Fueron grandes estrellas de Hollywood con fama de sufridores y víctimas: de la maledicencia, del dolor físico, de sí mismas. Nunca trabajaron juntos ni se conocieron, según mis noticias, y su belleza imperfecta no les impidió ser símbolos, más que del sexo en estado básico, de la atracción sentida por los connaisseurs del demonio oculto bajo caras de ángel.
Los dos empezaron pronto su carrera. Montgomery Clift en el teatro, debutando en Broadway con quince años en 1935; Jean Seberg a los 18, señalada a dedo entre tres mil jovencitas en un casting cinematográfico organizado por Otto Preminger para buscar su Santa Juana, la doncella de Orleans. La muchacha de Iowa obtuvo el papel, pero no buenas críticas en una película fallida que no gustó a nadie, sin perder por ello la confianza del exigente director vienés, que la lanzó mundialmente un año después del fracaso de Saint Joan en la excelente Bonjour tristesse (1958). Rodando un día ella en París con Preminger apareció Godard por allí y así nació, además del cine moderno, la presencia real del personaje de Patricia Franchini voceando el New York Herald Tribune de modo inolvidable.
La vida de Seberg fue dramática, si bien ella era, al menos externamente, una mujer de alegre temperamento. En su carrera, interrumpida por las tragedias personales y el probable suicidio que le puso fin en 1979, hay películas de gran relieve, además de la seminal À bout de souffle (1959). Empezando, pese a sus muchos defectos, con Saint Joan, en la que la inexperta adolescente da la réplica con gran aplomo (y acento del midwest, eso sí) a actores del calibre de John Gielgud, Anton Walbrook o Richard Todd, los encargados –en un reparto de lujo– de dar vida, entre el cartón-piedra de un decorado de estudio inglés, a un guion ni más ni menos que de Graham Greene. Un libreto acusado en su día de papista por varios estudiosos, y que a ratos sigue la estructura de la pieza original de Bernard Shaw, perdiendo en el trasvase mucho del ingenio mordaz propio del dramaturgo irlandés, quien, por cierto, también había escrito antes su propia adaptación para un gran blockbuster de Hollywood; cuando los productores quisieron de protagonista a Greta Garbo, el escritor se negó, dando pie ese rechazo de Shaw al carpetazo del proyecto y a uno de sus mejores bon mots: “Garbo de santa sería comparable a Mae West de Virgen María.”
Tras ese debut insatisfactorio llegaron las ya citadas obras maestras de Preminger y Godard, y una sarta de películas en Estados Unidos y en Europa, alimenticias algunas pero no todas desdeñables; Seberg volvió con Godard en un filme de sketches, trabajó en dos títulos estimables de Chabrol, cantó y rio muy bien en el delicioso musical de Joshua Logan La leyenda de la ciudad sin nombre (Paint your wagon, 1969), y sobre todo fue la gran intérprete de una de las obras maestras del cine de los años sesenta, Lilith, de Robert Rossen, su primer cruce con la locura (si no contamos, a riesgo de caer en la herejía, su papel de Juana de Arco). Las peores cosas las hizo a las órdenes de sus sucesivos maridos, pero las del segundo de ellos, el novelista Romain Gary, merecen una glosa, aunque solo sea por respeto a su exagerada vida, que él mismo noveló muy bien. De la primera, Les oiseaux vont mourir au Perou (1968), amarga parábola mortuoria de una mujer ninfómana y autodestructiva, tal vez inspirada en perfiles reales de la pareja, guardo un mal recuerdo borroso de pretenciosidad localizada y rodada no en el Perú sino en Huelva, pero he podido ahora ver, por primera vez, la segunda, Matar (Kill!, 1971), que destaca en la etapa final como actriz de Seberg por ser la más demencial, y no en el sentido frenopático de la palabra. Coproducción italo-franco-española de ambiente árabe (reconstruido en Elche y en un Marruecos de pacotilla), el filme tiene el aliciente de poder ver y oír, muy desmejorado, al gran James Mason en medio de un pintoresco y desigual reparto: Stephen Boyd, el estupendo Curd Jürgens, y por nuestra parte un senatorial José María Caffarel doblándose a sí mismo y Víctor Israel perpetuamente mirando de reojo como los aviesos del cine mudo. El asunto del thriller, pionero en la denuncia de los enjuagues de la alta política internacional y los servicios secretos corruptos, resulta insustancialmente enmarañado, según la tónica del género, pero tampoco la trama amorosa tiene lógica, si bien sabiendo nosotros que la protagonista y el autor tuvieron un tormentoso pasado marital eso podría entenderse como un ajuste de cuentas privadas: la primera aparición de Jean Seberg con un tremebundo pelucón negro pudo ser una maligna vendetta en diferido, ya que enseguida se lo quita y vuelve a su estado natural de pelo rubio a lo garçon en el que la adoramos todos.
Gary el director empieza muy bien, con un prólogo metafílmico in medias res que luego adquiere peso y sentido; pero le vence lo chillón (a lo Jess Frank) de sus fantasías eróticas en un prolongado final en el desierto donde se alterna el relato de aventuras orientalistas y un onirismo pseudosurreal, entre el kitsch y el camp. Del naufragio se salvan dos cosas: las miradas y el pelo corto de Jean y una ambición narrativa que Gary no cumple pero al menos trata de mantener en el desaguisado de este engendro internacional que explora avant la lettre el tráfico de droga, el terrorismo islámico y el abuso infantil. Señalemos, para los eruditos o los mitómanos, que pocas semanas antes de su trágica muerte, Jean Seberg salió en un mediometraje esotérico e insonorizado de Philippe Garrel, Le Bleu des Origines (1979), inane, tal vez incompleta y sin duda privada confesión sentimental a tres mujeres a las que el cineasta francés amó: la cantante Nico, la modelo y actriz Zouzou y Seberg, que aparece en un plano de moviola y en una silueta de mujer agresiva con bata recamada que podría ser ella o representarla a ella. El testamento mínimo y opaco de una de las grandes.
Antes que Seberg murió, en 1966, Montgomery Clift, en su propio ocaso de homosexual bebedor e indeciso aunque promiscuo. De él se recuerdan varios títulos primerizos de gran relieve bajo la dirección de Hawks, Stevens, Hitchcock, Vittorio de Sica, sin que ninguno de ellos tenga quizá el aura epoch making que le da a Seberg el haber interpretado en poco más de un año y medio dos papeles tan icónicos como la Cécile de Bonjour tristesse y la Patricia Franchini de À bout de souffle. Pero como actor fue seguramente el mejor de su generación, el más original e imprevisible; Elizabeth Taylor, su amiga íntima desde que se encontraron en Un lugar en el sol, le describió inolvidablemente en una entrevista como alguien de quien se tenía siempre la certeza, en cualquier toma, de que algo estaba pasando dentro de él, “sin saber nunca lo que pasaría en el plano siguiente”.
Los automóviles fueron las tumbas de Jean Seberg y James Dean, y el vehículo causante, tras un aparatoso accidente en mayo de 1956, del declive de Monty, quien, cargado de alcohol, volvía precisamente de una fiesta que Taylor había organizado para celebrar en su alta mansión a las afueras de Los Ángeles la nueva superproducción Raintree County (El árbol de la vida), que ella y su amigo habían empezado a filmar. El actor no murió, pero su belleza vidriosa quedó quebrada por las cicatrices y una parálisis facial que obligó a posponer y alterar el rodaje. Sin ser ya él mismo, su prestigio y su calidad reconocida le permitieron seguir trabajando hasta el final junto a los más distinguidos: Mankiewicz, Kazan, John Huston. El destino quiso sin embargo que su última película, El desertor (L’espion, 1966), estrenada sin ningún éxito después de su fallecimiento por oclusión coronaria, fuese también, como la de Seberg, una rareza de ámbito europeo y director francés, Raoul Lévy, más notorio como productor y descubridor de Brigitte Bardot. Otro suicida temprano, que al cabo de un mes del catastrófico estreno, y completamente arruinado, se pegó tres tiros en Saint-Tropez.
El desertor es un filme de espionaje en un contexto muy marcado de Guerra Fría anticomunista, con una primera parte farragosa y desmañada (aun contando con la fotografía de Raoul Coutard y la música de Serge Gainsbourg) que da un buen giro en su última media hora de huida accidentada a través del telón de acero alemán. Clift recupera entonces su gesticulación insospechada y el fuego de sus ojos, que miran como en espera o deseo de lo terrible, Hardy Kruger resulta un sólido antagonista, y de repente sale Jean-Luc Godard en un cameo de lo más divertido, como amigo o informante del capo principal de los servicios de inteligencia germanorientales (David Opatoshu), al que saluda besando en la boca, antes de quedar agazapado al fondo de la siniestra oficina policial con mirada de burla. Godard nunca deja de aparecer en las historias del cine. ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).