En la anterior entrega para este blog hablé sobre Conago 1. Resalté la inconstitucionalidad del operativo y argumenté la violación a los derechos humanos que provocan estas medidas. A los pocos días, pude vivir la noticia desde adentro, ser parte de esa nota que había comentado. Los operativos me alcanzaron.
El 21 de junio a las 11:30 el pesero en el que iba (bajando de Santa Fe por la Av. Vasco de Quiroga) fue detenido por policías de tránsito y auxiliares que anunciaban la proximidad del operativo.
Los policías auxiliares estaban alineados para llevar cabo las revisiones, atrás de ellos había una mesa que funcionaba como escritorio móvil para el Ministerio Público y el personal administrativo de la Delegación Álvaro Obregón. El personal de la Secretaría de Transporte y Vialidad iba de un lado a otro haciendo anotaciones.
Cuando el pesero hizo alto total un par de policías y un civil, que no se identificaron, subieron a la unidad y nos dijeron que se estaba llevando a cabo el operativo “Viajo seguro”. Pidió a los hombres, y solo a los hombres, que (por favor) bajaran para ser revisados por los policías que esperaban a un lado del camión.
Como fui el último en bajar, los policías ya estaban revisando a otros pasajeros y pude tomar unas fotos del operativo.
Dos policías me pidieron amablemente –lo digo de verdad- que abriera mi mochila. Hasta ahí yo no había dicho nada. Sin embargo, después de haber escrito aquello sobre Conago 1, y siendo congruente con lo que pienso y escribo, en un tono igualmente cordial les pregunté: ¿Por qué? ¿Por qué el operativo? ¿Por qué me pide revisar mis posesiones y por qué he de aceptarlo? ¿En dónde dice que esa autoridad lo puede y lo debe hacer? ¿Cuál es el fundamento y motivo de ese operativo que detenía el transporte en el que viajaba y me pedía ser molestado en mis posesiones? Cierto que este operativo no era de Conago 1, pero es su hermano pequeño y es como las decenas del tipo que hay a lo largo del país.
Los policías, más aburridos que ofendidos con mis preguntas de defensor constitucional, se evitaron la molestia y me enviaron directo con el Ministerio Público. Frente al escritorio del agente, pedí su nombre, amablemente respondió: Julián X., agente del MP. Iván García Gárate, constitucionalista, le dije yo de vuelta.
Repetí mis preguntas frente al agente y su primera respuesta-explicación-justificación del operativo fue “es por la seguridad de todos” y buscó, sin éxito, un folleto explicativo. Una joven funcionaria de la delegación se disculpó por la falta de folletos pero, aseguró, era un operativo “normal”.
Como defensor del canon neoconstitucional y del modelo garantista no podía callar ante tal afirmación. Le expliqué que no existían operativos “normales”, que no hay normalidad alguna en una revisión por parte de la autoridad a menos que esta (sí, lo dije) se funde y motive en el artículo 16 de la constitución. Y que mi deber ciudadano de cooperar con la autoridad lo cumpliría gustoso si la autoridad cumplía con su obligación constitucional. Y ya iba yo a empezar a hablar de la importancia del principio de legalidad en las democracias modernas, de la reforma de Derechos Humanos en la Constitución mexicana, de alguna que otra sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y hasta del sesgo sexista y paternalista de revisar solo a los hombres, cuando me di cuenta que la señorita de la delegación me miraba con cara de que tenía varios pendientes más urgentes que darme una respuesta. El del Ministerio Público me miró y, a manera de epílogo, dijo que no estaba de acuerdo con mi interpretación constitucional y buscó en qué entretener la mirada.
Para ese momento ya se habían subido los pasajeros al pesero y con ganas de seguir su camino observaban aburridos mi ejercicio ciudadano. Era claro que yo no iba a tener ahí una discusión sobre interpretaciones constitucionales, así que decidí seguir mi camino. A esas alturas mi mochila ya no interesaba a ningún policía. Mi resistencia cívica tenía triunfo amargo. “Odio quiero más que indiferencia” decía mi orgullo ciudadano.
Cuando subí al pesero la acogida de los pasajeros no fue nada amigable. No eran los defensores de derechos humanos, las académicas, activistas o esa ciudadanía “profesional” que hubiera visto en mi defensa la acción reivindicadora de la democracia. No. Eran señoras que iban al mandado, jubilados, jóvenes y vecinos del rumbo. Uno de ellos, ofendido, me preguntó si nunca me habían asaltado. ¿Por qué no enseñé mi mochila si por experiencia propia sé que alguien puede esconder ahí el arma con la que a la mitad del trayecto acabará asaltando a los pasajeros y con un poco de menos suerte, matando a uno? No aceptar una revisión que viola abiertamente la Constitución me convirtió, frente a mis compañeros de pesero, en cómplice, sospechoso, o de menos, arisco.
Con quienes viajaba esa mañana, igual que a buena parte de la sociedad, no les importa que operativos como ese sean constitucionales, o que resuelvan de manera integral la delincuencia organizada que vive el país. Les importa que sus calles y transporte sean protegidas del ratero del barrio o del drogadicto de la esquina que trae una punta. Esa justicia es la que se reclama, no la justicia constitucional, ni la justicia de los derechos humanos. Esto lo saben las autoridades y lo aprovechan para tomar medidas peligrosas que tienen impacto mediático y propagandístico. La sociedad en general está de acuerdo con la ilegalidad si de esa manera se logra esa falsa ilusión de seguridad en su comunidad. Incluso en casos paradigmáticos, defensores de la democracia y legalidad, justifican la necesidad de acciones ilegales.
La construcción de las sociedades democráticas debe superar el argumento cortoplazista de que en un escenario inseguridad, la defensa de los derechos humanos, de la ley y la Constitución es sacrificable por un bien mayor, en este caso la seguridad pública. El problema para superarlo no es teórico o científico. El problema es cambiar imaginarios colectivos y creencias populares.
Profesor de Derecho en la Universidad del Claustro de Sor Juana.