En febrero del año 2000, durante un congreso internacional celebrado en Cuernavaca, México, un puñado de científicos discutía sobre la intensidad del impacto humano en el planeta. Paul J. Crutzen, químico galardonado con el Premio Nobel por sus trabajos sobre la capa de ozono, se puso de pie y exclamó: “¡No! Ya no vivimos en el Holoceno, sino en… ¡el Antropoceno!” Se acuñaba de este modo un nuevo término y, probablemente, nacía una nueva era geológica. O, al menos, así reza la anécdota. Print the legend. Su espontáneo hallazgo exigía un rápido desarrollo, por lo que Crutzen publicó ese mismo año, junto con el biólogo estadounidense Eugene F. Stoermer (que venía empleando el término desde los inicios de los ochenta del siglo XX), un artículo que planteaba de manera formal la hipótesis del Antropoceno, ampliada por él mismo en solitario en la revista Nature dos años más tarde y sucesivamente refinada por un conjunto de científicos e historiadores que han tratado de conformar desde entonces una versión “oficial” de esta.
((Paul J. Crutzen y Eugene F. Stoermer, “The Anthropocene”, Global Change Newsletter, 41 (2000), pp. 17-18; Paul J. Crutzen, “Geology of mankind”, Nature, 415 (2002), p. 23.
))
Su tenor puede resumirse con sencillez: la Tierra estaría abandonando el Holoceno, cuyas condiciones climáticas relativamente estables han sido propicias para la especie humana, y adentrándose de un modo gradual en un Antropoceno de rasgos aún imprevisibles. La causa más relevante de dicho desplazamiento sería la influencia de la actividad humana sobre los sistemas terrestres, lo que habría provocado el acoplamiento irreversible de los sistemas sociales y naturales. Aunque el cambio climático es la manifestación más llamativa de esta transformación, está lejos de ser la única: en la lista también figuran la disminución de la naturaleza virgen, la urbanización, la agricultura industrial, la infraestructura del transporte, las actividades mineras, la pérdida de biodiversidad, la modificación genética de organismos, los avances tecnológicos, la acidificación de los océanos o la creciente hibridación socionatural. Se trata de un cambio cuantitativo de tal envergadura que ha pasado a ser cualitativo. De esta manera, la humanidad se ha convertido en una fuerza geológica global.
Desde su presentación en sociedad, la propuesta ha ganado tracción muy rápidamente y ha generado un intenso debate que trasciende las propias ciencias naturales. Nature pidió el reconocimiento científico y público del Antropoceno en un editorial en 2011, y la prensa generalista ha incorporado el término de forma paulatina después de que The Economist le diera una sonora bienvenida en su portada del 26 de mayo de ese mismo año. También se le han dedicado exposiciones, como la del Deutsches Museum de Múnich o la del Museo de Ciencias Naturales de Madrid. Y, aunque su impacto en la cultura popular parezca todavía limitado, el género de la cli-fi (o ficción climática) ha empezado a incorporarlo: ahí está el ciclo de las novelas que Kim Stanley Robinson dedica a la colonización humana de Marte o la desoladora fábula que compone Cormac McCarthy en La carretera; aunque no está de más señalar que la distopía climática fue inaugurada en 1964 por J. G. Ballard con La sequía. Es pronto para aventurar si el término “Antropoceno” cautivará o no a la imaginación pública, pero su gradual implantación sugiere que compartirá protagonismo en el debate público sobre el futuro de la especie con el cambio climático.
De hecho, resulta llamativo que esta rápida difusión se produzca antes de que el concepto haya obtenido un reconocimiento oficial. El Anthropocene Working Group, formado por 35 científicos dedicados a promover el reconocimiento de la nueva época, votó en 2016 solicitar su formalización a la Comisión Internacional de Estratigrafía. Será este organismo quien decida al respecto, tras oír las recomendaciones de la subcomisión de Estratigrafía Cuaternaria, compuesta por especialistas en el periodo del mismo nombre. Así pues, no sabremos hasta dentro de varios años si al Pleistoceno y al Holoceno les sucederá el Antropoceno, dado el rigor de las pruebas que habrán de presentarse para justificar tan inusual petición: al tiempo geológico no se le puede meter prisa.
Sin embargo, ni siquiera un eventual rechazo de la propuesta representaría el repentino fin del Antropoceno. La hipótesis no solo cuenta con avales científicos suficientes para ser tomada en serio, sino que apunta hacia una realidad que trasciende las propias fronteras de la geología. Tal como apunta el paleoecólogo Valentí Rull, no es necesario definir formalmente el Antropoceno como una época geológica para aceptar que la actividad humana ha cambiado los procesos del sistema terrestre de manera significativa durante los últimos siglos;
((Valentí Rull, “A futurist perspective on the Anthropocene”, The Holocene, 23 (8) (2013), pp. 1-4.
