Con el estreno de Captain America: The First Avenger (2011) la temporada de súper héroes llega casi a su fin (por acá todavía no ilumina la pantalla Green Lantern) y se deja la mesa servida, de una vez y hasta el próximo año, para la tan anunciada llegada de The Avengers. El balance que ofrecen este año los súpers es más bien discreto: si Thor por lo menos albergaba shakespeareanas buenas intenciones, el capitán con el escudo estrellado no escapa a la mediocridad de las películas que este año se ocuparon de aquéllos que están lejos de la mediocridad. No alcanza alturas prodigiosas, pero tampoco es una película ingenua. Y tal vez en el calor veraniego se preste poca atención al afán promocional que la rodea. No obstante, una mirada –incluso superficial– deja ver intenciones que la hacen cuestionable.
La acción de Captain America se ubica en los inicios de los años cuarenta del siglo XX y sigue el tenaz ascenso de Steve Rogers (Chris Evans). Éste es débil y enfermizo y, como el “flaquito” de la publicidad del curso de Charles Atlas que aparecía en las historietas hace algunas décadas, es humillado por los gandallas que nunca faltan en el cine norteamericano. A Rogers le va incluso peor, pues ni siquiera tiene una novia que esté en el origen de los abusos que sufre. No obstante, busca ingresar al ejército. Y aunque es rechazado varias veces, no baja los brazos. Un buen día es descubierto por el doctor Abraham Erskine (Stanely Tucci), quien huyó de la Alemania nazi y lo contempla para un programa militar que pretende incrementar el potencial humano. El resultado es asombroso, y Rogers sale musculoso de la infaltable cápsula del experimento. Ahora puede ir al frente y ofrecer pelea a Schmidt (Hugo Weaving), quien lleva el alias de Calavera Roja y además de ser el resultado fallido de un experimento previo de Erskine, es catalogado como un loco incluso por los nazis y busca manipular los secretos de Asgard y utilizar el poder de los dioses (como en otras películas que tienen su origen en el cómic, aquí también el nazismo desesperado es esotérico).
Captain America es la más reciente entrega de Joe Johnston, un artesano de escasos vuelos especializado en diversas faunas: de la selva (Jumanji), de la pista (Hidalgo), de la prehistoria (Jurassic Park III) y de la literatura fantástica más rancia (The Wolfman). Ahora emprende una labor propagandística y realiza una película que es una herramienta útil para el reclutamiento. Rogers encarna, con o sin disfraz estrellado en rojo, azul y blanco, al norteamericano indispensable, el que es congruente con su deber y para ello se enrola en el ejército: para combatir a los malos del mundo unidos contra Estados Unidos. Ahí encuentra la fuerza y el impulso que no tenía antes, y si éstos son el resultado de un experimento, no cambia nada: es casi un requisito de los súper héroes de cómic. El Capitán América se convierte, hoy como en el momento que apareció la historieta (durante la II Guerra Mundial), en un súper héroe oficial, portador y defensor de los valores que, según la propaganda (y el cine), fundaron Estados Unidos, como la libertad y la justicia. Pero si aquí nos quieren hacer creer en la bondad de Rogers, Martin Scorsese, entre otros, nos recuerda en Gangs of New York (2002), que estos valores se alimentan de la sangre de los otros, en particular de la de los inmigrantes, que apenas llegaban eran enviados a la guerra civil. La Historia y la nota roja ofrecen numerosos ejemplos como para que no sea una desproporción afirmar que la guerra, adentro y afuera de Estados Unidos, ha sido el medio predilecto del gobierno (y el cine) para la puesta en práctica de los valores. El Capitán, por su parte, es bueno por definición, y por eso el poder que le confiere Erskine lo hace mejor, mientras que a Schmidt, que es malo (e incluso peor que los nazis, malos por antonomasia del cine norteamericano) el poder lo convierte en una bestia insaciable.
Es cierto que Johnston ofrece algunas dosis de humor que son apreciables, que imprime un ritmo provechoso y que en 3D la acción es lucidora, pero también lo es que no va más allá del eterno aforismo de la súperheroicidad, aquel que el tío Ben legó para la eternidad y hace ver la gran responsabilidad que conlleva el gran poder. Y la excepcionalidad comienza, de acuerdo a lo que nos dice Johnston, en tener la iniciativa de enrolarse en el ejército, lo cual genera una ironía probablemente involuntaria: la singularidad, nos dice el cineasta, florece en una institución que demanda obediencia ciega, carne de cañón irreflexiva, y no individuos pensantes. Es probable que Captain America reclute más dólares veraniegos en taquilla que incautos para las filas, no obstante, es cuestionable la actitud servil de Johnston y los afanes propagandísticos de su entrega.