La primavera egipcia tuvo siempre un dejo otoñal. Los grupos que movilizaron a cientos de miles y ocuparon la Plaza Tahrir por meses en 2011, tenían una meta doble: acabar con la dictadura de Hosni Mubarak y sustituirla por un sistema democrático, incluyente y moderno.
La primavera no floreció plenamente porque para conseguir el primer objetivo los protagonistas del movimiento recurrieron al ejército, la institución que había sido la principal base de apoyo de Mubarak y también la única que podía garantizar la caída del dictador. Las Fuerzas Armadas tenían –y tienen– demasiados intereses propios en lo que los egipcios llaman el “Estado profundo”, en referencia al viejo régimen, para transformarse en un árbitro eficaz y neutral de la transición a la democracia.
El movimiento convocó involuntariamente a otro actor político, la Hermandad Islámica, que aunque carecía de experiencia democrática y de gobierno, era la organización mejor estructurada del país. La Hermandad, que nació en Egipto en 1928, es el origen del Islam político y de una estrategia de lucha que combinó por décadas la acción comunitaria –lo que le permitió echar raíces en todos los rincones de Egipto– y la violencia terrorista, antes de fundar un partido propio, Libertad y Justicia.
Ni el ejército, ni la Hermandad eran en 2011 los parteros ideales de la democracia en Egipto. Pero la tarea recayó en ellos, porque los protagonistas de la primavera otoñal, los grupos seculares, liberales y modernizadores, se fragmentaron y no pudieron construir un partido político fuerte, con un programa de gobierno claro y consensual. Como era de esperarse, la Hermandad –y otros partidos islámicos aún más conservadores– ganaron una mayoría en las elecciones legislativas, y con un margen menor, las presidenciales de 2012. Muhammad Morsi tomó el poder en junio. Quienes votaron por él –religiosos y seculares–confiaron que Morsi gobernaría para todos los egipcios con la honestidad y eficacia que caracterizaban al brazo financiero y de ayuda comunitaria de la Hermandad Islámica.
Morsi olvidó muy pronto que había sido electo con el mandato ciudadano de construir una democracia plural y moderna. Desde el principio de su gobierno islamizó la política egipcia, anunció que la fuente de su mandato no era terrenal sino divina y que tenía la misión de redactar una Constitución que convirtiera a la sharia en la norma fundamental del nuevo Egipto. Para ello, se colocó por mandato presidencial, por encima de la supervisión judicial y convocó a un referéndum a todo vapor que aprobó una Constitución que convirtió a las creencias del presidente en leyes para todos.
El nuevo orden hizo a un lado los derechos que las mujeres habían adquirido durante los años de Mubarak, limitó las libertades que son la esencia de cualquier democracia plena y dejó a las minorías religiosas del país sin defensa posible frente al Estado y a los fundamentalistas. Los shiítas y los cristianos empezaron a ser perseguidos –miles abandonaron el país– ante el ominoso silencio del presidente.
Por si eso fuera poco, Morsi llenó los puestos públicos,no con los mejores,sino con miembros de la Hermandad, administradores ineficientes que tomaban decisiones a espaldas de la ciudadanía y que se convirtieron en pequeños tiranos locales. Las credenciales que habían llevado a muchos a votar por la Hermandad perdieron vigencia en unos meses: el nuevo gobierno demostró que no tenía capacidad para gobernar, ni para construir una democracia moderna.
Sin embargo, la incompetencia política de Morsi no hubiera sacado a la calle a catorce millones de sus gobernados el 30 de junio para exigir su renuncia, ni hubiera llevado a liberales seculares como Mohamed El Baradei a aplaudir el golpe de Estado militar que derrocó finalmente al presidente. En febrero, el electorado descontento podría haber expulsado del Legislativo a la mayoría islámica y convertirse en un poderoso freno a los desatinos de Morsi.
La clave para explicar las multitudinarias protestas y entender lo injustificable desde una perspectiva democrática –el apoyo masivo a un golpe de Estado contra un presidente elegido en las urnas– está en la economía. El desabasto de hidrocarburos, la inflación –mayor de 8%– el desempleo, el descenso del turismo y la pérdida de valor de la lira egipcia frente al dólar, son sólo la punta del iceberg del derrumbe de la economía provocada por la catastrófica política económica del gobierno de Morsi. Las reservas se desplomaron de 36 000 millones de dólares en 2011, a sólo 16 000 millones a mediados de este año: apenas suficientes para cubrir tres meses de importaciones de productos indispensables como trigo y petróleo (Egipto debe cerca de 8 000 millones de dólares a las compañías petroleras que trabajan en el país).
El déficit presupuestal se elevó a 13% del PNB –lo cual no disuadió a Morsi de aumentar los sueldos del sector público– y el gobierno se negó a elevar impuestos y reducir subsidios, privando al país del ingreso de 4.8 mil millones de dólares del FMI que Egipto requería con urgencia para sobrevivir económicamente. La economía siguió funcionando a tropezones y a paso de tortuga gracias a la ayuda de Qatar, Turquía y Libia, pero ésta resultó insuficiente frente a las necesidades del país: Egipto requiere 25 000 millones de dólares en los próximos dos años nada más para cubrir los gastos del gobierno y pagar la deuda externa. No sorprende que la bolsa de valores haya tenido un repunte después del golpe militar.
Los militares egipcios llevan muchos decenios de mover el abanico. Han aprendido, al menos, a leer el ánimo del pueblo y nadar a favor de la corriente. En 2011 no se equivocaron al dar la espalda a Mubarak, y el 30 de junio respondieron también a los deseos de los millones que salieron a las calles. Tendrán que encontrar caminos alternativos a las balas para incluir a los seguidores de la Hermandad en el tránsito a la modernidad, pero han elegido bien al conformar el gobierno interino. Adly Mansour, un juez respetado, será el presidente provisional y El Baradei ocupará la vicepresidencia. Pero el nombramiento más importante es el de Hazem el-Beblawi,un economista preparado y liberal, como Primer Ministro interino. Todos ellos tienen una misión casi imposible: restaurar el consenso político a favor de la democracia que Morsi destruyó, y salvar a la economía egipcia del despeñadero.
(Una versión de este texto apareció publicada en el periódico Reforma)
Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.