))
tampoco para reflexionar sobre las implicaciones morales y políticas de esa profunda alteración. En ese sentido, el éxito del concepto demuestra su oportunidad: se diría que lo estábamos esperando. El Antropoceno ha proporcionado así aval científico a una intuición compartida acerca del estado de las relaciones socionaturales y ha servido como marco general para su discusión. Incluso si los geólogos rechazan la noción o esta no logra atraer el interés del público de masas, la realidad que describe no va a desaparecer. ¡Ya vivimos en el Antropoceno!
En puridad, el término denota tres significados diferentes, aunque complementarios. Por un lado, es un periodo de tiempo, un tracto histórico que, para un número creciente de científicos, debe ser reconocido como una nueva época geológica en razón de las novedades planetarias que incorpora. Por otro, constituye un momento preciso en la historia natural, además de un estado particular de las relaciones entre la humanidad y el mundo no humano: la transición del Holoceno al Antropoceno. Finalmente, puede utilizarse como una herramienta epistémica, esto es, como un nuevo marco para la comprensión de los fenómenos naturales y sociales que exige dejar de estudiar estos últimos de forma separada. El Antropoceno nos recuerda que naturaleza y sociedad se encuentran profundamente relacionadas.
Y, además, nos muestra que esa entidad que denominamos “naturaleza” es una realidad dinámica y cambiante con la que mantenemos una interacción cada vez más compleja. No resulta casual que, como afirmase célebremente Raymond Williams, la palabra sea una de las más difíciles del lenguaje.
((Raymond Williams, Keywords: a vocabulary of culture and society, Londres, Fontana/Croom Helm, 1976, p. 84.
))
En su evolución semántica, el concepto ha incluido las distintas dimensiones de la vida humana y ha señalado los límites del conocimiento científico, así como su potencialidad transformadora: la historia humana podría verse como la historia de nuestras relaciones con la naturaleza.
((Heinrich Schipperes, “Natur”, en O. Bruner , W. Conze y R. Koselleck, eds., Geschichtliche grundbegriffe: historisches lexikon zur politischsozialen sprache in Deutschland, Stuttgart, Klett-Cotta, 1978, pp. 216, 243.
))
No podemos entendernos a nosotros mismos sin recurrir a ella.
En los últimos dos siglos y medio, desde el advenimiento del industrialismo, nuestro conocimiento del mundo natural ha aumentado tanto como nuestro impacto material sobre él. El resultado se traduce en que hemos transformado la naturaleza, al tiempo que descubríamos su influencia sobre nosotros: de Darwin a la doble hélice. Este largo proceso de imbricación socionatural llega a su paroxismo con el Antropoceno, que confirma la coevolución de naturaleza y sociedad y deja al descubierto la densa red de conexiones existentes entre una y otra. Huelga decir que esta penetración humana en el mundo natural ha provocado un conjunto de problemas medioambientales –del cambio climático a la pérdida de biodiversidad– que han de situarse en el centro del debate público.
Por su parte el Antropoceno también cuestiona el hecho de que podamos seguir hablando de problemas medioambientales a la manera clásica. El historiador Dipesh Chakrabarty ha enfatizado que en la transición al Antropoceno convergen tres historias distintas que hasta ahora permanecían separadas: la historia del sistema terrestre, la historia de la vida (sin olvidar la evolución del ser humano) y la más reciente historia de la civilización industrial. Si la desestabilización de los sistemas planetarios es aguda, incluidos un aumento excesivo de la temperatura global y sus posteriores efectos ecológicos, podemos olvidarnos de la búsqueda individual de eso que los filósofos llaman la “buena vida”: la naturaleza no humanizada acabaría con la vida humana. Este tipo de sublime finale es mostrado en Melancolía, la película de Lars von Trier donde otro planeta choca con la Tierra por razones de orden astronómico que enseguida pierden importancia. Podemos leer esa intrusión espacial como un desdoblamiento metafórico de la Tierra, que se bastará a sí misma si todo sale mal para devolver a la especie humana a la nada de la que surgió. No debe extrañarnos, por tanto, que el Antropoceno incorpore sin esfuerzo un punto de vista apocalíptico.
Y es que nada garantiza que la adaptación agresiva protagonizada por la especie humana no termine siendo una desadaptación de fatales consecuencias. En palabras del historiador medioambiental John R. McNeill, hemos convertido la Tierra en un gigantesco laboratorio, sin que podamos anticipar el resultado de un experimento todavía en marcha.
((J. R. McNeill, Nothing new under the sun. An environmental history of the twentieth century, Londres, Penguin, 2000.
))
¿Hemos de continuarlo, detenerlo, acelerarlo? Salta a la vista que el Antropoceno constituye una hipótesis científica con una fuerte carga moral: el reconocimiento de que los seres humanos han transformado de forma masiva la naturaleza implica que ahora tienen –tenemos– una responsabilidad hacia el planeta: como hogar de la especie humana, como hábitat para otras especies, como entidad significativa en sí misma. El debate sobre el Antropoceno acarrea por tanto importantes consecuencias políticas, pues la decisión acerca de cómo proceder parece una decisión colectiva que ha de ser políticamente debatida, adoptada y aplicada.
