Israel y Palestina, un libro sin último capítulo

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Era el mismo día que en Brasil empezaba el Mundial. Tres jóvenes israelíes de dieciséis y diecinueve años hacían autostop en la zona de Gush Etzion, en Cisjordania. No es nada raro; israelíes y palestinos comparten las carreteras principales que cruzan los territorios ocupados. Muchos israelíes que viven en asentamientos recogen a otros camino de Jerusalén o de vuelta. A los tres jóvenes los recogió un coche de palestinos con otras intenciones.

La policía grabó la llamada de emergencia que hizo uno de los jóvenes. Se oye al funcionario: “Hola, hola.” Y el joven dice: “¡Nos han secuestrado!” El policía sigue como si no lo hubiera escuchado: “Hola, hola.” Se oyen tiros y luego una voz en hebreo de mujer. Es demasiado tarde: se oyen cánticos en árabe.

Mientras los palestinos miraban el partido inaugural del Mundial, un coche buscaba un lugar para enterrar los tres cadáveres. Al cabo de unos días, el ejército de Israel encontró el vehículo. Sabían que los jóvenes no seguían vivos y que el país no iba a tener un momento tranquilo tras el secuestro; solo iba a haber más dolor.

Cuando se encontraron los cadáveres, se destapó un odio visceral en parte de la sociedad israelí. Dos días después del funeral encontraron muerto a un joven palestino de dieciséis años en un parque de Jerusalén. La autopsia estableció que lo habían quemado vivo. En los disturbios que siguieron, dos policías dieron una tremenda paliza al primo norteamericano del joven palestino muerto.

Los ánimos se caldearon más y más. En los dos bandos había, si cabe, nuevas y frescas razones para odiar. El tío de uno de los jóvenes israelíes asesinados fue a ofrecer su pésame a los padres del joven palestino. Fueron chispas de esperanza. Pero el fuego era más visible.

El fuego era más visible porque, mientras el caos en Jerusalén amainaba, los cohetes desde Gaza iban en aumento. Un día antes de que comenzara la operación Margen Protector, se lanzaron hacia Israel 85 proyectiles. Se trató de la tercera operación importante en Gaza desde que Benjamín Netanyahu ocupa el cargo de primer ministro en una segunda etapa, a partir de 2009. Los ataques siempre han sido por aire. El primer ministro anterior, Ehud Olmert, lanzó una operación por tierra en diciembre de 2008. Murieron mil cuatrocientas personas y solo tres años después Israel volvía a atacar Gaza.

Si parece el cuento de nunca acabar, es porque lo es. Estos dos pueblos deberían llegar algún día a un acuerdo para convivir en paz. Está claro que no será fácil. En los últimos años, parecía que el statu quo temporal e inestable podía ser un modo de vivir, si no en Gaza, al menos sí en Cisjordania: “Ya que no somos capaces de ponernos de acuerdo, al menos vivamos así”, parecían decir algunos en el bando israelí. Pero ese “vivir” es más fácil de aceptar desde la comodidad de Israel, sin puestos de control, con todos los derechos y beneficios de un país del primer mundo, que desde los territorios ocupados. Pero los acontecimientos desatados a partir del 7 de julio han demostrado que se trataba de una ilusión.

La solución de las últimas dos décadas para calmar los ánimos ha sido el eterno proceso de paz que debía crear dos Estados vecinos. Hace unas semanas fracasó la última ronda, impulsada hasta el agotamiento por el secretario de Estado norteamericano John Kerry. Desde hace años está claro qué deben ceder ambos bandos, pero ninguno está dispuesto a firmar nada definitivo: Israel gana y cree que se puede quedar con el territorio del río Jordán al mar Mediterráneo; Palestina pierde y prefiere esperar tiempos mejores.

“Hay tres concesiones muy difíciles que cada bando debe hacer”, dice Amos Yadlin, exjefe de inteligencia del Ejército israelí. Primero, el lado israelí tiene que renunciar a Cisjordania, que es Judea y Samaria, la parte más importante del Israel bíblico. Segundo, basar ese nuevo Estado en fronteras previas a la guerra de 1967. Tercero, dividir Jerusalén. Israel no tiene la capacidad hoy para hacer nada de esto. Aunque una mayoría así lo quisiera, la minoría que no quiere es dominante y puede echar a perder, con provocaciones, cualquier acuerdo.

Por su parte, el bando palestino debe admitir primero que es el final del conflicto y que ya no puede seguir reclamando. Segundo, debe aceptar que los refugiados que huyeron y fueron expulsados en 1948 no volverán a Israel. Tercero, está obligado a aceptar que su nuevo Estado soberano tendría limitaciones en seguridad.

Son seis obstáculos enormes. Los asesinatos de jóvenes y el conflicto de Gaza son notas al pie en un libro que no tiene final, porque está por escribirse y necesita de un lenguaje nuevo. ~

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(Barcelona, 1976) es periodista, licenciado en filología italiana. Su libro más reciente es 'Cómo escribir claro' (2011).


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