Hace poco los archivos del feminismo mexicano emprendieron la última de sus mudanzas. Los documentos y fotografías que alguna vez se guardaron en cajas de cartón, dentro de las casas de las activistas, pasaron después a los acervos de museos y bibliotecas para finalmente entrar al Internet. La más reciente de estas mudanzas se debe al Centro de Investigación y Estudios de Género (CIEG) de la UNAM, que hace unos días estrenó el sitio web Archivos Históricos del Feminismo. La revuelta (1976-1978), Cihuat (1977-1978), La boletina (1982-1986), La correa feminista (1991-1998) y fem (1976-2005) fueron catalogadas y digitalizadas por un equipo de jóvenes bajo la dirección de J. Félix Martínez Barrientos, para que al fin pasaran de los estantes de la biblioteca Rosario Castellanos a las pantallas de los dispositivos con acceso a Internet.
Puede ser abrumador enfrentarse a los 5884 artículos y 305 ejemplares de las cinco publicaciones digitalizadas. Previéndolo, el grupo de Martínez Barrientos ideó un catálogo de temas para hacer más fácil la revisión de los contenidos. Aborto, trabajo doméstico, sexismo en los medios de comunicación, violencia, bisexualidad, piropos, ciberfeminismo; el repertorio anima la curiosidad de cualquiera. También es posible buscar por año: si uno quisiera, por ejemplo, enterarse de las lecturas, reacciones y posturas de los feminismos ante el levantamiento armado del EZLN, basta con darle clic a 1994. Uno pasar un buen rato hojeando, ejemplar por ejemplar; los Archivos Históricos del Feminismo no son una herramienta exclusiva para académicas.
Quizá la historia de la despenalización y el acceso al aborto sea la más conocida en nuestro país, sin embargo, los periódicos y revistas de este nuevo archivo dan cuenta de la variedad de asuntos feministas que se han pensado desde hace al menos cuatro décadas. Un número de La revuelta, por ejemplo, arremete contra el amor romántico, Miss Universo, Miss México y la industria de la belleza, doce años antes de que Naomi Wolf publicara el polémico título El mito de la belleza.
Las cinco publicaciones también hablan de la cercanía del feminismo mexicano con la izquierda. En los números de los setenta prolifera la oposición al capitalismo y la alianza con la lucha de clases, mientras que en los ochenta quedaron registradas las respuestas feministas a la transición que hizo México a la economía del libre mercado, en los noventas se leen los análisis y las denuncias del modelo neoliberal. Un número de La correa feminista, por ejemplo, hizo una convocatoria para identificar los efectos que tendría el TLCAN en la vida de las mujeres –¿disminuirá el gasto público?, ¿subirán los precios?, ¿continuará la discriminación de género en el trabajo?, ¿cómo afectaría a las amas de casa?, ¿se reduciría la seguridad social de las trabajadoras formales?
Sirve repasar estas publicaciones para seguir de cerca el debate sobre la relación de los feminismos con los partidos políticos y órganos de gobierno. Todavía en los noventa los grupos debían negociar la inclusión de candidatas en los partidos, y entre las décadas se aprecia la renuencia de los gobernadores y los municipios ante los programas para la mujer, el desinterés y el desempeño más bien pobre de las agencias especializadas en violencia sexual de los ministerios. En el 2005, por poner otro ejemplo, fem hizo un balance feminista de la democracia al analizar el gobierno de Vicente Fox y el de Andrés Manuel López Obrador –algo que, sospecho, es relevante para las elecciones de 2018.
Por si fuera poco, el archivo escribe la historia del activismo feminista en México. De una década a la siguiente sobresalen diferentes tipos de organizaciones: si en los setenta predominaron ambiciosos frentes nacionales, ya para los ochenta se percibe un esfuerzo más arduo por coordinarse hasta que en los noventa inició la mancuerna de los grupos feministas con las ONG. La cronología importa porque la institucionalización del movimiento fue –y sigue siendo– un motivo de disputa, y hay quien sugiere que esto dio paso a la así llamada “tercera ola”.