No será fácil. El consenso científico sobre la alteración antropogénica del sistema terrestre no tiene por qué traducirse en uno social y mucho menos político. La mejor prueba de esto la proporciona la controversia política acerca del cambio climático, hipótesis que una parte estimable de la población considera infundada por razones de alineamiento ideológico: mientras los progresistas han promovido o aceptado la causa del cambio climático, los conservadores han tendido a rechazarla. Incluso el sector culto de tendencia conservadora propende a hacer una lectura política de la ciencia climática. Sin duda, los excesos proféticos del medioambientalismo ayudan a explicar este escepticismo: el colapso ecológico ha sido anunciado demasiadas veces y no es ya creíble. Algo parecido puede decirse de las recomendaciones formuladas por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (ipcc por sus siglas en inglés), obligado a comunicar sus hallazgos de manera apocalíptica para obtener la atención de gobiernos y ciudadanos. Sin embargo, es preciso diferenciar entre ciencia del clima y política del clima: entre aquellos hechos susceptibles de ser comprobados empíricamente y las conclusiones que puedan extraerse de estos. En ese sentido, no hay ninguna razón para dudar de que existe un cambio climático cuya causa es principalmente antropogénica: el acuerdo de la comunidad científica al respecto resulta casi unánime. El núcleo esencial de la ciencia climática debe, por tanto, ser aceptado sin reservas por todos aquellos ciudadanos que, en otras esferas de su vida, acepten la autoridad epistemológica de la ciencia moderna; el resto, en cambio, está abierto a discusión.
A fin de cuentas, si tuviéramos la absoluta certeza de que el cambio climático es de origen antropogénico, la absoluta certeza de que, si no tomamos medidas radicales, la especie no sobrevivirá, así como la absoluta certeza de que las medidas en cuestión serían eficaces, ¿alguien duda de que las adoptaríamos? De ahí que tal vez sea más razonable distinguir entre diferentes grados de certidumbre –o de incertidumbre– a la hora de tomar decisiones de política pública. Así, poseemos un alto grado de certidumbre acerca del calentamiento en sí mismo, esto es, del aumento gradual de las temperaturas durante el último siglo. Y, aunque es más fácil identificar una tendencia empíricamente constatable que establecer una relación de causalidad, todo indica que la actividad humana ha contribuido de forma significativa a ese incremento, sin que pueda descartarse del todo una evolución climática de largo recorrido sin intervención humana. Mucho más difícil será predecir el desarrollo futuro de esta tendencia, ya que los factores que deben considerarse son tantos y tan variados como abundantes sus combinaciones: demografía mundial, desarrollo tecnológico, política energética, hábitos alimentarios. De ahí que se diseñen diferentes escenarios, cada uno de los cuales proporciona la imagen de un futuro posible mediante una simulación informática que procesa los datos hoy disponibles.
((Andrew E. Dessler y Edward A. Parson, The science and politics of global climate change. A guide to the debate, Cambridge, Cambridge University Press, 2006.
))
Sobre esa base hemos de adoptar decisiones políticas informadas por la ciencia, no convertir las recomendaciones científicas en decisiones políticas. Se trata de un equilibrio delicado que no puede inclinarse –a la espera de noticias más tajantes– ni hacia el escepticismo, ni hacia el dogmatismo.
Si tenemos pruebas más o menos concluyentes de que las temperaturas aumentan, aunque no podamos saber exactamente qué evolución van a experimentar en el futuro, y existealgunaposibilidad de que el hombre sea un agente activo de dicho cambio, entonces pierden importancia dos posibilidades anejas: que el hombre no tenga nada que ver con el cambio observado o que ya sea tarde para influir en ese proceso. Igual que el creyente pascaliano apostaba por la existencia divina, al tratarse de la única posibilidad de acceder a la salvación, exista o no, nuestro curso de acción más lógico –la maximización de nuestras oportunidades– es actuar como si algún tipo de reorganización social pudiera revertir el calentamiento o mitigar sus efectos. Cualquier otra apuesta carece de sentido. ¡Incluso el Vaticano se ha hecho eco del problema! Ahora bien, que deba hacerse algo no indica automáticamente qué debe hacerse. Y aquí conviene recordar el fracaso de los grandes proyectos de ingeniería social con que nos obsequió el siglo XX para defender la conveniencia de hacer lo posible dentro de lo razonable o, lo que es igual, para desarrollar políticas cuya magnitud se corresponda con el grado de incertidumbre antes descrito. Desde este punto de vista, una política razonable de mitigación del cambio climático equivale a la contratación de una póliza de seguro de la que no es prudente prescindir; lo mismo sirve para las políticas de adaptación al cambio ya en marcha y, por extensión, para todos los desafíos que plantea el fin del Holoceno. ~
(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).