A los diez años, cuando era apenas suficientemente grande como para comprender las verdades familiares, mi madre me habló del tiempo que pasó en campamentos de refugiados a lo largo de Alemania. Los horrores de los años previos habían sido tan inmensos que su madre se arrullaba imaginando una vida trasplantada en Brasil, hacia donde la mayoría de sus parientes vivos, oportunamente, habían escapado antes de la guerra. Pero todas sus plácidas fantasías sobre volver a empezar en los trópicos las arruinó una realidad xenófoba. Mis abuelos habían elegido uno de los peores momentos en la historia brasileña para llenar un documento de migración. Las cuotas los dejaron fuera. Se tuvieron que conformar con un destino más probable: Washington, D.C.
Mis abuelos se convirtieron en tenderos, vendían papas fritas y refrescos en la zona de Adams Morgan antes de que se aburguesara. En aquellos días, Brasil parecía ser el país de las calles pavimentadas con oro. Mi tío abuelo José llegaba de visita cargando maletas llenas de dinero para depositarlo en sus cuentas neoyorquinas, donde permanecería protegido de la hiperinflación. José tenía la cabeza rapada a la Yul Brynner y un vozarrón que tiraba puertas; su dedo índice había sido truncado por un accidente en la granja de su juventud. Ese dedo era el que agarraba el fajo de billetes de veinte que con toda ceremonia me entregaba en cada uno de sus viajes. Parte del acuerdo, concluí, era que después de recibirlo yo tenía que saludar a esa mano arruinada.
Hasta mi adolescencia, las visitas brasileñas solo viajaban en una dirección. Cada año dábamos la bienvenida a un nuevo grupo de parientes, los llevábamos al mismo restaurante algo kitsch de mariscos y al White Flint Mall. Y cada año nos dejaban los mismos regalos. Llené todo un cajón de mi armario con playeras de futbol amarillo canario que parecían ser demasiado exóticas para llevarlas a la escuela, pero que me enfundaba para ver los partidos del Mundial en el Centro Cultural Brasileño. Y en aquellos días, portando el uniforme nacional, me imaginaba la versión excéntrica que mis abuelos habían buscado. ¿Quiénes habrían sido mis amigos? ¿Qué haría después de graduarme? ¿Cómo sería vivir en un país en el que este juego importaba tanto?
Es posible contar la historia de Estados Unidos sin hablar de beisbol o de futbol americano, pero la historia brasileña, que en el fondo tiene que ver con la raza, carecería de sentido sin el futbol. Hay muchos elementos de la cultura brasileña moderna –la samba, la feijoada, el Tropicalismo, Orfeo negro– que evocan una genuina sociedad multirracial. Pero la historia es brutal. Cuatro millones de africanos pasaron por el puerto de Río camino a las plantaciones. Después de que el Sur perdió la Guerra de Secesión en Estados Unidos, diez mil confederados migraron a la vieja colonia portuguesa –uno de los últimos lugares en el mundo en que podían practicar la esclavitud al estilo Dixie–. De hecho, la esclavitud sobrevivió en Brasil hasta 1888, y estaba aún en práctica al llegar inventos como el teléfono y el automóvil.
La llegada del futbol coincidió con la emancipación. Llegó en la persona de Charles Miller, el hijo de un migrante escocés, quien trajo dos balones de futbol consigo a São Paulo. El juego que practicaba con sus amigos pronto se volvió una moda, a la que se sumaron los esclavos recién liberados que llegaban a las grandes ciudades.
Los brasileños blancos nunca recurrieron a leyes de segregación como las de Estados Unidos, pero no por eso hay que aplaudirles. Tenían sus propias teorías acerca de la superioridad de la raza. Los prejuicios provocaron que hubiera una división profunda en las élites brasileñas al momento de admitir a personas de color en sus recién estrenadas ligas y equipos de futbol; fronteras que los jugadores transgredieron cautelosamente. En su partido debut para un club de Río, un jugador mulato intentó ocultar el color de su piel aplicándose un poco de polvo de arroz; su treta falló, sin embargo, a cuenta del sudor. Hasta la fecha, a su equipo, el Fluminense, se le conoce como “polvo de arroz”.
