Hacia un retroceso democrático global. Entrevista a Steven Levitsky

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Steven Levitsky es politólogo y profesor en Harvard. Ha prestado una atención especial a la política latinoamericana y ha investigado el papel de los partidos políticos y los sistemas de partidos, la importancia de las instituciones informales, el autoritarismo y los procesos de democratización. Escribió con Daniel Ziblatt Cómo mueren las democracias. Estudioso de los “regímenes autoritarios competitivos”, dice que está pensando en un libro sobre por qué los partidos políticos se vuelven antidemócratas.

Una de las ideas centrales de Cómo mueren las democracias es que la democracia no solo sufre o termina por un golpe violento. A menudo lo que ocurre es un proceso paulatino de degradación. Daban muchos ejemplos de Europa (sobre todo en la década de los treinta) y América Latina, y los relacionaban con lo que podía pasar con Estados Unidos y Donald Trump. En cierto modo tenía algo de advertencia. ¿Cómo evalúan ahora que ha pasado este tiempo?

Creo que estamos peor. Trump ha sido tan autoritario como temíamos. Sabíamos que, estés en Venezuela, Perú o Brasil, si eliges a un autoritario como presidente, pones la democracia en peligro. Y Trump de manera consistente ha intentado subvertir, corromper y debilitar las normas democráticas durante su presidencia. Eso se esperaba. Lo que no esperábamos cuando escribimos el libro hace tres años es que el Partido Republicano quedaría tan trumpizado. Confiábamos en que el partido trazara una línea y contuviera los peores abusos de Trump. Esa acción, sobre todo en el senado, ha desaparecido. Eso ha permitido que Trump sea peor de lo que creíamos. Ha socavado la credibilidad del proceso electoral, ha alentado la violencia y ha utilizado cada vez más al Estado como arma política contra los rivales, algo muy típico de regímenes híbridos o autoritarios, por ejemplo en algunos casos en América Latina, pero que no había ocurrido en décadas en Estados Unidos. En ese sentido, ha sido peor. No hemos descendido en una autocracia. Cuando escribimos el libro, se trataba de un ejercicio de especulación. Ahora ha pasado. Cuando ves los índices internacionales de democracia, como Freedom House, la Economist Intelligence Unit o Varieties of Democracy, los tres consideran a Estados Unidos bastante menos democrático que hace tres años. Según Freedom House, una ONG de centro-derecha, pro Estados Unidos, el país es menos democrático que Chile, Uruguay, Lituania, Eslovaquia, y está en la misma categoría que Croacia y Panamá. Sigue siendo una democracia, pero ha habido un retroceso. Es más un deslizamiento que un verdadero autoritarismo. Pero los miedos que teníamos cuando resultó elegido Trump en buena medida se han hecho realidad.

Es llamativo lo que dice del partido. Una de las cosas que consideran fundamentales para mantener la calidad de la democracia es el papel de los partidos y su capacidad para cribar a los extremistas. También en el caso de Trump sorprende que el Partido Republicano cambiara algunas de sus tradiciones, como el libre mercado, ciertos valores familiares. Tienen en la Casa Blanca a un proteccionista con decenas de denuncias por acoso sexual.

No es el primero en hacer eso. Los peronistas lo hicieron. Pero ha sido bastante imprevisto y drástico, sí. Mi coautor, Daniel Ziblatt, es un experto en los partidos conservadores. Y cree que tener fuertes partidos conservadores es crucial para una democracia. Estamos convencidos de que la razón por la que los políticos republicanos se han mostrado tan abiertos hacia esa clase de comportamiento antidemócrata es que tienen cada vez más dificultades para obtener mayorías. El Partido Republicano representa de manera casi exclusiva a votantes cristianos blancos, y esa es una parte del electorado estadounidense que disminuye. Y cuando no puedes ganar, engañas.

En el libro hablan bastante de polarización. Parece que es un fenómeno del que hablamos cada vez más en muchos países. Habrá elementos específicos, pero ¿cuáles serían las causas comunes?

