En tiempos de nuestros abuelos, la palabra libertino fue un regaño que definía y a la vez condenaba cualquier conducta sexual anómala. Hoy en día, cuando el sexo sin compromisos tiene millones de adeptos, el vocablo ha perdido buena parte de su carga peyorativa y mantiene, en cambio, un aroma pecaminoso que valdría la pena conservar por el bien de la literatura erótica. La depravación adecentada pierde la mitad de su encanto, pero eso buscan, sin darse cuenta, los paladines de la moral permisiva que han acuñado el higiénico neologismo “poliamor”, como si la masificación del libertinaje necesitara ganar respetabilidad, cuando más bien debería guarnecer su flanco más débil: la falta de un proyecto de vida para la vejez.
La ausencia de ese proyecto revela que buena parte de los libertinos contemporáneos no quieren llegar a viejos o quizá tengan propósitos de enmienda para un futuro remoto. La pérdida de atractivo físico es uno de los mayores incentivos para hacer de la necesidad virtud y resignarse a la castidad o a la monogamia. Otro impedimento para prolongar el libertinaje sexual más allá de los cuarenta o cincuenta años (el lector optimista o ciego puede postergar su fecha de caducidad galante, si eso lo consuela) es el miedo al ridículo. Desde el episodio bíblico de la casta Susana, asediada en Babilonia por dos ancianos libidinosos, hasta las caricaturas de Silvio Berlusconi, la tradición milenaria que ordena sentar cabeza a los libertinos de la tercera edad tiene un fuerte poder intimidatorio. En el campo de la novela esa tradición se ha cebado injustamente con Giacomo Casanova, que si alguna virtud tuvo fue la de envejecer con decoro, en admirable congruencia con el credo libertino que profesó hasta la muerte.
En el tercer volumen de sus Memorias (1774-1798), Casanova confiesa que después de los cuarenta años comenzó a perder atractivo viril. “Mantenía mi tren de placeres sin querer pensar que ya no era joven y que el sufragio ganado por la buena apariencia empezaba a faltarme.” La mengua de su apostura lo obliga a cortejar largo tiempo a mujeres que se le resisten o le exigen matrimonio como condición para entregarse, una señal de alarma para un seductor infalible que antes las conquistaba en un santiamén. Nada le habría costado casarse con alguna mujer abnegada para no envejecer solo, pero rechazó esa opción autocompasiva por fidelidad a sí mismo. Si creyó toda la vida en el carácter efímero del amor, no podía cambiar de chaqueta “en el crítico umbral del cementerio” para tener una enfermera al pie de la cama.
Arthur Schnitzler en El retorno de Casanova y Sándor Márai en La amante de Bolzano pintaron con los colores más crudos la vejez de Casanova. En la novela de Schnitzler, Casanova se tiene que valer de una artera extorsión para seducir a Marcolina, la joven hija de un viejo amigo que le da hospedaje en Mantua. En la de Sándor Márai, Francesca, la única mujer por la que sintió un amor profundo veinte años atrás, se decepciona al descubrir el radical egoísmo del conquistador, cuya alma reseca ya no puede albergar ningún sentimiento puro. Ambas novelas falsean en buena medida el carácter de Casanova por distintas razones: Schnitzler, un reprimido crónico, jamás pudo asumir su lujuria sin darse golpes de pecho, ni comprender, por lo tanto, el hedonismo meridional de su personaje, mientras que Márai, un liberal romántico, utilizó la figura emblemática del gigoló veneciano para exhibir la aridez de una vida sin amor. Pero, en la vida real, Casanova no fue un sórdido rabo verde ni tuvo reencuentros amargos con sus examantes: cuando el desinterés de las hembras lo jubiló, se retiró sabiamente a escribir sus memorias en la biblioteca del conde de Waldstein. Nadie puede acusarlo de haberse aferrado grotescamente a los goces terrenales, ni de prolongar una orgía a destiempo, pero tampoco de cometer un ridículo acto de contrición, pues aunque tuvo una vejez monástica, introspectiva y ajena a la concupiscencia, Casanova nunca se arrepintió de sus pecados. Dedicó tres cuartas partes de su vida a cometerlos y la última a narrarlos con picardía nostálgica. Se negó a sentar cabeza, pero no negó los estragos del tiempo, como la multitud de libertinos y libertinas que hoy juegan a las escondidas con sus espejos. ~
(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio.