"Hay que ir más allá de las conmemoraciones, aun si son legítimas.” Tiene razón Philippe Sollers en recordárnoslo, en pleno centenario del nacimiento de Roland Barthes. Francia, país de instituciones, tiene el culto calendárico de sus escritores. Para este país es una “misión”. De hecho, “Misión para las conmemoraciones nacionales” es el nombre del organismo, dependiente de los Archivos de Francia, encargado del financiamiento. Patrimonial y cósmica, la conmemoración hace aparecer, con la regularidad de los cuerpos celestes, a las estrellas, grandes y pequeñas, de nuestro cielo cultural. Queda por escribir la “pequeña mitología” de la conmemoración francesa. Si Barthes no lo intentó fue sin duda porque en los años cincuenta, cuando escribía sus Mitologías, el fenómeno no había tomado la amplitud que tiene actualmente. Pero fue también, y sobre todo, porque sus Mitologías no eran “lugares de memoria”. Menos aún las viñetas nostálgicas en que se convirtieron. Eran instantáneas, flashes de sentido que venían a iluminar, con el magnesio de la inteligencia, las palabras y las cosas de su tiempo. Del nuevo Citroën a los objetos de plástico, de la retórica poujadista (adjetivo que viene del apellido de un líder populista francés de los años cincuenta) a la última portada de la revista Match, Barthes aclara lo real en tiempo real.
El gran desafío de “su” conmemoración es por lo tanto no traicionar la pasión del presente que, de manera simultánea, guio su relación con la literatura y orientó su enseñanza.
No estoy diciendo que solo las obras contemporáneas hayan capturado la atención de Barthes. Sabemos que no fue así y que, de Sófocles a Chateaubriand, no dejó de “disfrutar a los clásicos”, que es el título de uno de sus primeros artículos, escrito al final de la Segunda Guerra Mundial mientras recibía tratamiento por su tuberculosis en un sanatorio de los Alpes. Pero incluso cuando lee a los “clásicos”, Barthes lo hace con los ojos de su siglo y con el rumor de los murmullos de su tiempo en los oídos. En este sentido es muy sartriano: recordemos “La situación del escritor en 1947”, el capítulo iii de ¿Qué es la literatura? (1948). Estar en contacto directo con el presente fue una de las grandes lecciones de Sartre y Barthes nunca lo olvidó. Sin embargo, Barthes también le fue fiel a un pensador muy distinto a Sartre –uno de los “dioses literarios” de su adolescencia, como se refirió a él en una carta–: Paul Valéry, que exigía que una obra literaria fuese leída poniendo énfasis en el presente. E incluso sostenía que solo podía ser leída de esta manera. Para ello, daba justamente el ejemplo de Jean Racine –a propósito del cual Barthes sostendría una fuerte polémica en 1966– y afirmaba, de antemano dando razón a Barthes contra la Sorbona, que el lector del siglo XX no podía leer el verso de Berenice, “Al Oriente desierto en que se transformó mi abatimiento”, sin oír los ecos de un universo extraño, posterior a Racine: todo Baudelaire y toda la poesía romántica y orientalista…
En Barthes se reúnen la exigencia de Sartre de una inserción en este presente inmediato en el que se arraiga nuestra “situación” (incluida la situación política) y la certeza de Valéry: el buen lector es el que oye y hace oír en las obras todos los ecos futuros. Para Barthes entonces la única buena crítica es anacrónica, o si se prefiere intempestiva. No por desdén de la historia –Barthes nunca deja de pensar ni histórica ni políticamente– sino por decisión intelectual de no sacrificar nunca el presente. Si Barthes no deja de denunciar la historia literaria a la francesa, es porque esta ha sujetado con alfileres a los autores, uno tras otro, en una plancha de coleccionista, como si fueran mariposas muertas. Es necesario en cambio dejar que los siglos dialoguen, “se traslapen”. Así lo hace Barthes en su obra crítica. Así lo hacía en sus cursos, como lo dice admirablemente la investigadora y novelista Chantal Thomas, su exalumna, que escribe acerca del seminario de 1970: “Así, en el presente, los siglos se solapaban, las escuelas se respondían, nadie prohibía a madame de Sévigné conocer a Virginia Woolf, ni a Sade encontrarse con Loyola.”