Es difícil decirlo. Ha surgido en países donde no lo esperábamos hace cinco o diez años: en Brasil, en partes de Europa, en España, en Estados Unidos. Son democracias donde no estimábamos ese nivel de polarización. No creo que tengamos una idea clara de por qué ocurre. Algunos dicen que se debe, al menos en parte, a la desigualdad creciente. Otros dicen que es resultado de la creciente distancia entre la élite política y los votantes. Durante una generación los partidos establecidos de las democracias occidentales convergían en dos asuntos centrales: el apoyo a la globalización y la tolerancia hacia la inmigración. Resulta que a mí esas dos cosas me parecen buenas, y creo que lo piensa la mayoría de los votantes en Estados Unidos. Pero hay un grupo muy numeroso que es escéptico ante la globalización y la inmigración, y que no se siente en absoluto representado por la élite política. Parece ser una fuerza importante en Estados Unidos. Creo que tiene que ver con la raza, con el hecho de que la mayoría étnica fundadora, la mayoría étnica que domina todas las jerarquías sociales, económicas, políticas y culturales desde hace doscientos años –los cristianos blancos–, pierde tanto su mayoría electoral como su estatus social. Y eso ha conducido a una reacción fiera y polarizante. No creo que se dé en ninguna otra democracia occidental.

Una de las características básicas del líder autoritario es la falta de reconocimiento del proceso electoral. Solo les vale si ganan. Había algunas dudas sobre Trump en 2016, parece que ahora vuelve a ocurrir.

Son características básicas del líder autoritario. Los líderes democráticos saben perder. Los líderes demócratas aceptan rutinariamente la derrota, no les gusta pero la aceptan. Los autócratas no y Trump tiene instintos fundamentalmente autoritarios. Puede abandonar el cargo pero garantizo que no irá a la tele para decir: “ha ganado Joe Biden, es el presidente legítimo, enhorabuena, me voy a casa”. Dirá que le robaron la elección.

En Cómo mueren las democracias afirman que hay reglas escritas, como las leyes, la Constitución, pero también normas que no se escriben, están implícitas y son importantes también. Y si a veces eso se destruye puede ser complicado reconstruirlo.

No hay muchos ejemplos de democracias muy estables que se desmoronen. Muchas colapsaron en Europa en los años treinta. España y Alemania no eran democracias establecidas, eran nuevas democracias. España nunca había tenido una democracia como tal hasta los años treinta. No había fuertes normas democráticas. No sabemos mucho de lo que pasa cuando esas normas se erosionan lentamente, como ocurre en Estados Unidos. Chile puede ser un ejemplo de colapso democrático en los años setenta, tienes probablemente el ejemplo de Estados Unidos en la década de 1850, pero no hay muchos más. Y los casos de Estados Unidos en las décadas de 1850 y 1860 y de Chile en la década de 1970 son instructivos en el sentido de que se reconstruyeron las normas democráticas. Pero se reconstruyeron tras un episodio muy traumático. Una dictadura militar brutal en Chile, y una guerra civil, sangrienta, en Estados Unidos. Eso es lo que costó reconstruir las normas democráticas.

Otro país que tenía una fuerte tradición democrática y que colapsó es Venezuela.

Sí. No sabemos cómo será la reconstrucción, porque han perdido la democracia y sigue perdida. Pero es uno de los pocos casos claros en que una democracia establecida se ha desmoronado.

También en América Latina han surgido en estos años líderes populistas y autoritarios, como Bolsonaro en Brasil o AMLO en México. ¿En qué medida le preocupa lo que puede ocurrir?

Hay mucho de lo que preocuparse. En el caso de Brasil, el país se ha polarizado mucho. Desde 2014 hay una erosión de las normas democráticas, con la exclusión de Lula da Silva de la carrera presidencial. Es una democracia y Bolsonaro es una figura abiertamente autoritaria, todavía más que Trump y que Orbán. Sin embargo, aunque tenga una mayoría en el congreso, no controla los tribunales. No es muy popular. Y es mucho más débil que Hugo Chávez, Rafael Correa o Alberto Fujimori. Quizá no sea lo bastante fuerte como para destruir la democracia brasileña. AMLO es una figura más ambigua en términos de su compromiso con la democracia. Durante la mayor parte de su carrera ha sido un político democrático. No muestra un antagonismo abierto a la democracia tal como lo hace Bolsonaro. Es un populista. No encaja claramente en todas las casillas del candidato autoritario, tal como lo harían Bolsonaro o Trump. Pero en México hay una diferencia: una mayoría legislativa y una oposición muy débil. El equilibrio de poder es mucho más favorable para AMLO y la oposición es mucho más débil. Así que es posible que AMLO tenga menos inclinaciones autoritarias que Bolsonaro, pero tiene más oportunidades. Los dos te dan algo por lo que preocuparte.

