En el escenario caligráfico de Salvador Elizondo la prosa adquiere formas inapresables en un solo concepto. No habita en la comodidad de alguna composición o arquitectura preestablecida donde la disposición de los contenidos pueda adivinarse o intuirse al primer asomo: las suyas son palabras-cosa, palabras-máquina, palabras-instrumento, palabras-museo, palabras-quirófano, palabras-idea, palabras-pasión, que van surcando por sí mismas coordenadas espaciales y temporales creadas en un instante que se multiplica y ensancha durante el único momento en que es posible su existencia: mientras acontece la acción de escribir. No antes (al pensarlas) ni después (al leerlas) sino cuando suceden al grabarlas en el papel, al convertirlas en huella y ruina de la imagen mental que por principio son. La distancia de este vaivén parece mínima, pero encierra la inmensidad de todo abismo en el que, de no ser por los demonios a vencer, sería casi placentero extraviarse. Elizondo es Orfeo buscando a Eurídice.
La comunidad de sus fieles lectores reconoce en Elizondo al hombre de escritura. Él es, en palabras del maestro Adolfo Castañón, “la idea del hombre que se hizo prosa”. Para nadie de aquella comunidad es un secreto que Elizondo fue el infante de los cuadernos y que estos se transfiguraron en diarios y, valga decirlo también, en una especie de archivo en la nube de la versión primera, fragmentada, de sus novelas. Que Elizondo separara su quehacer esencial entre escritura diurna (Diarios) y escritura nocturna (Noctuarios) es un hecho que permite a sus lectores explicarse por qué las fronteras entre lo público y lo privado estaban irremediablemente confundidas como sucede con todo aquello que se amalgama en un solo cuerpo. El esfuerzo por distinguir una escritura de otra se impuso como tentativa de un proyecto permanente que tendría en el mundo y sus atrayentes ruidos y reflectores su mayor detractor. No dejarse vencer por el arrebato o la urgencia de alimentar el nombre propio mediante su frecuente aparición en los espacios culturales muestra el temple de un autor que asume la derrota de la palabra –para decirlo lopezvelardianamente– como parte de la existencia de la obra y la suya propia como artista. Este es el aviso de Elizondo ante el canto de las sirenas.
En las libretas de pastas duras se halla, in vitro, una de las novelas cortas mejor logradas en las letras mexicanas: Elsinore: un cuaderno. En conjunto, pero también en su singularidad, los cuadernos son el centro y el margen de lo que El Colegio Nacional llamó Obras y distribuyó en tres tomos. Al lado de la figura del escritor de cuadernos están la del traductor y la del editor, interesadas todas en cultivar espacios editoriales para difundir la cultura. Elizondo fundó las revistas Nuevo Cine (1961-1962) y S.nob (1962), y se incorporó como colaborador de las publicaciones periódicas más importantes de su época y con cuyos grupos de trabajo mantuvo relación laboral y, sobre todo, amistosa: Plural (1971-1976) y Vuelta (1976-1998).
El quincuagésimo aniversario del nacimiento de Plural permite recuperar las cuatro contribuciones de Salvador Elizondo a la revista creada por Octavio Paz. En la sección Letras, Letrillas y Letrones publicó “Tapadismo y destapadismo”, ensayo en que hace una corrosiva exposición crítica del sistema político mexicano a partir de dos términos que, más que comparar, conjunta: política y drama. “Cuando estas líneas aparezcan en Plural estaremos a pocos días de una develación definitiva. La dialéctica de lo tapado, de lo destapado a medias, y de lo fenomenal, no puede menos que dar lugar a las más desaforadas especulaciones. ¿Por qué, si en el orden de una cosa podemos ver todo, en el orden de otra solo podemos ir viendo rasgos sueltos en una secuencia como la que Fuentes ya ha ridiculizado en un excelente episodio de Tiempo mexicano (el que se refiere al ‘destapamiento’)?”
(( Plural, 48, 1975, p. 70.
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Son suficientes estas líneas para no olvidar las razones por las cuales Paz (y todo su equipo) renuncia al proyecto que en ese momento era el “pilar de la cultura mexicana”, como bien lo ha afirmado Elena Poniatowska.
