En la última novela de Jonathan Safran Foer, Aquí estoy (Seix Barral, 2016), un terremoto en Oriente Medio provoca millones de muertos y desestabiliza la región. El fundamentalismo islámico culpa a Israel de la catástrofe natural, y los países musulmanes, de manera inverosímil (una alianza entre Hezbolá y Estado Islámico resulta casi igual de creíble que una entre Israel e Irán) se unen para enfrentarse a los israelíes. Israel tiene que tomar una decisión existencial, que lleva debatiendo consigo mismo desde la creación del Estado: ser un país judío o ser un país democrático, proteger exclusivamente a los suyos u ofrecer ayuda humanitaria a la región. Elige lo primero, y consigue sobrevivir. “Si en lugar de un país fuera una familia en un momento de emergencia -dice el personaje de Irv, el padre del protagonista de la novela, un sionista convencido- nadie culparía a los padres por guardar comida en la nevera y tiritas en el botiquín. Siempre pasan cosas, especialmente cuando tus sangrientos vecinos te odian a muerte, y no hay nada inmoral en preocuparte más por tus hijos.”
Muchos sionistas creen que existe una obsesión en Occidente con las injusticias que comete Israel. Si un conflicto internacional no recibe la atención suficiente es porque en él no está involucrado Israel, bromean. En la ONU, todo el mundo “odia” a Israel. Es cierto que la ONU tiene un sesgo muy antiisraelí. También es cierto que la prensa internacional presta excesiva atención a Israel, y no es ninguna sorpresa que algunos de sus países vecinos desean su desaparición total. En muchos aspectos, es un fácil cabeza de turco, especialmente para determinada izquierda occidental. Pero esto se ha convertido en la única excusa del Israel más fundamentalista: sí, es cierto, no somos buenos, pero los demás tampoco.
Durante décadas, Estados Unidos ha sido el único país que ha impedido una mayor marginalización de Israel a nivel global. El pasado diciembre, justo en mitad de las vacaciones de Navidad, el Consejo de Seguridad de la ONU votó una resolución contra los asentamientos en Cisjordania. Estados Unidos decidió abstenerse, y los demás 14 miembros del consejo votaron a favor. Es una decisión sin precedentes: los estadounidenses se han opuesto siempre a las sanciones y defendido Israel incluso cuando más difícil era. Nunca EEUU había hablado de asentamientos “ilegales”, siempre se refirió a ellos como “obstáculos para la paz”.
El secretario de Estado John Kerry justificó su abstención con un duro discurso en el que defendió que era para “preservar la solución de los dos Estados. Eso estamos defendiendo: el futuro de Israel como un Estado judío y democrático, conviviendo en paz y seguridad con sus vecinos.” La construcción de asentamientos ilegales en Cisjordania va en contra de la idea de los dos Estados. En más de una ocasión, Israel ha incumplido sus propias leyes y construido en zonas ilegales; ha condenado asentamientos mientras les ha proporcionado suministro de agua y electricidad; ha defendido la solución de los dos Estados mientras construía asentamientos que la obstaculizan. Tras la resolución de la ONU, Israel siguió con el plan de construir asentamientos en Jerusalén Este.
La resolución no tiene un efecto legal inmediato, pero demuestra que Israel está solo. Para el primer ministro Netanyahu, que lidera uno de los gobiernos israelíes más derechistas y radicales de la historia del país, estar solo significa tener razón, y reafirma su victimismo. Habla de la marginación internacional del país, de su vulnerabilidad mientras se enfrenta a todos como si fuera una potencia. Acusó a Estados Unidos de estar detrás de la resolución, que consideró antiisraelí, y llamó a consultas a los embajadores que votaron a favor.
Israel es de los pocos países cuyo derecho a existir se cuestiona. Muchos críticos con el país lo son de manera absoluta y retroactiva: el problema es su creación en 1948. Es una impugnación inútil. Israel existe, y no va a dejar de hacerlo. Pero cada vez existe en más territorio, y de forma ilegal. Tras la guerra de 1967, Israel capturó territorio palestino. Muchos defienden la legitimidad de esta apropiación porque se trataba del contexto de una guerra. Pero las construcciones actuales en Cisjordania no son conquistas de una guerra. Es una colonización lenta, e ilegal bajo la propia jurisdicción israelí. Más de 600.000 judíos viven en Jerusalén Este y Cisjordania, regiones que deberían formar parte de un potencial Estado palestino. Desde la llegada de Obama a la presidencia ha aumentado en 100.000.
La idea de un Israel laico y progresista ha desaparecido. Los liberales sionistas están cada vez más solos. El gobierno de Netanyahu ha tomado una deriva autoritaria y ultranacionalista (persiguiendo a la prensa, a organizaciones de derechos humanos, alentando el racismo antiárabe) que prioriza el Israel judío frente al democrático. El marzo pasado, una encuesta de Pew demostró que un 79% de los judíos israelíes apoyan un “tratamiento preferencial” a los judíos.
Cuando se firma un alto al fuego en cualquier guerra, ambos bandos intensifican sus acciones antes de que se lleve a cabo. Ambos quieren estar en ventaja cuando todo se detenga, por si consiguen mayores beneficios de unas posibles negociaciones. Netanyahu quiere avanzar en la construcción de asentamientos para que, si hay negociaciones sobre una solución de dos Estados, pueda alegar que le encantaría, pero que es imposible: esta gente ya no puede moverse de aquí. Y es cierto, desgraciadamente. Los asentamientos no son cuatro chabolas, son parte del Estado de Israel.
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).