LA INVICTA CENIZA
Había nacido con el nombre de Humphrey Deforest Bogart el 25 de diciembre de 1899, pero los publicistas de la Warner Bros quisieron fecharlo en el día de navidad de 1900, insinuando que un hombre llegado al mundo en día tan cristiano no podía ser tan malvado como aparecía en sus primeros films de los años treinta, en que solía hacer de hombre duro y de canalla, de gángster implacable, de traidor cínico. El desarrollo posterior de su carrera fílmica lo fue madurando en hombre de conciencia, esencialmente honrado, aun si vivía a través de los ambientes turbios, del pantano social, de los altos o bajos espacios de corrupción y crimen, en los cuales, siempre al filo del peligro, mantenía la básica honradez interior.
Se le recuerda con el sombrero gris, el impermeable oscurecido por la lluvia, el cigarrillo entre los labios, la pistola en la diestra, el rostro prematuramente marchito, como hecho de cicatrices, y el habla metálica y ceceante:
Bogey, un personaje del cine, que existía en las 24 imágenes por segundo enviadas por los proyectores a las pantallas.
Desde que en enero de 1957 el cáncer y la cirrosis derruyeran a su soporte carnal: Bogart el actor, el personaje Bogey ha sido icono de culto ofrecido por las cinetecas, la televisión, el videodisco, los libros celebratorios. Un personaje moderno. A Bogey, desarrollado, construido, deconstruido, afirmado, contradicho a través de un filmografía de ochenta títulos, no se le puede concebir en una película de argumento situado en otro siglo, ni en una época anterior a los años treinta del siglo XX: ¿quién podría aceptarlo en senador romano o en mosquetero o en héroe o en villano de un western?1. Para mi generación de cinéfilos, Bogey era el hombre mayor de “nuestro tiempo”.
En la infatigable pantalla, su rostro, fatigado no sólo por los años sino por la tensión existencial, por miles y miles de whiskies, por una heroicidad silenciosa y crepuscular y un sinfín de golpes encajados sin gemir, parecía siempre estar a punto de que lo devorasen las sombras, pero sobrevivía gracias a su mirada de metal cansado y melancólicamente invicto.
Tal como en sí mismo lo transformaban sus grandes películas: The Maltese Falcon, Casablanca, To Have and to Have Not, The Big Sleep, In a Lonely Place, The Barefoot Contessa, The Harder They Fall, etc., Bogey fue el hombre crecido bajo castigo, madurado en las derrotas, o en las victorias con sabor a derrota: el hombre con una estoica e irónica sabiduría. Norteamericano cien por cien, parecía hallarse a sus anchas en cualquier geografía, siempre que en el rincón más oscuro u olvidado pudiera fumar un eterno cigarrillo, paladear el imprescindible whiskey, encontrar a Ingrid o a Lauren, y, acaso, oír pianotear y susurrar una canción, digamos As time goes by, para luego, y pese a la interior desesperanza, dar contra el mal una última pelea. Ya para siempre como hecho de compacta ceniza (“mas ceniza enamorada”, diría Quevedo), y sonriendo amargamente con el inmóvil labio superior y acaso susurrando una frase cínica (a veces insincera), se mantenía en pie, combatiendo. Un Sísifo camusiano avant la lettre.
Bogey era el caballero de capa caída, sin ilusiones ni esperanzas, salvo las de seguir en el incierto combate por una ética de la resistencia y por la lealtad a un último, irrenunciable rescoldo moral. Con una serenidad crispada de hombre que sabe demasiado, recorría por mero apego a la profesión atmósferas abrumadas del infierno laberíntico y clandestino y violento de las ciudades, respirando los ámbitos asfixiados de humo, de whiskey, de slang y doubletalk, de flotante amenaza de muerte. Buscaba, pero no para él, una estatuilla legendaria rellena de riquezas, en realidad “hecha de la sustancia de los sueños”. Y perseguía, porque para eso le habían pagado y no sabía ni quería hacer otra cosa, algún entuerto que enderezar (una muchacha que rescatar del vicio o un colega no querido pero al que por mera ética del oficio había que vengar, que reivindicar). En Casablanca, su película definitoria, es Rick, el aparentemente cínico dueño de cabaret, el hombre cansado de haber combatido en buenas causas perdidas (por ejemplo, la guerra española), y que, al reencontrar a Ilse, la mujer amada que se le fue (Ingrid Bergman, bella hasta cortarte el aliento), decidirá todavía defender una causa… aun si para ello deberá otra vez dejar que Ilse se vaya.
