Recientemente, la revista The New Yorker publicó un artículo en el que se habla del boom de autobiografías y memorias cuyo tema es el fracaso de su autor. Dice el reseñista: “La fórmula es simple: cuando todo lo demás falla, escribe sobre tu fracaso”. Algo curioso del texto es que se habla del fracaso literario en términos estrictamente económicos, las historias tratan sobre la tristeza que experimentan tres o cuatro escritores al descubrir, primero, que sus novelas no venden y, segundo, que ya no hay editores interesados en sus libros.
Es decir: si tu libro no vende, eres un fracasado. No lo es el editor ni tu agente, ni los dictaminadores que apoyaron la publicación, ni los publicistas ni los distribuidores ni los lectores que, si tienes suerte, lo descargaron de internet en lugar de comprarlo. No: el perdedor eres tú, la persona que se dedica a escribir libros y no quienes que se dedican a venderlos.
Lo bueno es que ahora que el fracaso está de moda, dice el artículo, ya no hace falta escribir una novela, ni siquiera una mala, para ¿triunfar? en el mundo literario: ahora basta, dicen, con que los escritores acepten que su éxito depende del volumen de sus ventas: si no alcanza para unas vacaciones en las islas griegas, cuéntanos por qué no alcanzó, por qué has dejado de escribir y por qué si lo que querías era ganar dinero no te dedicaste al negocio del reciclaje.
Pasa, quizá, que uno no puede vivir en la ciudad de moda y decir que es escritor si se dedica al reciclaje. O quizá sí. Lo que importa, en todo caso, es tener una libreta Moleskine para escribir, porque si no entonces sí que estamos mal.
El fracaso literario es otro y, en principio, no tiene nada que ver con regalías. Los libros están llenos de personajes fracasados: Ahab no mató a la ballena, Sancho nunca consiguió su ínsula, Ema Bovary se mató, todos conocen la última frase del Ulises pero nadie ha leído el final. Y hay ejemplos modernos: los personajes de Arlt, los de Onetti, los iconoclastas de Wilcock o Los detectives salvajes Bolaño. Si algo enseñan las historias es que la literatura no cumple objetivos, sino que desarrolla procesos.
También hay cierto heroísmo en estos personajes. Y dignidad: algo que no tienes si, a cambio de una buena suma de dinero, publicas un libro sobre cómo tus libros no venden –lo que ya es mentira– y cómo eso te hace un fracasado –lo que es mentira también. El fracaso se narra en presente: cualquier mirada diferente hace que uno sospeche que lo peor ha pasado, que el fracaso tiene final feliz.
Un ejemplo reciente y bien logrado es El diccionario biográfico del fracaso literario (The Biographical Dictionary of Literary Failure, en inglés), un blog alucinante en el que se cuentan historias reales y apócrifas de fracasos y que, fiel a su naturaleza, está a punto de desaparecer de internet luego de haber estado en la red durante un año.
¿Y qué pasa del otro lado? ¿Es posible hablar de un lector fracasado? Cualquier romántico diría que sí, que detrás de todo lector hay un fracaso y que eso es bueno. Pero desde el punto de vista práctico la respuesta es afirmativa también. El lector fracasado es el que cada vez que visita una librería se burla de la gente que pregunta por el último de Murakami; se escandaliza cada año que en las apuestas por el Nobel aparece el nombre de Murakami; se escandaliza cuando alguien le pregunta si ya leyó a Murakami y no le da vergüenza hablar mal de Murakami aunque no lo haya leído.
(Murakami es un gran ejemplo para hablar del lector fracasado, igual que Pérez Reverte, o Isabel Allende, o J. K. Rolling, o quienes sean)
El lector fracasado es el que opina que no es suficiente leer –lo que sea– para calificar como lector, igual que el escritor fracasado es el que piensa que no es suficiente escribir para serlo.
Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.