El silencio también peca

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El documental Deliver us from evil (Líbranos del mal) fue estrenado en 2006. Cuenta la terrorífica historia del sacerdote irlandés Oliver O’Grady, que entre 1976 y 1993 violó a cientos de niños en cuatro parroquias católicas en California, Estados Unidos. Sus víctimas incluyen a un bebé de nueve meses. Fue condenado en 1993 a 14 años de prisión. Cumplió sólo siete. Actualmente vive en Irlanda, tras salir de la cárcel en libertad condicional en 2000. La cinta, nominada al oscar en 2007, es escalofriante. Pocas cosas asustan tanto como la realidad.

Y el caso de O’Grady es muy real. No sólo eso; difícilmente es un caso aislado. Los escándalos vinculados con la Iglesia católica son tan abundantes que cuesta trabajo llevar la cuenta. Tan sólo en este mes han trascendido acusaciones en Alemania, el país natal del actual Papa, Benedicto XVI. Algunos le implican en Munich, su propia arquidiócesis. En la sede papal, un ayudante y un miembro del coro del Vaticano fueron vinculados a una red de prostitución homosexual. Y el hermano del pontífice, el también sacerdote Georg Ratzinger, reconoció haber golpeado a alumnos de la escuela alemana en Ratisbona (Alemania), donde dirigía el coro. Sobra decir que ahí también se acumulan las acusaciones por pederastia y abusos cometidos por sacerdotes católicos.

Cuentan que el papa Pablo VI (1963-1978) llamaba “mi corona de espinas” a la carpeta que recogía las dimisiones y los reportes negativos de sacerdotes alrededor del mundo. No sería extraño pensar entonces que Benedicto XVI atraviesa el via crucis entero. Y quizá fue eso lo que quiso expiar cuando rompió el largo silencio que la cúpula católica ha mantenido sobre las acusaciones de abusos físicos y sexuales de sacerdotes acumuladas en estos años. Pero el motivo no fueron las denuncias que aparecen en su país, en Estados Unidos, en México, en España, en Brasil, en Austria, en Holanda… Su carta se refirió a los crímenes ocurridos en el país natal de O’Grady, Irlanda, donde el ministerio de Justicia difundió en noviembre del año pasado la colaboración de la policía y la Iglesia en el encubrimiento de centenares de crímenes.

La carta del Papa alemán acepta la existencia de los abusos y comparte “la desazón y el sentimiento de traición” de los afectados. Pero en ningún momento ofrece disculpas. Una semana después, el 23 de marzo de 2010, el obispo John Magee dimitió a causa de los escándalos. Magee, de 73 años, se había desempeñado como secretario personal de Paulo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II. Benedicto XVI ya había aceptado en diciembre la renuncia de Donald Brendan Murray, obispo de Limerick, también vinculado al escándalo.

Hay detalles repugnantes. Casos como el de un niño abusado por dos sacerdotes en distintas ocasiones. Un sacerdote cuenta sus víctimas por decenas. Y otro admite que cometía abusos hasta dos veces por semana. Las autoridades eclesiásticas, en el mejor de los casos, guardaron silencio. En otros, encubrieron a los responsables. Quizá una de las características que distingue el escándalo de la Iglesia católica irlandesa al de otras acusaciones similares es la abierta colaboración de la policía en el encubrimiento de los crímenes. El ministro de Justicia irlandés, Dermot Ahern, reprimió a la Garda Síochána (el nombre gaélico de la policía) por la cercanía “inapropiada” que mantenía con los jerarcas católicos. Una cercanía que resultó en silencio, uno que se mantuvo por décadas. Los informes registran a por lo menos 230 víctimas de abusos entre 1974 y 2004. No fue sino hasta 1995 que la arquidiócesis de Dublín denunció a la policía los primeros casos.

A los afectados, la disculpa papal les supo a poco. El influyente sacerdote irlandés Brian D’Arcy calificó la carta de “decepcionante”. El director del semanario Irish Catholic, Garry O’Sullivan, exigió que los obispos involucrados renunciaran a sus puestos. Andrew Madden, la primera víctima que llevó a la Iglesia a los tribunales irlandeses en 1995, dijo que dejaba en segundo plano la responsabilidad del Vaticano en los abusos y afirmó que la carta “no aborda el asunto con total seriedad”.

Y el asunto es serio. Los escándalos de pederastia relacionados con la Iglesia católica se han multiplicado en los últimos años. En México, el propio Marcial Maciel, fundador de Regnum Christi, fue acusado de abusos y es señalado como padre de por lo menos seis hijos. Eso sin mencionar su presunta adicción a la morfina; el mismo Maciel que era proclamado por Juan Pablo II como “un guía eficaz de la juventud”. Poco importaron las numerosas acusaciones que se acumulaban (y se siguen acumulando) en su contra. Los estadios llenos y la activa presencia de su orden en los círculos del poder en Roma valían para voltear la vista hacia otro lado. No fue sino hasta mayo de 2006 (un año después de la muerte de Karol Wojtyla) que Benedicto XVI le prohibió ejercer el ministerio y le ordenó llevar “una vida de oración y penitencia” que finalmente concluyó en enero de 2008.

Benedicto XVI admite “vergüenza y remordimiento” en cuanto al caso irlandés y reconoce fallos en la selección de candidatos al sacerdocio y la tendencia en ciertas sociedades a favorecer el clero. Pero señala que la modernidad, es decir “la rápida transformación de la sociedad”, es la mayor culpable de “los graves retos que enfrenta la fe”. Y éste es un argumento difícil de sostener cuando el primer escándalo por pederastia registrado en la Iglesia católica se remonta al siglo XVII. El fundador de la Orden de Clérigos Regulares Pobres, José de Calasanz (1557-1648) encubrió el abuso sexual de niños por los miembros de su orden. La orden fue clausurada por Inocencio X. El castigo duró relativamente poco. Fue subido a los altares en 1767.

– Verónica Calderón

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(ciudad de México, 1979). Periodista. Encargada de información internacional en Tercera Emisión de W Radio y redactora de El País en Madrid.


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