Es por lo tanto absolutamente falso oponer, como se hace a menudo, un Barthes “modernista” y un Barthes “apegado al pasado”. No hay, por un lado, un Barthes apasionado por las “nuevas escrituras” (la de Camus en El extranjero, desde 1942, más tarde la de Robbe-Grillet y la Nueva Novela, que él “promueve” mediante sus artículos de Critique); no existe, por el otro y contradiciendo al primero, un segundo Barthes criptoclásico, heredero un poco avergonzado de Gide, que llora la pérdida de la Literatura y de la Frase en el barullo y el parloteo mediáticos. Esta manera de oponer a los dos Barthes y de enfrentar a uno contra el otro es absurda: él se sitúa en ambos lados a la vez. La literatura es un tesoro, un thesaurus, un depósito de saberes y de sabores que pasa de siglo a siglo; y habría que ser un loco o un “bárbaro” para renunciar a ella. Pero solo si abrevamos de ella un sentido, ideas y, por qué no, valor para nuestro presente, este tesoro nos enriquece: no sirve de nada dejarlo dormir en una cueva, ¡vigilado por algunos dragones universitarios y especializados!
Esto es en Barthes una convicción nodal. Y resulta sorprendente y conmovedor encontrarla también claramente expresada desde su juventud, cuando, enfermo aún, decide sin embargo enfrascarse en un trabajo de gran aliento sobre Michelet –que se convertirá en su segundo libro, Michelet por él mismo (1954), su libro preferido, decía–. En una carta de juventud publicada recientemente, Album, podemos leer: “La gran cuestión que me preocupa actualmente es la siguiente: ¿[Michelet] es (es decir, su estudio es) moderno? ¿Se puede trabajar sobre Michelet y permanecer en las circunstancias de nuestro mundo de 1945? Esto es capital. Nada que hacer para renunciar a nuestra época, la única que tenemos para vivir.” Si la respuesta a esta pregunta es negativa, entonces, agrega de manera tan insolente como resuelta: “abandonaré despiadadamente al viejo sátiro”…
¿Por qué y cómo envejece tan bien la obra de Barthes? Debido a esta pasión por el presente, que la hace para nosotros contemporánea. Los objetos de los que habla Barthes en Mitologías están fechados, ya los olvidamos, y los franceses se encuentran hoy en día en la situación de muchos lectores extranjeros, para quienes la botella de Daumesnil (esta marca producía cerveza y limonada), las fotos de los estudios Harcourt (especializados en fotos de comediantes para lo que entonces aún no se llamaba su pressbook) o el rostro de Pierre Mendès France (primer ministro francés en 1954) no evocan absolutamente nada. Si la fuerza del libro permanece intacta en 2015 es porque, más allá de los objetos, somos testigos de un ejercicio de pensamiento cuya vigencia sigue estando intacta. ¿El objeto tomado con el flash de Barthes ya no nos dice nada? Eso no tiene ninguna importancia, pues el destello de inteligencia de esta crítica a la vez semiótica, social y política sigue iluminándonos.
Por ello no debemos temer, para Barthes, el embalsamamiento que constituiría para otros un año de conmemoración semejante, cuyo alcance mundial no ha sido suficientemente atendido. Se podrá calibrar la dimensión de estos festejos visitando el excelente sitio que registra la agenda de los actos (roland-barthes.org). Al lado de los países de “tradición” barthesiana (Brasil, Reino Unido, Estados Unidos, Italia, Japón), otras ciudades han acogido o acogerán antes de que finalice el año coloquios o exposiciones, de Zagreb a Buenos Aires, de Minsk a Budapest, de San Petersburgo a Nueva Delhi, sin olvidar, por supuesto, a México. Barthes fue durante mucho tiempo el más discreto de los pensadores de la teoría francesa. En el extranjero, Foucault, Derrida, Lacan hicieron escuela; Barthes, no. Pero esa es justamente la suerte de Barthes: siempre ha tenido más lectores que discípulos. Podríamos decir, haciendo un pastiche amistoso, que existe una “sociedad de amigos del texto” de Barthes. Y descubrimos hoy en día que no es el menos “globalizado” de los “gurús” franceses de los años sesenta. Ni el menos leído en el extranjero de los escritores franceses de su generación: ya que, con razón, lo que muchos lectores buscan en su obra es al mismo tiempo un “estilo” y un método. Y este Barthes “globalizado” es un Barthes plural, cambiante y diverso, con un rostro diferente en cada país. Piénsese en esa foto, publicada en el Kobe Shimbun y reproducida en El imperio de los signos, que encantaba a Barthes porque se veía en ella “japonizado”. La varietas de la obra de Barthes juega actualmente a su favor y facilita su diseminación. Un planeta Barthes, del que solo conocíamos partes, se reveló a sí mismo gracias a este aniversario.