En su libro también explican cómo los líderes autoritarios intentan aprovecharse y a veces crear situaciones de excepcionalidad. Sostienen que a menudo la causa del miedo es la violencia. En los últimos meses ha surgido otra amenaza, la pandemia. Ha habido reacciones distintas. John Keane, por ejemplo, se preocupaba por que los gobiernos aprovecharan la situación para limitar las libertades. También se especulaba sobre si la pandemia reforzaría o debilitaría a los líderes autoritarios.

Es interesante que las respuestas sean tan diversas. El miedo inicial en las primeras fases de la pandemia era que estuviéramos ante una crisis que de forma inevitable requiriese las restricciones de algunas libertades civiles básicas. Se restringía mi capacidad de celebrar una fiesta en mi casa; la libertad de reunión y de asociación se veía necesariamente limitada. Eso es aterrador para cualquier liberal. Y había grandes miedos: por ejemplo, que las democracias no pudieran controlar el virus y solo un régimen como China pudiera hacerlo. También estaba el temor de que gobiernos autocráticos aprovecharan la crisis para consolidar su poder, como en cierto modo Orbán en Hungría, o Bukele en El Salvador. Pero en general eso ha ocurrido menos de lo que muchos temíamos.

La razón no está totalmente clara. En parte se debe a que algunos de los populistas que más nos preocupaban tuvieron una respuesta muy extraña. De manera deliberada, infrautilizaron su poder. Cuando podían usarlo en respuesta al virus, no hicieron nada. Es el caso de Trump, Bolsonaro u Ortega, aunque este último ya estuviera consolidando una dictadura. Creo que aún no conocemos las razones, quizá porque los populistas tienden a sospechar mucho de los expertos. La idea de actuar con deferencia o respondiendo a lo que decían los expertos iba en contra de lo que pensaban Trump o Bolsonaro. El modo en que ellos respondieron al virus ha sido terrible para las sociedades y la salud pública, pero probablemente ha sido bueno para la democracia.

¿Y cuáles cree que serán las consecuencias posteriores?

Todavía me preocupa, particularmente en América Latina, lo que el virus puede hacerle a la democracia. Va a llevar a un periodo económico muy difícil a medio plazo, a problemas fiscales graves, a una desigualdad creciente, con límites en el gasto social y un mayor descontento público. Las percepciones sobre los gobiernos elegidos democráticamente habían empeorado en casi toda América Latina antes de la pandemia. Al principio algunos gobiernos tuvieron un repunte durante la crisis. Pero, a medida que esta avanza, es inevitable una erosión de la percepción pública de la actuación gubernamental. En América Latina tienes una combinación terrible de un elevado nivel de urbanización, un alto nivel de desigualdad y sistemas de salud pública muy débiles. Es la peor receta. La gente va a acabar más descontenta de lo que ya estaba. Me preocupa que los electorados sean más vulnerables a los populistas de derecha y de izquierda o incluso a figuras militares que prometan resolver los problemas de la gente por otros medios. Los largos periodos de mal comportamiento económico siempre son preocupantes. Y creo que vamos hacia eso en América Latina.

Se dice que en los países más polarizados la respuesta a la pandemia ha sido peor.

Creo que es cierto. En esos países se politizó. Ocurrió en Estados Unidos, hasta cierto punto en México y Brasil, algo menos en Argentina. Pero los países que respondieron mejor son aquellos en los que toda la clase política se unió en busca de una solución. No me refiero a una unión política, sino a la llegada a acuerdos para encontrar una solución. Es el caso de Taiwán, Corea del Sur, Japón, la mayor parte de Europa occidental. En el Reino Unido algo menos, y hemos visto el daño en algunos países europeos en los últimos meses. Cuando se podían apartar las diferencias partidarias, las democracias se mostraron capaces de afrontar la pandemia. Donde no pudieron, como en Estados Unidos o Brasil, la situación es terrible. Tienes una respuesta muy disfuncional. Me parece que la idea de la polarización es pertinente.

¿Cómo se puede reparar el daño institucional? En el caso de Trump, hay un proceso de degradación que no empieza con él, es causa y síntoma. También evidencia tensiones y fracturas previas.