Dirigido por grandes cineastas norteamericanos: Walsh, Hawks, Ray, Wilder, Mankiewicz, o por buenos cineastas pequeños: Wyler, Huston, Daves, Brooks, Bogart casi siempre mantuvo su Bogey y lo fue enriqueciendo, ensombreciendo, afinando. En cada ocasión ese personaje a final de cuentas era el film mismo. El cine de autor se ha entendido siempre como aquel en que el cineasta impone su punto de vista, una “concepción del mundo”, pero el actor Bogey terminaba siendo también el autor de sus películas: las volvía películas de Bogey. Una vez madurado su personaje, una vez asentado su mito, aportaba un tema propio, trasmitido a través de los surcos de ese rostro marchito que era ya toda una biografía.
Sí, Bogey era ya un personaje existencialista sin haber leído ni a Camus ni a Sartre. Y es como un homenaje el que le rendía el existencialista Albert Camus, el reivindicador del mito de Sísifo, cuando, en las oficinas del periódico Liberation, posaba “descuidadamente” con gabardina, cigarrillo colgado de los labios y un gesto en el que se siente el “estilo Bogart”.2
Las mencionadas obras maestras del cine de Bogey lo fijan en un tono romántico, desgarrado, casi tenebroso, tenso y displicente a la vez. Las mujeres ante las cuales y con las cuales se define en esos films se incorporan a su mitología: las espléndidas, cada uno a su modo, Ingrid Bergman, Lauren Bacall, Gloria Grahame, Ava Gardner. Personajes de feminidad plena, independientes e inteligentes, a la altura de la mirada sabia, exigente y heroica del personaje de Bogey.
Algunos cineastas grandes o pequeños han querido reciclar el personaje que Bogart reiteró, enriqueció, perfeccionó, quizá se llevó con él a la tumba. Actores de fuerte y atractiva presencia como Robert Mitchum, o guapos semintelectuales como Robert Redford, o duros conflictivos como Jack Nicholson y Robert de Niro, o buenos actores/directores como Clint Eastwood han intentado los personajes “a lo Bogart”. Las aproximaciones han dado a veces resultados interesantes, pero los reflejos del mito no tienen la virtud de presencia del mito. Acaso el que ha estado más cerca de la textura bogartiana es Harrison Ford en esa portentosa joya, Blade Runner, realizada por Ridley Scott entre el cine negro y el de ciencia-ficción. Pero no es posible llegar a ser Bogart repitiendo meros personajes de Bogart, o personajes basados en Bogart. En el cine el personaje mítico existe, sobre todo, por una particular, una insustituible intensidad de presencia, más que por varias interpretaciones sobresalientes de diferentes personajes. Bogart era apenas actor, no era capaz de representar una variedad de personajes, pero intensamente los habitaba todos con Bogey, y los bogartizaba.
Es decir: Bogey y su cine son únicos e irrepetibles.
1 Sin embargo, Bogart intervino en por lo menos un western: The Oklahoma Kid, de Lloyd Bacon, de 1939, en el que enfrenta a James Cagney. El film, que es antes que nada un enfrentamiento de dicciones (apretado semimurmullo ceceante de Bogart, silabeo veloz y también apretado de Cagney), delata el hecho evidente de que los dos actores, capaces sobre todo de poner en pie personajes urbanos y del cine “negro”, no estaban hechos para el cine del Far West.
2 Véanse las fotos de Camus par lui-même, de Morvan Lebesque, “Écrivains de toujours”, Éditions du seuil, 1963.
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.