bush se vería forzado a crear un gobierno de coalición, cambiando a Cheney (que lleva cuatro infartos) por un demócrata, formando un Gabinete con demócratas en algunos de los puestos más importantes. Nuevamente, esto es poco probable. Los ideólogos republicanos lo abandonarían; los demócratas quieren que fracase.
Así que debemos estar preparados para un melodrama armado. Bush no es un hombre de mundo. Su padre fue cabeza de la CIA, embajador en China y presidente de los Estados Unidos. El hijo se quedó en casa. Durante la guerra de Vietnam se apresuró a ingresar a la Guardia Nacional de Texas, defendiendo los cielos de Houston. Sólo ha visitado dos países extranjeros, uno de ellos México (el otro parece que se le olvidó). Que se recuerde, fue el primer candidato presidencial que necesitó informes sobre geografía.
Pero sabe dónde está Irak, y está completamente consciente de lo que su padre no pudo hacer en ese país: quitar a Saddam Hussein. Un hijo en rivalidad con el padre puede ser un hombre muy peligroso. Para mostrar “liderazgo”, el nuevo presidente Bush puede desafiar a los aliados europeos de Estados Unidos y arriesgar otra crisis petrolera al aprovecharse de algún desaire —real o imaginado— para acabar con Saddam Hussein. Entonces obligaría a su padre a admirarlo y tendría un gran ascenso en las encuestas de opinión.
Bush también podría dejar que su mirada se posara en nuestro propio hemisferio. Es el décimo presidente que tratará con Fidel Castro (un dato increíble en sí mismo). Bajo la presión de los cubanos exiliados en Miami, que le ayudaron a “ganar” Florida, puede verse tentado a subir la presión, financiar una revuelta interna (al estilo de la guerra de los Contras) y entonces entrar militarmente para apoyar a las “fuerzas de la libertad”. Pero Cuba no es la única posibilidad. Colombia es mucho más peligrosa. Bush podría decirle a su auditorio doméstico que la alianza de las farc con los narcotraficantes “no se tolerará”. Culparía a los marxistas colombianos —los perfectos oponentes— del problema de las drogas en Estados Unidos, y no a aquellos millones de estadounidenses que insisten en pagar dinero para embotarse con cocaína (muchos creen que entre esos millones de consumidores de cocaína estuvo el joven George W. Bush). En lugar de iniciar un vasto programa de rehabilitación en Estados Unidos, podría expandir la guerra en Colombia. Sus asesores le dirían que dicha guerra uniría a su fracturado país; el tema de la rehabilitación acabaría en la página 17 del periódico.
Una guerra expandida en Colombia, ay, casi con certeza desembocaría en una guerra andina, con guerrillas surgiendo en todos lados, empujadas por el nacionalismo más que por el marxismo. Como debió enseñarnos Vietnam, nada une a un pueblo más efectivamente que la presencia de soldados extranjeros. Una guerra andina podría ser una calamidad para todos en la región. Las tropas estadounidenses regresarían a Panamá para “proteger el Canal” y para negarle refugio a los cuadros de la guerrilla (y a los narco-banqueros). Perú ya se tambalea; el ejército podría verse tentado a acabar con la democracia “por razones de emergencia”. Todas las naciones del hemisferio, comenzando con México, se verían presionadas a tomar partido.
Espero que nada de eso suceda. Espero que Bush resista todas esas tentaciones. Pero en 2002 habrá elecciones para el Congreso en Estados Unidos. El Partido Demócrata, amargado por la elección presidencial, conseguirá cada voto posible para tomar el control del Congreso. El delfín se verá bajo una intensa presión de sus asesores para hacer algo dramático. Todos debemos estar preparados para un panorama con cadáveres.
Traducción de Santiago Bucheli.
(1935-2020) fue un periodista, novelista, ensayista, editor y educador estadounidense.