Los otros tres textos de Elizondo publicados en Plural forman una constelación discursiva que, vista a la distancia, anticipa la poética que desplegará luego en toda su escritura. En noviembre de 1971 sale a la luz el número 2 de la revista, y en las páginas 29 a 31 podemos leer “Mnemothreptos”, que, un año después, reconoceremos en el noveno lugar de los textos que conforman su libro emblemático: El grafógrafo. En 1972, en el número 14, se publica “Taller de autocrítica”, incorporado como texto de cierre del libro de ensayos Teoría del infierno (1992) con una importante variación en el título: “La autocrítica literaria”. Y un año antes de que Octavio Paz dejara la dirección de la revista aparece “LOG”. “LOG” es el texto inaugural de Camera lucida, que se publicó hasta 1983. Quizá no sea un error pensar que este libro configura la metáfora más cara a Elizondo: la fascinación que al ojo causa la experiencia del dolor, de la muerte, de allí la idea de que la mente del escritor y la cámara operen de manera semejante: por medio de la fijación de imágenes, cuya duración es apenas de algunos instantes. Elizondo publicó Camera lucida después de una larga ausencia del mundo de las letras, de modo que, con este volumen, y especialmente con “LOG”, asistimos no a una suerte de reivindicación sino de resurrección. Nada gratuito es el tono confesional que adopta el relato desde las primeras líneas: “[…] la facultad de escribir recobrada es el resultado de una lenta cura proseguida a lo largo de varios años de mortecina esterilidad. La disciplina no es dolorosa o complicada: es ardua y fastidiosa: consiste en la disección, por la atención y la escritura, de la obsesión inolvidable o de la idea fija”.
(( Plural, 50, 1975, p. 19.
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Elizondo es Lázaro volviendo a caminar.
Es verdad que los cuadernos lograron constituirse en el espacio literario ideal donde podía escribir ad libitum; lugar donde la oscuridad de la noche paradójicamente da paso al alumbramiento de la imagen escurridiza en busca de la palabra adecuada para comenzar a atisbar, con “el brillo lento de la punta del lápiz-tinta”,
(( Plural, 2, 1971, p. 30.
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el cuerpo del texto que habrá de repetirse 59 veces: “Se trata de escribir. Nada más” todas las variaciones posibles de un párrafo hasta transformar al que escribe en un virtuoso que inventa palabras, como relumbror, que se hizo necesaria para “designar las fluctuaciones de la llama después de que se ha encendido el pabilo”, o que compone figuras retóricas de pensamiento que por sí mismas dan pie a una serie vertiginosa de imágenes: “El perro del olfato que va naciendo en mí husmea y descubre la pista de la muerte en los algodones purulentos, olorosos a llaga, en los pequeños frascos de formol, en el reloj impertinente que me mira con su pupila de manecillas, miope como gato…”
(( Plural, 2, 1971, p. 29.
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La repetición no es vana ni infértil: da lugar al hombre-memoria, al Mnemothreptos, que es también una máquina tan poderosa como el anapoyetrón del profesor Aubanel, personaje del relato “Anapoyesis”.
Entre la vocación literaria, la vida personal y la vida del espíritu todo límite es impreciso. “En la vida de ese autor de cosas que deseamos ajenas, la obra y la pasión se confunden: nace la autobiografía crítica, en la que los juicios acerca de las cualidades de la obra se confunden con las anécdotas del que fuimos y donde la crítica de sí mismo hace nacer al personaje o al fantasma del que fuimos […] como si la crítica estuviera más condicionada por el deseo que por el análisis.”
(( Plural, 14, 1972, p. 3.
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Esos tres ámbitos se tocan y se recuerdan sobre todo en la autocrítica, procedimiento durante el cual ha de tenerse “puesto un ojo en el gato y otro en el garabato”.
(( Plural, 14, 1972, p. 4.
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Otra prueba de esto –registró Elizondo en su Autobiografía– es que, “en toda la historia de la literatura, no ha existido nadie que haya escrito una línea sin hablar de sí mismo”. Esta afirmación rebasa por mucho la figura del narrador autobiógrafo; incluso podría decirse que invierte las posibilidades formales de los géneros memorialísticos: no es la vida ficcionalizada, es la vida misma vivida, organizada y enunciada desde la escritura. Ella lo atraviesa todo y todo lo organiza. No es fácil borrar la huella de la voz autoral en la escritura de Elizondo; no es que todo sea autobiográfico, sino que todo lo biográfico es literatura. De las ideas sobre este asunto que continúa siendo un desafío teórico para los estudiosos de la literatura en la academia, destaco de “LOG” la fabulación: “Me confundo con el personaje, no menos que conmigo mismo; el texto es una confusión que se agranda; abarca en un momento dado todas las conjeturas posibles; avanzan, avanzan incontenibles, forman cúmulos de conjeturas, de nuevas novelas constantemente novedosas acerca del habitante de la isla desierta que arrojó sus memorias al mar en una botella sellada.”
(( Plural, 50, 1975, p. 22.
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He aquí, sobre las olas, al grafógrafo que va despertando por el movimiento pendular de su imaginación. ~
es investigadora titular en el Instituto de Investigaciones LingüísticoLiterarias de la Universidad
Veracruzana y miembro del Sistema Nacional de Investigadores