Sería entonces tonto ponerle mala cara a esta conmemoración, aun si ha traído consigo su cuota de publicaciones oportunistas. E incluso la creación de una mascada de Hermès ¡a la que llamaron “Fragmentos de un discurso amoroso”! (Hay que agregar que esta mascada, obra de un diseñador gráfico notable, Philippe Apeloig, es muy bella.) Esto me hace recordar un episodio de la serie americana Papá lo sabe todo en que la hija de la familia, entusiasmada por un curso de antropología tomado durante el primer semestre en la universidad, se mofaba brutalmente del ritual “arcaico” y “primitivo” de los aniversarios –en este caso el de su hermana pequeña–. Universidad vs. familia, ciencia vs. tradición, intelectualismo vs. afectividad: ¡un deleite mitológico! En el desenlace, por supuesto, las lágrimas de la hermana pequeña abren los ojos de la mayor y todo termina bien alrededor de un cremoso pastel. El estudiante de secundaria que fui no oyó nunca hablar de Roland Barthes. Pero no olvidé la confusa indignación que este episodio había provocado en mí, como un engaño al cual no podía darle nombre: más tarde las Mitologías me ayudaron. Pero una de las bellezas de Barthes es que, al hacernos comprender que la hermana mayor es calumniada por un guion antintelectual, él no se hace de la vista gorda frente a las lágrimas de la hermana menor: “nunca es bueno hablar contra una chiquilla”. Este escolio autocrítico en el epílogo de Mitologías me parece hoy tan valioso como la corrosiva desmitificación de la “infancia poética” a la que Barthes se consagra a expensas de Minou Drouet, una niña promovida a poetisa pródiga por la prensa francesa de los años cincuenta.
Así, el talante profundamente político de Barthes resulta de la mezcla del análisis de la sociedad y la atención al otro. Y su “despolitización” de los años setenta es, de nuevo, una idea falsa. Y es también un malentendido. Cuando Barthes declara que la política “ya no lo excita”, no está diciendo que no le interesa. Es una manera de denunciar la parte de arrogancia, histeria y voluntad de dominio que está en el discurso político mejor “intencionado”.
Ahí nuevamente, las correspondencias de juventud recientemente publicadas son apasionantes. Sabíamos que Barthes era fervientemente antifascista: en el liceo había fundado con tres camaradas un grupo de “defensa republicana”. Esto ocurría en 1934 y sus condiscípulos eran abrumadoramente nacionalistas y de extrema derecha. Descubrimos hoy que junto a Paul Valéry, de quien ya hablé, su “gran hombre”, cuando tenía dieciséis años, es Jean Jaurès, el dirigente histórico del socialismo francés asesinado en 1914. El arraigo de Barthes en la izquierda fue toda su vida indefectible. Habría que agregar que, aun en su periodo marxista (aunque, a decir verdad, más brechtiano que marxista), Barthes no apostó nunca por las formas coercitivas o dictatoriales que habían adquirido los regímenes que se asumían marxistas, y que compartía el antiestalinismo radical de los “marxistas críticos” de su entorno, como Maurice Nadeau y Edgar Morin.
Si a este respecto hubo evolución en Barthes, no es desde un marxismo militante, que nunca fue lo suyo, hacia una pretendida despolitización “esteta”, tan imaginaria como el primero. Desde los años cincuenta su reflexión política asociaba crítica social, desmitificación ideológica y búsqueda de una “moralidad de la Forma” –en la literatura, las artes, el teatro, los discursos y la palabra en general–. Veinte años después, en el último decenio de su vida, Barthes prosigue la misma búsqueda cuando escribe sobre el “vivir juntos”, cuando se dedica a denunciar todas las “intimidaciones” del lenguaje, y cuando invoca este valor “activo” en el corazón de la literatura que él denomina, en latín, la caritas. Esta caritas, de la que hizo a la vez la “vocación” de la novela y la virtud del novelista, es una generosidad con el mundo: un gesto de acogimiento y de recogimiento, mediante el cual los sufrimientos vividos por los hombres no habrán sido totalmente perdidos, “vividos en vano”, afirma. Pero es también, agrega, algo como la “Piedad” rousseauísta, por ende, un concepto filosófico, ya que funda, en Rousseau, la posibilidad misma para el género humano de compartir el mundo en que vive.
Rechazar la brutalidad, promover el “matiz” como un valor a la vez epistemológico y ético, reemplazar el conflicto por la diferencia, no es ser un moderado, ni un tibio, menos aún un “justo medio” –como esta pequeña burguesía francesa que Barthes detestaba cordialmente–: es buscar las vías para vivir juntos, lo que revivificaría estas tres palabras pasadas de moda que él retoma y defiende en 1977: tolerancia, contrato y democracia. ~
Traducción del francés de Arturo Gómez-Lamadrid.
(1949) es historiador y crítico. Ha publicado Roland Barthes, roman (Grasset, 1986). Es director de la École des Hautes, Études en Sciences Sociales y dirige la revista Critique