El 7 de mayo, día de la inauguración del tercer período presidencial de Vladimir Putin, la caravana de automóviles que lo transportaba al Kremlin se desplazó a través de una ciudad vacía. El centro de Moscú había sido acordonado por la policía y no había ni un alma. Debe haber sido un escenario surrealista. Mientras Putin entraba al salón del Kremlin lleno de candiles y estucos dorados donde tomaría posesión, entre 50 y 100 mil manifestantes, atrapados por las fuerzas policíacas, manifestaban su rechazo al presidente en la Plaza Bolotnaya, cerca del corazón de la ciudad. La manifestación derivó en el enfrentamiento, decenas de heridos y 700 ciudadanos arrestados.
No es la primera vez en la historia rusa que el ascenso de un mandatario al poder va acompañado por una oleada de represión. Lo mismo sucedió en la coronación de Nicolás I en 1825, quien reprimió violentamente a los legendarios Decembristas que demandaban una monarquía constitucional, y con Alejandro III después del asesinato de su padre en 1881. Hasta donde la historia es destino, la decisión de Putin de reprimir a quienes se le oponen es un signo tan ominoso como la violencia zarista del siglo XIX: anuncia un gobierno autoritario y antidemocrático.
Es imposible saber si Vladimir Putin ha considerado la alternativa de cambiar el rumbo de su régimen, despetrolizar y diversificar la economía, reducir el tamaño y el poder del Estado, liberalizar el sistema y limitar la corrupción rampante en Rusia. Lo cierto es que tendrá que gobernar desde el corazón de Moscú, la capital del país, que le otorgó apenas un 50% de votos (según las cifras maquilladas por el gobierno), y frente a una oposición inteligente y preparada que demanda eso y más; opositores que han echado mano no sólo de la informática moderna, sino de una vía que se pierde en el tiempo y que demostró su eficacia hasta en los tiempos oscuros del estalinismo: la fuerza moral de la literatura.
Alexei Navalny, Sergei Udaltsov –los líderes de Facebook y Twitter– que han organizado las protestas desde el fraude de las elecciones legislativas de diciembre, y Boris Nemtsov, un político avezado que conoce como pocos los vericuetos del poder de la era Putin, fueron arrestados el 7 de mayo. Sus seguidores postmodernos decidieron activar una nueva estrategia: la protesta trashumante. Anunciaron que transitarían de un parque moscovita a otro, a veces en silencio, otras en medio de música y lectura de poemas, y sin transgredir la ley. El número de manifestantes se redujo drásticamente hasta que una docena de escritores decidieron poner su pluma al servicio de la oposición.
Hicieron bien en iniciar su marcha, días después del retorno de Putin a la presidencia, en la plaza Pushkin. Alexander Pushkin, el mayor poeta ruso, fue el adversario moral de Nicolás I. Y le ganó la partida: Nicolás es apenas una sombra histórica, Pushkin es aún ahora la encarnación del alma rusa, de su lengua y del concepto del artista como héroe de la verdad. Con él, la literatura se convirtió en la patria espiritual de Rusia.
El escritor comprometido atravesó todo el siglo XIX, enfrentó a los bolcheviques, pereció en el Gulag o fue exilado. Pero nadie pudo acallarlo. Hibernó durante los años de gobierno de Yeltsin, y entre la maraña de literatura light y la emergencia de una clase media urbana acomodada y de ricachones materialistas de la era Putin. Ahora parece haber vuelto a levantar la cabeza y recuperado su papel tradicional que se sustenta en la idea de que el escritor lo es no sólo por su talento, sino por el imperativo de defender la verdad en las condiciones más desfavorables.
Los escritores pudieron encabezar a 10,000 en un “paseo de prueba” sin que la policía interviniera. Pero su lucha apenas comienza. El gobierno ha redactado una ley draconiana que establece multas de 48,000 dólares para aquellos que se atrevan a organizar una manifestación sin permiso y de 32,000 dólares para los participantes. Vladimir Putin quiere dejar, literalmente, a sus opositores en la calle.
Dependerá de la astucia de la oposición darle la vuelta a esas leyes, diseñar estrategias eficaces de protesta cívica y extender el movimiento a las provincias con ayuda de partidos políticos embrionarios o consolidados, como Rusia Justa. Este partido, que nació con el apoyo del Kremlin, ha adquirido cierta autonomía: su líder Sergei Mironov ha criticado las políticas de Putin y podría transformarse en un portavoz de la naciente sociedad civil.
Sin embargo, la mejor fuente de legitimidad de la oposición será el apoyo de los poetas y escritores de hoy, herederos de aquellos que en el pasado pagaron con su libertad y hasta con su vida la defensa del anhelo libertario en Rusia.
(Publicado previamente en el periódico Reforma)
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Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.