El algoritmo y la auctoritas

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John Bodley entró a trabajar en la editorial londinense Faber & Faber en 1947. Más de cincuenta años después seguía vigilando el legado de uno de los catálogos más ricos del planeta cuando un joven editor le propuso lanzar una nueva edición en bolsillo de La tierra baldía con un par de frases elogiosas en cubierta; el argumento parecía imbatible, apenas se vendían doscientos ejemplares al año de una de las obras cumbre del siglo XX y con la nueva edición la idea era llegar al menos a dos mil lectores. Sin embargo, la respuesta fue implacable: “Es posible, pero ¿estás seguro de que esas dos mil personas merecen leer a Eliot?”

La frase de Bodley es un excelente ejemplo de humor inglés, pero también refleja la tradicional suspicacia de una parte del mundo del libro hacia el uso de técnicas de marketing para aumentar las ventas (por no hablar del recelo ante cualquier éxito comercial), algo que es tan antiguo como la industria editorial. La clave está en una de las complejidades esenciales del libro, su naturaleza dual como bien cultural pero además como mercancía, es decir, que tiene valor de uso y valor de cambio. Obviamente, ni todos los libros son iguales, ni las dos escalas están relacionadas: hay obras con gran valor mercantil y gran valor cultural (por ejemplo, el reciente libro del economista francés Thomas Piketty) y obras que puntúan muy bajo en ambas (seguro que se les ocurre alguna). Pero la creciente inserción de la edición en la industria del ocio y el aumento exponencial de la capacidad tecnológica suponen una serie de cambios cualitativos que merece la pena considerar.

La capacidad de procesar datos y rastrear tendencias (ojalá se imponga el fantástico término “Muchos Datos” para describirla) genera la ilusión de poder predecir qué libros pueden funcionar, o mejor dicho de calcular cuánto puede vender cada libro. Si el valor comercial de un libro se puede cuantificar, las decisiones de publicación pasan a ser muy sencillas, al menos desde un punto de vista de rentabilidad. Y, a medida que el mercado editorial se polariza entre grandes corporaciones y estructuras pequeñas, las primeras, que dominan el acceso al gran mercado, buscarán por su propia inercia, cual escorpiones matarranas, lanzamientos que independientemente de su valor de uso garanticen un elevado valor de cambio.

Pongámonos dramáticos por un momento. Estas amenazas para la bibliodiversidad –mayor dificultad de acceso al gran público para las estructuras editoriales pequeñas, desaparición de las medianas y mayor necesidad de rentabilidad inmediata para las grandes– se ven reforzadas por el uso interesado de la tecnología y la fe incuestionada en su capacidad. La tecnología sirve para explicar cómo funciona un libro (quién lo compra, qué ha comprado antes, cómo ha llegado hasta él), pero no existe el algoritmo del éxito. Es más, la tecnología puede contribuir a que un libro que ya se vende bien se venda mejor, pero pensar que puede identificar aquellos libros que van a tener éxito es ilusorio. Se puede saber qué libros buscan maximizar su valor de cambio por encima de cualquier otra cosa, pero no se puede garantizar que lo logren. Sin embargo, al aplicar esas herramientas tecnológicas a determinadas obras, se crea un determinismo de la senda que condena a amplias categorías de libros a una existencia al margen del gran público, casi desde antes de ser publicadas.

Dirán ustedes: es evidente que una novela histórica firmada por un popular presentador de televisión tiene un público más amplio que un sesudo ensayo de un joven profesor de universidad, qué determinismo de la senda ni qué niño muerto. Diré yo: para ese viaje no hacían falta esas alforjas, o sea, la vieja auctoritas del editor ya sirve para eso, más allá de ningún algoritmo. Pero si apoyados en una presunta cientificidad desplazamos a una existencia marginal buena parte de la producción literaria e intelectual, estaremos faltando a un deber básico como editores, conformar con nuestra oferta actual la demanda futura, es decir, obviar el corto plazo (o convivir con él, pero no depender solo de él) y publicar a los autores que alimentarán de historias y de ideas a las generaciones venideras (algo por otro lado muy rentable a largo plazo).

Para ello hay que plantar cara a la dictadura del algoritmo, pero también al señor Bodley; hace falta una rebeldía que defienda la comercialidad de Eliot, de un judío checo que quería quemar sus manuscritos o de un inglés alto y desgarbado que firmaba como George Orwell y cuyas primeras ediciones seguían sin agotarse décadas después de su muerte. El reto del editor en el siglo XXI es ese: no pretender que se puede vivir al margen del mercado, ni pensar que aumentar los lectores de una obra malbarata su contenido, sino conseguir que las obras de mayor valor cultural también tengan un gran valor comercial. Para eso, la tecnología ha de ser una aliada, que ha de facilitar el acceso de los lectores a las obras más importantes y su comprensión, y ha de ayudar a los editores a encontrar esos lectores. Esos son los algoritmos que importan y que hay que buscar, para que los Al-Juarismis del presente puedan dar a conocer sus obras y no languidezcan en los círculos intelectuales del Bagdad del siglo IX.~

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Miguel Aguilar (Madrid, 1976) es director editorial de Debate, Taurus y Literatura Random House.


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