Señoras y señores: dirigirse así a las audiencias nunca puso en peligro el español, quizá porque esos vocativos señalaban un orden bien instituido: los señores y sus esposas. Entonces, la RAE no habló de economía del lenguaje. Es verdad, hoy se usa “compañeros y compañeras”, “las y los estudiantes”. El uso políticamente correcto del lenguaje viene con su obligatoria institucionalización por parte de los gobiernos para ocultar la desigualdad. No se puede negar que esa institucionalización es necesaria e integral a los procesos históricos de las luchas feministas, pero no es suficiente. Le corresponde al feminismo, dice la filósofa Nelly Richard, dotar al género de contenido crítico para evitar posturas reduccionistas. De allí viene esta reflexión.
El uso políticamente correcto del lenguaje no contribuye a erradicar la desigualdad si viene solo. Es aquí donde tenemos que establecer una distancia: el uso correcto del “género” no es igual al lenguaje inclusivo, aunque converjan en los ámbitos en donde han situado sus demandas. El primero ha domesticado la diferencia sexual para legitimar a las instituciones que no han podido eludirla; el segundo está en construcción permanente, no busca institucionalizarse ni fijarse en fórmulas. Es justamente en esa dificultad donde se sostiene su fuerza creativa, uno de cuyos elementos fundamentales es su inestabilidad: @, x, e.
Mientras la corrección política tiende a reducirse a lo retórico, el lenguaje inclusivo se construye con la puesta en valor de la diferencia y la interpelación a la lengua. Se trata de un trabajo de creatividad, por tanto, la norma no es su horizonte último. Cuando los académicos dicen que el uso del lenguaje inclusivo va contra la norma, sólo están haciendo una constatación. Para que dicha constatación se vuelva productiva necesitamos ampliar el perímetro de la discusión. Quizás el lenguaje inclusivo se pueda ver como un conjunto de estrategias temporales y experimentales dentro de la lengua para provocar transformaciones en sus categorías, organización gramatical, sufijos. Es decir, el lenguaje de la diferencia sexual como un vehículo de transformación de un sistema y no como un conjunto inorgánico de recomendaciones.
A inicios de siglo experimentamos con la arroba, abreviatura del latín presente en documentos del siglo XV en adelante. Es verdad, no podemos pronunciar “@”, ni la equis, que le siguió en la búsqueda para desestabilizar el masculino universal. Al usarla, estamos produciendo una incomodidad, es cierto, y es intencional: que allí donde está la equis seamos capaces de imaginar nuevas formas de nombrar. La equis como una interrogante, como el signo de una presencia para cuyo reconocimiento no basta lo que sabemos.
Mieke Bal ha escrito que las narrativas dominantes producen imágenes que suelen presentarse como naturales y universales, y se nombran como tal: “Todos los hombres son iguales”. Las mujeres, los cuerpos intersex, las personas transgénero, las lesbianas, existimos, pero eso no se refleja en el lenguaje. La intervención en él es política en tanto interpela y sitúa en su límite los recursos que tenemos a favor de otra posibilidad de lo visible.
Ya en 1981, Giorgio Perissinoto demostró en un experimento sostenido que leer repetidamente frases como “Los escritores quieren premios” o “Los médicos viajan” borra de nuestro imaginario todo aquello que no sean los hombres que allí aparecen: no vemos ni escritoras ni médicas. Susan Ervin lo llamó “la connotación del género”, y Leticia Villaseñor Roca apela a la “función metafórica de los géneros”. Es similar lo que dice Concepción Company en una entrevista reciente en La voz de Galicia: la gramática no es sexista, pero el discurso puede serlo. Es desafortunado, sin embargo, que en la misma entrevista Company desconozca todo un campo de estudios que se agrupa bajo el análisis de género y quiera limitar el término al uso exclusivo de la gramática: eso es desconocer por lo menos 70 años de teoría feminista y estudios de género. Por otro lado, reducir esta discusión a “una tontería” como ha dicho Company, cancela dicha discusión y la voluntad crítica que debe sostenerla.
Aquello que el masculino ha jerarquizado no se reduce, por supuesto, al español, y halla caminos de intervención en otras lenguas. En 2015, el pronombre “they” usado como singular fue declarado la palabra del año por la American Dialect Society. Es una alternativa a los binarios “él” y “ella” cuando no caben. Por su parte, el Merriam Webster Dictionary ha incorporado el título “Mx.” al uso para evitar Mr./Mrs. El femenino de la misma fórmula honorífica de “Mrs.” en español, “Señora”, convive con “Señorita”: distinción de si una mujer es virgen o no, algo que solo le concierne a ella. Por eso, el alemán lo ha ido erradicando del uso y hoy se usa “Frau” para las mujeres, ya no “Fräulein”, señorita. Asimismo, el alemán opta con frecuencia por el femenino inclusivo plural, y está aceptado cuando hay mayoría femenina en un grupo.
En cambio, el francés y “los Inmortales”, como son conocidos los académicos de la lengua, van por otro camino: ven en las propuestas de lenguaje inclusivo una “aberración”. El primer ministro lo prohibió en 2017. Hace más de tres siglos, los académicos convinieron que “el masculino es el género más noble”, y lo universalizaron; les tomó esos mismos siglos cambiar “derechos del hombre” por “derechos humanos”. Hoy, esos académicos han declarado al francés en “peligro mortal” por el uso del lenguaje inclusivo.
Al igual que el español y el alemán, y fuera de sus academias, el francés experimenta hoy con signos que incorporen los dos plurales a las palabras: “ami•e•s”, por ejemplo. El español lo ha hecho con el slash: “amigos/as”. En estas lenguas también están la doble flexión, “los actores y las actrices”, y los sustantivos epicenos, siempre un buen recurso: la ciudadanía, el claustro docente, la población migrante, las personas sordas, la niñez. Cuando sea posible, podemos ir desnaturalizando el uso masculino universal con los recursos que ya existen y creando otros, porque la lengua está viva.
Con el lenguaje inclusivo vienen otros en colaboración. Las lenguas de señas, el Braille, son derechos lingüísticos adquiridos, igual que el léxico de nuestras lenguas indígenas incorporado al español, que por fin deja de ser un saco de “barbarismos”. El gran gesto imperial de 1492 fue el viaje, y en esos barcos vino una gramática. Al habernos apropiado de ella, no dejaremos de provocar sacudidas en su interior para descolonizarnos adentro y afuera de sus territorios.
Allí en donde se usan como sinónimos “peligro” y “cambio” –los señores académicos deberían conocer esas diferencias– hay una posición reaccionaria y una pretensión autoritaria de control. Los cambios, sobra decirlo, no constituyen peligros. Puede ser que no lleguen a ser transformaciones, que apenas nos conduzcan a la duda o que no lo resuelvan todo, pero no podemos comprenderlos como amenaza. Y si el señor Pérez Reverte se va de la RAE por esto, como ha prometido, todes, todas y todxs le deseamos éxitos en sus proyectos futuros.
Docente investigadora de la Universidad Andina Simón Bolívar, Quito, y militante del movimiento de mujeres de Ecuador. Escritora y traductora literaria.