Duele aceptarlo: a medida que se acercan las elecciones de noviembre en Estados Unidos, el discurso antiinmigrante se ha vuelto cada vez más intenso. El Partido Republicano parece haber tomado nota de las encuestas y ha optado por radicalizar sus posiciones hasta llegar a la bufonada. La última estupidez que plantean en busca del voto nativista es el rechazo de la decimocuarta enmienda de su Constitución, que garantiza la nacionalidad a cualquier persona nacida en su tierra, sin importar el origen o los papeles de los padres. La enmienda, adoptada después de la Guerra Civil, es uno de las cláusulas judiciales que enaltecen al pueblo estadounidense: “Cualquier persona nacida o naturalizada en Estados Unidos está protegida por sus leyes (y) ningún Estado puede suspender privilegios o inmunidad alguna de los ciudadanos”. La enmienda, que nació de la necesidad de reconstruir una nación partida, fue creada para hacer más generosa a la sociedad estadounidense; reconocer a quien ya estaba ahí y darle patria a quienes, desde entonces, se han sumado, por preferencia o nacimiento, al país. La idea de negarle la nacionalidad a los hijos de ilegales es un atentado vulgar contra el lado más virtuoso no sólo de la estructura jurídica estadounidense, sino del alma misma del país: implicaría adoptar los prejuicios de una era en la que aún existían la esclavitud y la segregación. Es una absoluta vergüenza que los republicanos se atrevan siquiera a mencionar el asunto. Aun así, vale la pena poner en perspectiva lo que está ocurriendo. Y no me refiero sólo a la posible iniciativa sobre la decimocuarta enmienda; pienso también en las agresiones a mexicanos en Staten Island, Nueva York, y los desplantes racistas en Arizona. De nada sirve ceder a la tentación histérica que sugiere que este ataque de xenofobia es inédito en la historia de Estados Unidos. La realidad es muy distinta. La historia estadounidense está llena de despliegues de pasión nativista mucho más severos y peligrosos que éste por el que atraviesan nuestros paisanos. Basta considerar la inmensa ola de agresiones que sufrieron los inmigrantes irlandeses durante el siglo XIX. Como recuerda Peter Schrag en su indispensable libro Not fit for our society: Immigration and Nativism in America, los irlandeses sufrieron de una discriminación casi idéntica a la que padecen los hispanos más de 150 años más tarde. Se les acusaba de robar empleos a los estadounidenses “nativos”. Se les criticaba por sus costumbres y su aparente incapacidad para asimilarse. Se decía que “presentaban problemas de vivienda, seguridad y educación” además de descartarlos como “borrachos, disolutos e irremediablemente hundidos en la pobreza” y la ignorancia. El fervor católico irlandés despertaba un repudio particularmente intenso. Surgieron grupos que perseguían y abusaban de los recién llegados. Hubo linchamientos y la publicación de varios libros dedicados a desprestigiar no sólo a los irlandeses, sino al catolicismo en general, cuya presencia era vista como una verdadera amenaza a la esencia religiosa de Estados Unidos. Ese tipo de reacción xenófoba se repetiría, con una virulencia similar, contra judíos, orientales, alemanes y varios más en los años siguientes de la historia del país.
Bien vale la pena recordar esos otros episodios de nativismo en Estados Unidos. De nada sirve la fantasía de que el asalto a los derechos de los hispanos indocumentados es una tendencia nueva o particularmente violenta. La verdad es otra. Por otro lado, este ejercicio de proporción histórica no implica atenuante alguno. Es precisamente desde y por la historia estadunidense que la diplomacia mexicana y las organizaciones que defienden la agenda de los “sin papeles” deben librar sus batallas. Que hayan ocurrido desde siempre no implica que no haya que combatir, con el alma, al nativismo y la xenofobia. La historia debe servir, en cambio, como el mejor argumento. ¿O alguien podría negar las aportaciones, en el saldo final de la historia estadunidense, de todas las comunidades que sufrieron, en su momento, el ataque de los histéricos nativistas?
– León Krauze
(Imagen tomada de aquí)
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.