Enero
Es una noche fría de invierno y no puedo dormir. Mi útero sigue contrayéndose después del parto y el dolor me mantiene despierta, por más que la niña ya sueña tranquila. Checo el Twitter con los ojos entrecerrados. Entre los memes y las bobadas de la política hay un tuit que me llama la atención: un doctor habla en términos apocalípticos sobre un nuevo virus. Leo algunas de las respuestas hasta que me empieza a ganar el sueño, y prometo investigarlo de nuevo en la mañana.
La noche siguiente me encuentro en las mismas, con la bendición de tener una bebé dormilona y la desgracia del insomnio. Se convierte en rutina: con la casa en penumbra y mi familia dormida, yo y mi pantallita velamos. Así termino empapada de gráficas, reportes, y conversaciones alarmantes entre virólogos y epidemiólogos que presagian todos lo mismo: viene una calamidad, viene una pandemia. Y nadie parece hacerles caso.
Febrero
Soy una persona fría, pero me he puesto ansiosa. Me lavo las manos hasta que se me rompe la piel. Mi esposo, que es médico, escucha mis preocupaciones con empatía, pero veo en sus ojos que el veinte simplemente no le cae. En el pasillo de mi universidad me topo a la directora de mi departamento y le ruego que implemente cambios a nuestra política de faltas. Ella suspira casi con flojera y me pide que agende una cita. Mi hermano me ruega que deje de asustar a mis papás. Mis compañeros de clase me tachan de alarmista. “Tengan paciencia,” dice una amiga cercana en el chat, “es que es madre primeriza.” Mientras tanto, a mi esposo lo visitan cada ves más pacientes con tos y fiebre. “Será el Covid-19?” le pregunto. “Ni idea. No tengo ni a dónde mandarlos a hacerse la prueba.”
Marzo
1 de marzo
Es domingo. La ola, que aún parecía estar lejos, nos pega, y el conteo oficial de casos comienza a subir. La universidad suspende las clases. Los supermercados sufren desabasto, particularmente de papel higiénico y comidas congeladas. Ahora mis compañeros de maestría me mandan mensajes preguntándome cuántas latas comprar (poquitas a la vez), si es necesario aislarse del novio (no, al menos que quieras), o si vale la pena cancelar el viaje a Florida durante el spring break (un retumbante sí). Sé que el veinte ya cayó porque mi marido me pregunta tres veces si necesitamos más pañales y, aunque tenemos suficientes, se lanza a comprar otro paquete.
Así comienza la etapa de home office para los neoyorquinos pudientes. Sin embargo, por las noches escucho con espanto por mi ventana a la gente joven, sintiéndose invencible, llenando a reventar los bares y restaurantes de mi vecindario. Cuando empezamos a enterarnos de las historias de terror que se viven en Italia, las señoras de tercera edad con las que me cruzo durante mi caminata diaria me empiezan a sacar la vuelta con temor. Los casos se acumulan.
16 de marzo
Quince días o una eternidad después, nuestro gobernador se percata de la gravedad de la situación y la ciudad que nunca duerme finalmente es clausurada. De la noche a la mañana, miles de meseros y niñeras se encuentran sin empleo. En mi vecindario ya no queda nadie en las calles, salvo las personas sin hogar. Las clases (y los happy hours) siguen por Zoom, y los gimnasios y salones de belleza comienzan a dar tips en línea en un intento desesperado por mantener la relevancia a su clientela. Mis profesores observan que no han oído un silencio tan marcado en las calles desde el 11-S.
23 de marzo
Las lluvias de abril llegan temprano, pero traen con ellas caos en lugar de primavera. En mi vecindario en Brooklyn se oyen solo los pajaritos y las ambulancias. La clínica donde trabaja mi esposo lo prepara simultáneamente para dar consultas en línea y hacer rondas en el hospital. Comenzamos a hablar en términos militares sobre olas de combate y despliegues de personal médico. Se habla de un hospital en Queens que tiene un camión refrigerado porque ya no tienen dónde guardar los muertos. A mi marido le racionan una mascarilla por día, y el gel antibacterial desaparece misteriosamente de su sala de espera. Se prepara un gran centro de convenciones para recibir a los enfermos: usan las macetas de una convención de floristas que fue cancelada para decorar los cubículos donde reposarán los pacientes. Las misas se cancelan.
26 de marzo
Al embarazarme, me prometí nunca dedicarme únicamente a ser ama de casa, pero me despierto día a día como tal. Me siento caer en la depresión. Paso mis noches angustiada, ensayando mentalmente qué hacer si de pronto quedo viuda. Entre todo esto, de alguna manera sigo asistiendo a mis clases en línea, por lo menos cuando la niña me deja. Mi marido da consultas por teléfono incluso en fin de semana. Llamada tras llamada, todas presentan la misma letanía de síntomas. A la hora de cenar, mi esposo y yo le damos vuelta a los mismos temas: ¿es sano seguir saliendo a caminar? ¿Deberíamos usar cubrebocas en frente de la niña? ¿Dónde los compramos? Y el tema más doloroso: ¿será prudente separarnos para evitar contagiarnos? El ritmo de acontecimientos solo incrementa. Esta monstruosidad no da descanso.
27 de marzo
Hoy nos llega el correo que temíamos: la clínica donde trabajaba mi marido se ha clausurado y el lunes debe reportarse directamente al hospital. Hace solo una semana me consolaba diciéndome que él sería parte del último despliegue, y ese despliegue ya llegó, aunque todavía ni siquiera es abril. La parte más alta de la curva se aproxima con velocidad. Las facultades de medicina se preparan para graduar a sus estudiantes tres meses antes y reclutarlos en el esfuerzo. En la noche, los pocos vecinos que no huyeron al campo salen a sus balcones a darle un aplauso a los trabajadores de salud; yo cierro mi ventana. Esa noche sueño un tsunami.
es actriz y guionista regiomontana, egresada de NYU Tisch y candidata a la maestría en Dirección de Cine en Columbia University.