A las alineaciones únicamente de blancos, sin embargo, nunca les fue tan bien como a las integradas. Y, a fin de cuentas, el anhelo de victoria fue el que dictó la composición racial del futbol brasileño. El equipo integrado que viajó al Mundial de 1938 jugó sorprendentemente bien contra las potencias europeas. Llegaron muy lejos en el torneo gracias a su estilo sui géneris de juego, lleno de fintas, gambetas y triquiñuelas.
Su actuación cautivó a la nación entera, y a un intelectual en particular: un joven antropólogo llamado Gilberto Freyre, que estudió en Columbia con el padrino de su disciplina, Franz Boas. En 1933, publicó un libro revelador titulado Casa-grande y senzala, un estudio de las plantaciones azucareras en la región noreste del país. El sistema de esclavitud que describía era radicalmente distinto del que se practicaba en Estados Unidos, y la mayor diferencia estaba en el sexo. Mientras que los estadounidenses desdeñaban las relaciones sexuales entre los dueños y los esclavos por considerarlas algo profundamente vergonzoso, los brasileños tenían una perspectiva distinta. El mestizaje era una necesidad, una parte aceptada de la vida. Más aún, Freyre argumentaba que era la fuente principal de la grandeza de la nación brasileña. La mezcla de razas había dado a luz a una nueva especie de hombre con rasgos increíbles –y, a su vez, esto había creado una sociedad nueva y más tolerante.
Con un giro pseudocientífico, Freyre transformó las ansiedades de su país en torno a la raza en una virtud trascendente. El equipo brasileño de futbol se convirtió en una de sus fuentes de datos más importantes. “Nuestro estilo de juego –escribió en un ensayo de 1943– parece estar en contraste con el estilo europeo gracias a una serie de características como la sorpresa, la destreza, la astucia, la atención y diría que la brillantez individual y la espontaneidad, todas características que expresan nuestro ‘mulatismo’.”
Esta tesis se solidificó hasta convertirse en un creencia popular después del Mundial de 1958, que presentó al mundo a Pelé, la primera superestrella brasileña de color. En su magistral nueva historia del futbol brasileño, Futebol nation. The story of Brazil through soccer, David Goldblatt apunta: “Casi todo el equipo tenía parásitos, algunos sífilis y otros estaban anémicos. En total se extrajeron más de trescientos dientes a los jugadores.” Su desempeño en la cancha, sin embargo, no dejaba ver ningún tipo de padecimiento. Pelé inició el torneo en la banca como un joven prospecto de diecisiete años. (Un psicólogo del equipo incluso aconsejó no incluirlo en la escuadra: “No posee el sentido de responsabilidad necesario para el juego de conjunto.”) Al final, anotó unos de los goles más memorables de la historia del deporte, llenos de esa gloriosa astucia descrita por Freyre –incluido el legendario gol de sombrerito en que elevó la pelota apenas por encima del pelo de un defensa sueco y la golpeó antes de que tocara el pasto–. Cuando su equipo ganó la copa, Pelé se desmayó y después lloró descontroladamente, una celebración que se volvió icónica al instante. El periodista deportivo más importante del país escribió que gracias a él se completó la abolición.
Con el tiempo, Brasil se volvió peligrosamente dependiente del futbol. Se convirtió en la manera de definir al país a los ojos del mundo, y tenía un papel desmedido en su sentido de valía. Las victorias en los sesenta y setenta eran tan sencillas que el país no solo exigía trofeos, sino que querían que esos triunfos se consiguieran practicando lo que Freyre llamó futebol arte, y lo que el resto del mundo conoce como jogo bonito, el juego bonito. Así lo deja ver la queja de un entrenador del seleccionado nacional que decía: “Llegó a un punto en el que le ganábamos 6-0 a Bolivia y un periódico de São Paulo nos acusaba de haber jugado muy defensivo.”
La presión casi intolerable sobre los entrenadores inevitablemente alejó al equipo de las genialidades de la improvisación. Las tácticas utilizadas para ganar el Mundial de 1994 –quizá la peor Copa Mundial de todas– aplastaron la inventiva y favorecieron el despliegue de jugadores duros y pragmáticos, con mayor habilidad para robarles el balón a los rivales que para encararlos y dejarlos atrás con un par de bicicletas.
Y el éxito trajo un costo mucho más grave que ese. Los dictadores y los aspirantes a dictadores hábilmente se aprovecharon del entusiasmo popular por el juego. Getúlio Vargas –el líder autoritario que presidió el país de 1930 a 1945– utilizó explícitamente el futbol para crear un nuevo sentido de identidad nacional, una campaña de brasilidade o brasilización, y para dar mayor peso a su poder. Construyó estadios y en ellos realizaba mítines. Sus sucesores imitaron esta táctica. Durante la dictadura militar de los años setenta, el gobierno llenó las paredes con afiches con el rostro de Pelé junto a su eslogan: “Ahora nadie puede parar a este país.” Pelé, hay que recordar ahora que se le ve protagonizar comerciales de televisión, no solo prestó su cara a la causa, se pronunció a favor de la dictadura: “Somos un pueblo libre. Nuestros líderes saben qué es lo mejor para nosotros”, dijo en 1972. En ese preciso momento, señala el escritor David Zirin, Dilma Rousseff, la actual presidenta de Brasil, estaba siendo torturada en la cárcel.
El esquema de pan y circo utilizado por los líderes brasileños funcionó hasta que dejó de hacerlo. Esa es la ironía de este Mundial. Fue idea del expresidente Lula da Silva, el flagelo de la junta militar y durante mucho tiempo el líder del Partido de los Trabajadores. Él encaminó el dinero público hacia la construcción de estadios e infraestructura, monumentos que marcarían la llegada de Brasil al mundo, que comprobarían que era un bric que valía lo que pesaba.
Había muchas fallas en el gobierno que encabezaba Lula, incluida una enorme corrupción. Pero sus logros son difíciles de negar. Decenas de millones de brasileños salieron de la pobreza; la mortalidad y la desnutrición infantil disminuyeron de manera importante. Durante su presidencia se creó una nueva clase media. Y la clase media que emergió –con sus nuevos valores y un mayor acceso a información– ha planteado preguntas acerca de los miles de millones gastados en el festival del futbol. Los estadios construidos no tienen un futuro posible que justifique su tamaño. Hay muchas razones de peso para asumir que grandes cantidades de dinero terminaron en los bolsillos de los socios de los políticos que autorizaron esas obras. Lo que debería ser la culminación gozosa de la gran historia del futbol brasileño ha desembocado en protestas callejeras.
Durante la última década he experimentado mi propia desilusión con el futbol brasileño. Como esa clase media inquieta, he visto demasiado. Al hacer reportajes sobre la corrupción del deporte, he sido testigo de lo poco del deporte nacional que no ha sido tocado por esa podredumbre. Y sin embargo, mi fascinación se mantiene. Llevaré a mis dos hijas a Brasil a ver el Mundial. Para prepararlas, vimos videos de Neymar gambeteando, de Ronaldinho dominando el balón y de la supremacía del equipo de 1970. También les conté por primera vez acerca del pasado errabundo de su abuela y sobre lo impredecible de la historia; les conté cómo si su bisabuela hubiera solicitado una visa algunos años antes el destino de ellas habría sido distinto. Quizá sean demasiado pequeñas para comprender lo que significa, pero estarán sentadas en las gradas con sus primos brasileños y cada uno de nosotros estará enfundado en amarillo canario. ~
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Traducción de Pablo Duarte.
Originalmente publicado en The New Republic.
es periodista. Fue director de The New Republic. Entre sus libros están How Soccer Explains the World y Jewish Jocks.