Una civilización alcanza los medios para duplicarse con ventaja. Corrige errores ancestrales, repara los fallos que la abruman, preserva lo óptimo. Los contemporáneos de tal epopeya asumen los riesgos: algo se comprime, algo se perderá. Una vez dispuesto ese mundo nuevo, copiado y mejorado, se dan la opción de ir a vivirlo o de quedarse en el original, que deciden preservar, al menos durante un tiempo indeterminado, o dejarlo a su albur hasta que él mismo, por fatiga o descuido, se malogre.
Algunas restricciones del proceso obligan a decidir: quien accede al nuevo no podrá volver al mundo primigenio; el tránsito al universo naciente no anula al yo que queda atrás. La persona que decide saltar al mundo copiado y mejorado sabe que se deja a sí misma en el anterior, y que cada cual seguirá su camino: el original cumplirá su ciclo biológico y morirá según las leyes de ese mundo ya condenado a extinguirse, aunque sea en un futuro incierto que bien podría acelerarse por su propia avidez y por acumulación de errores que el nuevo trata de evitar.
Así, la persona que renuncia al tránsito debe saber que sobrevive en la decadencia. Ese mundo ya obsoleto y en descomposición puede seguir funcionando, podrá producir avances y propiciar mejoras, pero declina sin remedio, y esa es una de las razones que impulsaron la laboriosa creación del siguiente modelo.
Llega el gran día irreversible: los pocos que renuncian a vivir en el mundo nuevo fingen indiferencia ante lo que consideran una nueva fruslería u otro negocio delirante; los que han accedido a que una copia suya inaugure la nueva vida se despiden de sus originales, que son ellos mismos, en una ceremonia íntima, inédita y fugaz.
El nuevo mundo es independiente del anterior y viceversa: por previo acuerdo unánime, ninguno puede conocer la suerte del otro ni inmiscuirse en sus asuntos. Ambos se recuerdan como fueron en el momento de la escisión. Son mutuamente olvidables.
El mundo nuevo, familiar y sorprendente, ofrece vida indefinida, acaso una suerte de eternidad inconcebible, al menos para los primeros pobladores, que arrastran por un tiempo la memoria de los límites; vida placentera sin padecimientos ni dolor; tiempo libre, salud inquebrantable, todas las cartas de la felicidad según los criterios del mundo anterior. Durante mucho tiempo la nostalgia por ese mundo original, que se va desdibujando e idealizando en el olvido, es la mayor o la única contrariedad. Existe el suicidio, el limado de ciertos recuerdos, la tecnología invisible que se mejora a sí misma, los incesantes hallazgos, el asombro rutinario.
La exploración del cosmos (que de momento se ha respetado como estaba), cada vez más lejos, cada vez en mayor soledad, no aporta nada nuevo a lo ya archivado. Persiste la incógnita del origen del mundo –en este caso del mundo anterior–, los motivos, si los hubo; los azares, las difusas teorías. Auxiliada por la potencia de cálculo que les ha permitido sobrevivir y prosperar sin más límites que su imaginación (también regulable en altura), esta estirpe perfecta recae en el pasatiempo de la teología, la metafísica y los mitos primordiales.
El mal que aflige a esta civilización sin problemas es el aburrimiento, que fatalmente acaba pasando a las células. Hay muchas alternativas, infinitas variaciones, pero todas pertenecen al ámbito del juego, donde siempre se puede reiniciar la partida y no existe el riesgo. Imposible extirpar la pulsión del miedo, el recóndito mandato para sobrevivir al fin del mundo, el pálpito que transmitió el tacto del puñal.
El sopor es irremediable. Convienen que tanta abulia les conduce a algo peor que la extinción, que en su depurado universo parece inviable: les orilla a la indiferencia en medio de un mundo lleno de conflagraciones, paroxismos, agujeros negros y esa agitación de fuegos artificiales, rayos cósmicos y vanas flatulencias.
Por fin esta civilización del hastío decide crear otro mundo que, siendo ameno y vivible, restaure algunas posibilidades que ya no significan nada: la pasión, la muerte, el miedo. Forzados a inventar el azar (también largamente olvidado) intentan establecer las reglas de ese próximo mundo falible. Pero, una vez diseñado, a la vista de las simulaciones, nadie quiere aventurarse en él, y no se llega a activar. O quizá se puso en marcha pero apenas hubo voluntarios y se dejó ir a su suerte. Ese mundo fallido formaría parte de la lista de demos, pruebas y clonaciones que a lo largo de eones se han emitido y coexisten sin rozarse.
Tras ese fallo la civilización del paraíso desembocó en una pura entelequia, renunció a los cuerpos que siempre añoraban el mundo perdido y desembocó en un magma de antimateria o mero espíritu: software, números y letras en la pureza absoluta y el equilibrio eterno donde todo era transparente y las ecuaciones se contemplaban unas a otras en apacible infinitud.
Alguna irregularidad o un residuo del pasado –acaso una pestaña– suscitó la chispa de insatisfacción que emite el abismo de la nada y finalmente ese mundo perfecto e inmóvil engendró una copia (o tal vez restauró aquella que antes había desestimado, esto no está claro) e incluso la adornó con nuevos desafíos para hacerla, al menos, tan adictiva y apasionante como aquella que en su día, según las dudosas memorias de la especie mil veces transformada, recombinada y renacida, habían padecido y disfrutado en tiempos y espacios inalcanzables.
Y ese mundo jugable, adictivo y lleno de problemas, traiciones y escasez, es el que nos ha tocado vivir. ~
(Barbastro, 1958) es escritor y columnista. Lleva la página gistain.net. En 2024 ha publicado 'Familias raras' (Instituto de Estudios Altoaragoneses).