Es probable que la elección de traducir Kynodontas como Dientes de perro haya sido tomada por alguien que no tuvo el tiempo de revisar la película. Eso, o por alguien que, no satisfecho con la rareza desplegada en este filme, decidió añadir otra poca. En lo que lo averiguamos, llamémosla por su título en España: Canino. (Aunque la opción más precisa en México sería Colmillo).
El aburrido e incómodo requisito de la sinopsis puede serlo todavía más cuando hablamos de una película como esta. Se trata de un corte transversal de la vida de una familia acomodada griega cuyos hijos –a sus veintitantos años–desconocen por completo el exterior. Sus padres, quienes ubican bien esa máxima que reza que nosotros no creamos el lenguaje sino al revés, se han encargado justamente de crear una realidad que ocasionalmente se parece a la nuestra, en una casa de descanso rodeada de cerros y de silencio. Lo vemos desde el minuto cero, cuando los tres hermanos toman una clase de griego en una cinta grabada por su madre: “’mar” es una silla de piel con brazos de madera. Ejemplo: ‘no te quedes de pie, siéntate en el mar para que conversemos’”.
El genio de los padres no se limita a redefinir el mundo en un cassette. Han creado un riguroso código donde los aviones que sobrevuelan la casa son supuestamente de juguete, donde el mérito de un hijo se mide aguantando la respiración bajo el agua y es compensado con calcomanías, y la falta de mérito es castigada con largos buches de enjuague dental. (Auch). En esa casa los electrodomésticos llevan un rezago de varios lustros: nada de niños desperdiciando sus valiosas horas en Facebook.
Estos elementos han llevado a muchos a comparar el régimen de Canino con la dictadura de su preferencia, o con el orden de la familia conservadora, o han advertido en ella los peligros de la educación en casa. En cualquier caso, Canino es bastante más divertida que cualquiera de sus análogos. No conozco a ningún dictador que traduzca “Fly me to the moon” como un canto a la unión familiar, y ningún padre de familia podría convencernos de que Frank Sinatra fue nuestro abuelo, o de que los gatos buscan asesinarnos –y nosotros debemos ladrar para ahuyentarlos (!).
Hay, eso sí, una violencia incomodísima que se queda pasada la película. El hierro de la advertencia evangélica de Mateo (“guarda tu espada, porque el que a hierro mata, a hierro muere”) es aquí sustituido por una videocasetera y un VHS. Los gatos son intrusos asesinos y como tal serán tratados y, si me robas mi juguete, soy capaz de rebanarte con un cuchillo de cocina.
Ahora bien: un vocabulario sin la palabra libertad no conoce libertad. En Canino, papá comete el error que cometen los opresores, agrietando así su hegemonía. Él pregunta:
Y le responden sabiamente:
Lección que, hacia el final de la película, acata de forma literal la mayor de las hijas, y escapa.
Ayuda también la presencia “subversiva” (nunca lo es intencionalmente) de una mujer que papá contrata para tener relaciones con su hijo. La mujer, en complicidad con las niñas de la casa, contrabandea un par de objetos –una diadema, una copia de Rocky– hasta que papá lo nota, y no chista en reprimir. El daño, de cualquier forma, ha sido hecho.
Lo difícil no es hallar paralelos entre el pater familias de Canino y los poderes que rigen el mundo. Cualquier espectador podrá identificarlo con Hosni Mubarak, o con el gerente mamón de su empresa, o el rector de la universidad, o con su papá. Quedaría, sin embargo, una duda pendiente: ¿quién será capaz de romperse el hocico con una mancuerna con tal de escapar? ¿quién, sin anestesia, se trozará el colmillo con una sonrisa en la cara?
Posdata
Algo me dice –pero espero estar equivocado– que Canino jamás tendrá corrida comercial en México, a menos que salga con un Oscar el 27 de febrero (nah, imposible). Una opción es comprarla. Si no alcanza, hay otras opciones.
–Gabriel Lara Villegas