A pesar de que estas cinco publicaciones fueran editadas e impresas en el DF –salvo por un breve periodo en que, de acuerdo con Martínez Barrientos, La boletina se trasladó a Morelia–, en algunos números, pero en especial en La correa feminista, se comprueba el intento de las colectivas estatales y capitalinas por comunicarse. De cierta manera, La correa feminista sirvió como un anuncio de clasificados: los grupos locales podían publicar sus objetivos, su dirección y número telefónico; los había en Xalapa, Colima, Sonora, San Luis Potosí, San Cristobal de las Casas –el feminismo, debe quedar claro, no es una provincia de la Ciudad de México. En especial, las hojas mecanografiadas y probablemente fotocopiadas de La correa feminista delatan los esfuerzos heroicos del activismo y las editoriales: ¿cómo conseguir fondos?, ¿cómo asegurar el financiamiento independiente?, ¿cómo distribuir ejemplares fuera de las tiendas y librerías?
Sobre las diferencias generacionales, Tonatiuh Meléndez, Diana Lara, Verónica Ortiz y Martínez Barrientos descubrieron que en los setenta y los ochenta las autoras no firmaban los textos: quizá pretendían que el conocimiento fuera colectivo, y que se socializara de esa manera. Los investigadores apuntan que la dirección de las revistas y el trabajo editorial se repartía de manera horizontal para “evitar el predominio de las personalidades” –¿cómo se reparte el prestigio?, ¿a qué tipo de mujeres favorecen los medios de comunicación?, ¿la fama y la celebridad hacen que unas destaquen por encima de otras?, ¿esto introduce una desigualdad injusta entre las mujeres? Puedo imaginarme las discusiones sobre este tema y otro más. En las publicaciones, como fem, que nombraban a sus autoras predominan las mujeres: el feminismo siempre ha buscado hacerse de espacios autónomos, lo que todavía molesta a varios hombres.
Por cierto, fem se distingue por haberse mantenido durante tres décadas. Con ensayos largos, investigaciones cuidadosas, estadísticas y argumentos teóricos, la revista no le pide nada a sus contemporáneas. Sobre todo, fem quiso darle voz a un discurso más “racional”, “menos emocional” –el feminismo también es sede de un largo debate sobre el lenguaje y las formas de conocimiento. Además de análisis legislativos y entrevistas con expertos, la revista se preguntó por los estereotipos de la mujer en la música ranchera y las telenovelas, y por la participación de las artistas en el cine, la pintura y el performance. Incluso sacó un número sobre los hombres.
El nuevo archivo digital del CIEG promete un acercamiento a la historia del feminismo desde muchos frentes: se puede investigar la historia de las ideas y los diálogos del movimiento mexicano con el extranjero –las publicaciones resumían y traducían textos del feminismo francés, italiano y estadunidense; el material también le sirve a la comunidad LGTBIQ, pues encontrará convocatorias y denuncias de coaliciones de lesbianas y hombres gay. No cabe duda que estas son las fuentes del activismo, la sociedad civil y la democracia: el feminismo es parte de historia política de México.
Quizá hace falta que la nueva generación de mujeres jóvenes se haga de estrategias para difundir estas tres décadas del movimiento en las redes sociales –me imagino que los números pueden leerse en grupos de estudio y discutirse en Facebook, que el material llamará la atención de la editatona en Wikipedia, que se puede “reactivar” la historia en Internet, como diría Mónica Mayer. Los Archivos Históricos del Feminismo nos dan la oportunidad de consultar lo que se ha pensado, de retomar prácticas, reabrir debates, refinar argumentos, complementarlos o disputarlos, y así sumarnos a esa gran conversación que es el feminismo en nuestro país.
(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.