Creo que no tenemos una idea clara de qué requerirá reparar el daño institucional. Mi sensación es que va a ser bastante difícil. Lo que preocupa es que el problema de la polarización estadounidense lleva un tiempo en construcción. Y no va a terminar con la derrota de Trump. Es importante para la democracia estadounidense que Trump sea derrotado, sin duda. Pero el problema subyacente de la polarización es casi seguro que va a permanecer. Puede que las cosas se parezcan a los últimos años de la administración Obama, donde los republicanos bloqueaban todos los esfuerzos por gobernar y Obama empezó a evitar el Congreso. Éramos muy disfuncionales. El último año los republicanos impidieron que instalara un juez en la Corte Suprema. Nuestras instituciones ya empezaban a deshilacharse antes de Trump. Que Trump se vaya es necesario para reparar nuestra democracia, pero no es suficiente. Creo que vamos hacia más años de disfuncionalidad y crisis.

Se habla de la fragmentación de la conversación. Así, antes los medios buscarían al mayor grupo de gente posible, mientras que ahora se trata de dominar a un grupo demográfico, de ocupar un nicho. Al mismo tiempo, también hay un incremento de velocidad, incluso con las mentiras.

Es perturbador. Pero no es la primera vez que tenemos medios de nicho en la historia. Ha ocurrido en otros países y en otros periodos en los que, por ejemplo, cada país tenía su propio periódico. Tampoco es la primera vez que tenemos una nueva tecnología mediática que asusta a los observadores. Cuando apareció la radio, temíamos que nos enseñara fascismo, como había ocurrido en Alemania. Con la televisión, pensábamos que produciría demagogia y populismo. De modo que es posible que al final nuestros Estados, gobiernos, políticos o votantes aprendan a tratar con esta nueva tecnología. Hay estudios que muestran que las redes sociales y la televisión por cable, al menos en Estados Unidos, están teniendo un efecto polarizante; un número creciente de estudios revelan que tienden a llevarnos a los extremos. Es un verdadero problema. Sin duda exacerba la polarización. No creo que la cause. Tenemos que tener mucho cuidado. Estados Unidos no necesitó WhatsApp para caer en la Guerra de Secesión. Chile no necesitó YouTube o Facebook para la crisis de los setenta. La Guerra Civil española no requirió de Twitter. El nuevo paisaje mediático, en particular el de las redes sociales, es un desafío y aumenta el problema. Pero no es la causa fundamental y no deberíamos cometer el error de imaginar que lo es.

En los últimos años hemos visto que en algunos países de la Unión Europea, como Hungría y Polonia, aparecían regímenes que se han llamado democracias iliberales, con lógicas plebiscitarias, desdén por los derechos de las minorías, intentos de controlar el poder judicial desde el gobierno. Se presentaba como un fenómeno nuevo.

No sé si es tan nuevo. No lo veo muy distinto al peronismo. Los llamaría autoritarios competitivos. Siempre hay un riesgo en regímenes electorales, particularmente en aquellos que tienen instituciones débiles, cuando tienen un líder o partido popular que pueden inclinar el campo contra la oposición. Puedes llamarlo de varias maneras. Puedes llamarlo democracias iliberales, pero no creo que sea algo particularmente nuevo.

En España Unidas Podemos tiene un componente peronista. También a veces se ha escrito sobre algunas estrategias comunicativas del PSOE. Pero en el caso de Podemos es más claro.

Sí, Laclau sobre todo. Es interesante ver la latinoamericanización de la política española. De todas formas, el contexto es bastante diferente y las instituciones políticas españolas son bastante más fuertes que las de los Estados bolivarianos en los Andes. Me sorprendería que tuviera mucho efecto.

¿Es más optimista o pesimista con respecto a estos líderes autoritarios que hace cuatro años?

Diría que más pesimista. En términos de la crisis global de la democracia, he sido en general más optimista, o menos pesimista, que la mayoría. Creo que no se han desmoronado democracias verdaderas muy deprisa. Hace diez o quince años que hablamos de un retroceso democrático global. Y ha habido algo pero no tanto. La mayoría de las democracias siguen sobreviviendo. Pero con el ascenso de Trump, y con lo que pasa en países grandes e importantes como la India o Brasil, el horizonte es más oscuro ahora que hace cinco años. Si Trump pierde y tenemos un líder de mentalidad más democrática, espero que demos un par de pasos en la otra dirección. Pero los últimos cuatro años me han hecho más pesimista. El mundo no deja de sufrir golpes: Trump, Modi, Bolsonaro, la pandemia. Es mucho que manejar en cinco años. ~

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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