Si nuestro futbol se atarea más en diseñar estrategias exculpatorias que tácticas eficientes, el comportamiento de la fanaticada en los estadios no es menos triste: un reflejo –¿habría que extrañarse?– de la frágil mentalidad patria, una gestalt para la que todo himno nacional que no contenga la palabra masiosare es abominable y todo portero es puto.
Cada vez que la escuadra mexicana entra al campo de juego se desata una extraña prueba de Roscharch, verdosa e hiperquinética, sobre la que la multitud activa su delirio de grandeza (si gana) o purga su complejo de inferioridad (si pierde). El ritual incluye pactar una zona hospitalaria para actuar en bola, impunemente, pasiones que fuera del estadio serían individualmente sancionables.
El estadio permite, si no es que propicia, los peores comportamientos a los que son proclives quienes (contra toda evidencia) siguen siendo el rey: no es casualidad que ese enorme teatro se llame “El Azteca”. Como si cada partido de la selección fuera una versión comprimida de la historia de México, cualquier neozelandés o jamaiquino se convierte, sin sospecharlo siquiera, en un encomendero español. El cuerpo arbitral, obviamente, simboliza ante la escéptica multitud la, para ella, repugnante idea de que existan reglamentos. Si el equipo pierde se debe, desde luego, a que está compuesto de traidores tlaxcaltecas o a que, por una inaudita metempsícosis, en el botín del Chicharito reencarnó la Malinche.
Todo estadio establece un orden social alternativo (o un desorden, lo que ocurra primero) y todo encuentro abre un paréntesis de lenidad ética: durante noventa minutos la multitud se arroga el derecho y hasta la obligación de cebar sus frustraciones en la imagen del otro, el diferente. Masa es poder, claro, pero en el estadio es un poder absoluto, más que en la plaza pública, pues sus recompensas o agravios son comprobables e inmediatos.
En pocas condiciones el mexicano se siente tan a sus anchas como entre la impunidad del tumulto: en el estadio es una ebriedad que emplea como lenguaje la orina voladora. La multitud practica ferozmente su rencorosa xenofobia hasta verla convertirse en medalla identitaria. Ya sé que esto no es privativo de México y sé bien de qué son capaces los hooligans y las barras bravas argentinas (la versión mexicana, entiendo, se llama “la perra brava”: el apodo como autorretrato). No ignoro que en algunos estadios europeos hay infelices que celebran sus goles con el saludo fascista. La FIFA combate esto con simbólicas campañas de tolerancia y, a veces también, con sanciones severas.
Lo que al parecer es exclusivo de México es esto de tratar de puto en coro al guardameta contrario cuando despeja el balón. Es patético, y comprensible. Una porra consiste, a fin de cuentas, en un grupo de hombres muy gratamente sorprendidos por haber descubierto que poseen testículos. Lo curioso es que tanta bullente testosterona elija comprobarse entrometiéndose en la sexualidad de otro hombre.
Saltar del “Cielito lindo” al “puto” expresa la bipolaridad mexicana entre la encomiable voluntad de alegría y el miedo que se expresa como abuso. Pues gritarle puto al adversario agravia a una persona y discrimina a los gays, pero también denigra la idea del adversario, fomenta la intolerancia y hace patria fortaleciendo aún más en la niñez el arte del bullying en el que México ya destaca. Que las estaciones televisivas, abochornadas, cancelen el sonido a la hora del grito, sólo propicia que el grito se haga más prolongado.
Ahora bien, los machos que a priori sentencian que el portero adversario no es tan macho como ellos lo desean, evidencian sus tribulaciones sexuales pero cometen a la vez delito de discriminación en vivo y en alta definición. No es diferente al delito de racismo que la FIFA ya incorporó a sus reglamentos sobre el comportamiento en los estadios (artículo 26, 1 y 2). El CONAPRED, aquí, no haría nada: el agravio quedará impune y aun crecerá, pues para eso es circo el circo. Canta y no llores.
Y cuando juegue la selección femenil de futbol, ¿le gritarán puta a la extraña portera enemiga? Al tiempo…
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.