Hace ahora cuatro años el técnico informático del colegio en que trabajo tuvo que cambiar el programa de calificaciones porque, según la nueva normativa del Gobierno, quedó prohibido el cero. Esto dio lugar a bromas y a algún pequeño debate en la prensa, y así sigue hasta hoy, cuando los profesores, olvidados de estas restricciones pedagógicas, nos encontramos de vez en cuando con que el programa informático no nos acepta el cero en la casilla de evaluación. Las razones que los técnicos del ministerio dieron entonces se basaban en el concepto de “evaluación continua”, y en la idea de que la sola asistencia a clase debería contar –la asistencia a clase es obligatoria, por lo que el alumno tiene derecho a una nota mínima; no podría ser calificado, por otra parte, si sus faltas excediesen un determinado número, por lo que, en todo caso, siguiendo el razonamiento ministerial, quedaba excluido el cero. Puede parecer que este asunto es una cuestión menor, o que haga falta ser cruel o mala persona para dedicar tiempo a oponerse a esta modificación. La norma se basaba también en “los efectos psicológicos negativos” que tiene el cero. Pero algunos quisieron ver en esta medida un síntoma de algo mayor, en la línea de poner en entredicho el valor del conocimiento o del hacer del profesor. De entrada, habría que decir que el alumno debería tener derecho a sacar un cero cuando presenta un examen en blanco, porque esa nota que se le pone por encima del cero es quizá más denigrante que el cero mismo: no se le da por saber, sino por existir –es una calificación ontológica, en cierto modo. Poner un uno a un alumno solo por escribir su nombre es sin duda más dañino psicológicamente que el cero. Creo que es significativo que uno de los símbolos de la revolución maoísta fue el alumno que, en rebeldía ante los criterios académicos, tan burgueses, presentó su examen en blanco: eran los profesores los que debían ser reeducados, como así se hizo.
Siempre he tenido más confianza en el saber, y en la buena fe por enseñar, que en los criterios supuestamente científicos de los pedagogos, comúnmente propensos a terminologías apartadas del lenguaje común. Entiendo que debe haber un espacio para la pedagogía, desde luego, pero el caso es que cada vez que en mi vida he tenido que vérmelas con esta disciplina –por ejemplo, en el permiso necesario para dar clase de bachillerato (el antiguo CAP, hoy alargado)– no he podido quitarme la sensación –creo que colectiva– de estar perdiendo el tiempo. Y lo veo de nuevo entre mis amigos profesores que deben pasar por nuevos cursillos de carácter psicopedagógico: por lo general se limitan a copiarse unos a otros y a hacer trampas, a sabiendas de que los deberes que suelen mandar a sus alumnos son de mayor complejidad y calado que estos por los que deben pasar como profesores.
Creo que si en una disciplina universitaria se debería exigir un nivel alto de calificaciones como condición de acceso debería ser la pedagogía. Ahí deberían ir los mejores alumnos, los más destacados. Porque si no correremos el riesgo de tratar como a una anomalía a los escolares dispuestos a aprender y a estudiar.
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(Huesca, 1968) es escritor. Su libro más reciente es La flecha en el aire. Diario de la clase de filosofía (Debate, 2011).