#ElLibroPrestado Mensaje

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De todas las cosas que he perdido, he perdido tres veces el mismo libro en el lapso de un año. La primera vez lo perdí de una forma ordinaria pero extraña. Separé las páginas con un lapicero, lo dejé sobre el asiento del avión, antes de ir al baño. Era temporada baja, uno de esos vuelos en los que uno puede cambiarse de lugar para contar con tres asientos. Eso hice. Al otro extremo de la fila había un hombre solo, flaco, que interrumpió su cena, me miró con desconfianza, pero sin malicia, mientras acomodaba mis cosas. Le sonreí, me regresó una sonrisa más bien triste, bajó la mirada a la charola y continuó su cena en silencio. Prendí la luz, me puse a leer. Antes de ir al baño dejé el lapicero entre las hojas. Cuando volví el cono de luz iluminaba el lapicero sobre el asiento, como única pista. Pensé que una computadora no habría desaparecido, pero, ¿un libro? ¿En un avión?, ¿en un lugar sin salidas, cerrado como elevador? ¿Y puede considerarse un robo o se acerca más a la mala suerte? Como dando vueltas a un caleidoscopio, le daba vueltas a las mismas seis, siete palabras. Quizás alguien había tirado el libro al pasar, así que busqué en el piso, bajo los asientos, en la bolsa de enfrente, entre las revistas gastadas y las bolsas de mareo. Nada. El hombre al extremo de la misma fila, miraba, concentrado, las nubes en la oscuridad, con la seriedad de quien hace un trabajo en silencio. Le pregunté amablemente si había visto el libro sobre el asiento. Sin ofenderse ni sentirse implicado dijo que no, cruzó las manos y volvió la mirada a las nubes, y con ese gesto dejó claro que era el único no culpable en el avión, que, además, no había prestado atención al incidente. Todos eran sospechosos menos él, y nadie parecía particularmente culpable, pero el hecho de que estaba el lapicero era la señal de que el libro se iría con otro pasajero. A la espera de las maletas, no pensé que ese hombre se dirigiera a mí, pero me preguntó de qué libro se trataba, quería saber el título, y entrelazó las manos detrás de la espalda, como si fuera a darle una mala noticia. Mensaje de Fernando Pessoa. Un hombre hermético, de pocas palabras. Indescifrable, como un thriller minúsculo en el que roban un libro en la escena del crimen, sin solución ni importancia, ese crimen sin acontecimientos que se antoja también llamar “Mensaje”, en el que ese hombre solitario se despidió de mano como, pensé, no suele hacerlo con desconocidos, y, sin embargo, despertó sospechas cuando de la banda giratoria tomó únicamente un perro chico en una jaula, quizás el único que lo esperaba en casa todas las noches luego del trabajo, y noté que en la otra mano llevaba una bolsa de plástico.         

La segunda vez que perdí el libro se lo presté a un primo de veinte años. “¿Qué crees? Perdí mi mochila donde traía el libro que me prestaste, te lo cambio por unas chelas”, decía un mensaje de texto y emojis que recibí al celular unos días después. La tercera vez perdí el libro en una mudanza, un accidente entre trayectos. Entre el mensaje de texto de mi primo, y la siguiente compra que hice por internet hubo un interinato de fotocopias que no sé dónde quedó. El periodo breve de las fotocopias fue más un capricho por recuperar lo perdido que ganas de subrayar fosforescente, pero me di cuenta que desaparecieron. Fue uno de los últimos libros que compré antes de una mudanza, era la misma edición bilingüe que quizás ese hombre melancólico leyó con un perro dormido al lado, y al poco tiempo me mudé de Estados Unidos a México. De las maletas de libros que tocaba mandar al DF, dejé una pequeña en casa de un amigo, que se ofreció generosamente a llevar en su siguiente viaje. Sabía que estaba en buenas manos, que no incomodaría. Una noche me llamó mi amigo. Se habían caído pedazos del techo de su casa debido a las fuertes lluvias, el departamento de arriba se había inundado. “Estoy muy apenado contigo”, me dijo en esa llamada, “hemos secado varias cosas en el patio del vecino, intentamos secar tus libros, pero algunos de plano están en blanco, y otros se rompen al abrirlos”.

Aunque la historia de mi amigo era más importante, y el libro como un extra entre la multitud, me pregunto ¿cuál es el mensaje del escurridizo Mensaje? Al contrario del triunfo de encontrar un libro después de mucho buscarlo, uno que desaparece, una y otra vez, parece decir otra cosa. ¿Un mensaje encriptado? Perder ese título, o esa palabra, era como perder varias veces la misma cosa. Quizás algo quería decir, ¿pero qué? No tengo el libro por el momento, pero cerca tengo otro en donde parece haber una pista en este sueño de Pessoa: “Vi que estaba en la escena, no conocía el papel que los otros interpretarían más tarde, sin saberlo, también ellos. Vi que estaba vestido de paje, no me habían dado la reina, culpándome de no tenerla. Vi que tenía un mensaje que entregar, en las manos, y cuando les dije que el papel estaba en blanco, se rieron de mí. Y aun no sé si se rieron porque todos los papeles están en blanco, o porque todos los mensajes se adivinan.”

Ahora que lo pienso, más me gusta imaginarme que el Mensaje quedó en blanco luego de la inundación, haciendo aún más difícil adivinar o resolver el thriller sin acontecimientos. Pero para resolver al menos el misterio del libro que desaparece, como en uno de esos juegos de mesa detectivescos, tal vez saber de dónde venía ese título de una palabra podía adelantarme una casilla. “Mensaje” originalmente iba a titularse “Portugal”, pero Pessoa lo cambió  porque la palabra, como la nación, se prostituía. Se publicó en Lisboa, en 1934, un año antes de su muerte. Fue el único libro que llegó a ver publicado en vida. Un conjunto de poemas, divididos en tres partes, que hacen referencia a la épica griega y a los héroes del pasado portugués. En ese tiempo se consolidaba la dictadura de Salazar en Portugal y, más adelante, curiosamente “Mar portugués”, uno de los poemas incluidos en Mensaje, serviría para el régimen como medalla nacionalista. Una de las cosas que me gustó de Mensaje es que la política se puede transformar a través del arte, la literatura sobrepasa los conflictos, se puede cambiar el presente al mirar el pasado, en otras palabras: al mirar Grecia antigua se puede proyectar el futuro del pasado. Pero la palabra se malentendió pronto y como un oráculo negro (más o menos como le pasa a Kafka con la palabra “insecto” en alemán, o la célebre cucaracha en algunas traducciones de la Metamorfosis, que fue la misma palabra con la que insultaban a los judíos en tiempos del nazismo) el título desde el régimen llegó a un lugar oscuro, muy contrario a la luminosidad de los poemas. Porque las palabras pueden cambiar la realidad, como lo escribe en otro libro, que ya se sabe no es Mensaje: “La gramática es más perfecta que la vida. La ortografía es más importante que la política. La suerte de un pueblo depende del estado de su gramática.” Pero ante la imposibilidad de adivinar el mensaje, tal vez si al libro que he perdido varias veces pudiera hacerle una galleta china, aún sin saber su número de la suerte, podría ser “los mensajes, como las palabras, quieren decir esto y también lo otro” y la frase estaría feliz entre dos caritas felices. 

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