La edad blanca

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Mónica Ojeda

Mandíbula

Barcelona, Candaya, 2018, 288 pp.

Comienzo con una certidumbre sustentada en diversas lecturas realizadas en años recientes: salvo contadas excepciones, la novela que se produce hoy día en Latinoamérica –“producir” es el verbo adecuado al caso, ya que en múltiples ocasiones se trata de productos editoriales más que de verdaderos proyectos literarios– se ha entregado a la corrección política en aras de un mayor impulso internacional. Aclaro que por corrección política entiendo no solo lo que está bien visto –la denuncia a todas luces necesaria del racismo y la misoginia, por ejemplo– sino aquellos temas que integran la agenda del momento: la migración y sus daños tanto individuales como colectivos, el narcotráfico y su violencia endémica, la degradación del tejido social debida a una barbarie y un cinismo que gozan de completa impunidad en nuestros países. No niego para nada la importancia de estos temas: solo me interesa señalar que la actual novela latinoamericana está convenientemente atenta y atada a ellos. Y si bien concuerdo en que la novela puede –aunque no sé si debe– ser un espejo stendhaliano de la época en que se escribe, también creo que el novelista tiene que dejarse cazar por el asunto que va a abordar y no salir a cazarlo a como dé lugar pese a que no le impacte de manera íntima, directa. Soy de la idea romántica de que quien escribe es poseído hasta cierto punto por lo que escribe, y por ende desconfío –para hacer eco de Antonio Muñoz Molina en su estupendo elogio de Don Winslow– del aura cool que una enorme cantidad de narradores contemporáneos del continente otorga a la jodidez nuestra de cada día. En este panorama que se me antoja más acomodaticio que innovador, como quiere ver buena parte de la crítica extranjera –esa crítica a la que, por desgracia, no le preocupa ir más allá de lo que engendra un barullo instantáneo–, la propuesta visceral y genuinamente revulsiva de la ecuatoriana Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) sobresale con la belleza dolorosa de los verdugones al cabo de una golpiza. Aquí hay garra, aquí hay ánimo de crear una literatura que sacuda hasta la médula antes que solo producir. Aquí hay una escritora que se permite ser cazada y poseída por los temas de los que habla. Ella misma evidencia su ars poetica en un texto sobre la dramaturga española Angélica Liddell: “La literatura es extrema solo cuando desde el principio del proceso creativo se ha asumido que el espanto y el instinto, la violencia y el mal, el deseo bárbaro y desnudo habitan en el lenguaje; que no basta con contar, sino que se necesita respirar, intuir y expandir lo que hay por debajo de lo que se cuenta.”

Miembro de una espléndida avanzada de narradoras latinoamericanas que reformulan desde registros muy variados –tanto en ficción como en no ficción– los códigos del horror y el orbe gótico, y entre las que descuellan las argentinas Selva Almada, Mariana Enriquez y Samanta Schweblin; la boliviana Liliana Colanzi; la también ecuatoriana María Fernanda Ampuero y la mexicana Liliana Blum, Mónica Ojeda es autora de tres novelas con las que muestra con creces que llegó para quedarse. La desfiguración Silva (2015), su debut, abrió las puertas de un universo tan enfermizo como inevitable –uno de los ejes sobre los que gira el libro es el feminicidio– que se consolida en Nefando (2016), donde la narcosis tecnológica cristaliza en un videojuego de decidida filiación iniciática que da pie a una exploración perturbadora, no solo del submundo de la pornografía infantil sino de la juventud como campo minado y del núcleo familiar como ese nido de perversiones al que se refirió célebremente Simone de Beauvoir. La perversión vinculada asimismo a la familia –en específico al nexo madre-hija con todas sus implicaciones freudianas e incluso lacanianas– y a la tecnología –en este caso a la cultura de las creepypastas y sus ramificaciones en la vida no virtual sino real– es la columna vertebral sobre la que se yergue la materia salvaje de Mandíbula, novela con la que Ojeda instaura una madurez y sobre todo una conciencia estética que no detecto en la mayoría de quienes pertenecen a su generación. Aquí, a diferencia de tantas novedades editoriales que ostentan cintillos pródigos en alabanzas superfluas, hay una declaración de principios novelísticos que por supuesto está implícita en el flujo de la narración; Ojeda es lo suficientemente diestra para no dejar que el fondo (qué se dice) avasalle a la forma (cómo se dice): ambos se complementan en un tejido que acaba por ser inconsútil. Aquí el lector se siente atrapado –devorado es el término preciso– por una historia vertiginosa en la que conviven los postulados de Georges Bataille y las provocaciones de Balthus.

Me parece que lo más provocador e inquietante de Mandíbula radica no tanto en la trama misma, que podría sintetizarse en el triángulo mórbido generado entre dos alumnas de un colegio femenil del Opus Dei (Fernanda y Annelise) y su maestra de Lengua y Literatura (Miss Clara), como en el modo admirable en que dicha trama ha sido articulada. Al igual que en La desfiguración Silva y en Nefando, Ojeda echa mano aquí de todo un arsenal de dispositivos narrativos que atestiguan la brutal transformación psíquica más que física de las protagonistas; una transformación que Annelise, sin duda el vértice maligno del triángulo, pone en palabras en un ensayo dirigido a Miss Clara que constituye el oscuro corazón teórico de la novela: “No es que esté idealizando la infancia, pero todo lo que viene después de ella es siempre peor, ¿no lo cree? Si fuimos niñas malas, cuando crecemos somos aún más viles. En la adolescencia puede aflorar lo más bello o lo más horrible, como en lo blanco puede existir tanto la pureza como la podredumbre.” Mientras escribo estas líneas no recuerdo haber leído, al menos en lo que respecta a la narrativa latinoamericana contemporánea, un retrato de la pubertad tan aterrador y a la vez tan exacto como el que ofrece Mandíbula. La pulsión lovecraftiana, que Ojeda hace patente en varios instantes clave de la historia, se resuelve en el que es quizá el gran hallazgo del libro: la adolescencia vista como la edad blanca, una edad amorfa, “pervertible y contaminable” sin una definición establecida; un “tiempo de los cuerpos que los convierte en posibles detonadores de los impulsos más desenfrenados y violentos”. A partir de esa (in)definición subversiva, Mandíbula despliega un prodigioso abanico literario en el que el miedo vuelve a ser el elemento primordial que, a la par de que nos seduce como lectores, nos desafía como personas para encarar de nuevo lo que aparentemente conocemos desde un ángulo que no habíamos contemplado: en resumidas cuentas, nos confronta con lo que tememos pero no nos atrevemos a verbalizar. Y así termino con una certidumbre sustentada en lo único que a lo mejor podría certificar algo: la lectura atenta. Mónica Ojeda es una voz de la joven literatura en nuestro idioma que resonará con nitidez en el futuro y florecerá mucho más allá de esa edad blanca en la que acecha, insidioso, el terror a los cocodrilos que somos nosotros mismos. ~

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(Guadalajara, 1968) es narrador y ensayista.


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